Revista Ecclesia.
Los domingos pasados hemos meditado el discurso sobre el «pan de la vida», que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm luego de haber saciado miles de personas con cinco panes y dos peces. Hoy, el Evangelio presenta la reacción de los discípulos a aquel discurso, una reacción que el mismo Cristo provoca conscientemente.
Ante todo, el evangelista Juan – que estaba presente junto a los otros Apóstoles – refiriere que «desde aquel momento muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo» (Jn 6,66). ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús que decía: Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente (cfr Jn 6,51.54). Para ellos esta revelación permanecía incomprensible, porque la entendían solo en sentido material, mientras en aquellas palabras estaba preanunciado el misterio pascual de Jesús, en el que Él se ha donado a sí mismo para la salvación del mundo.
Viendo que muchos de sus discípulos se marchaban, Jesús se dirigió a los Apóstoles diciendo: «¿También ustedes quieren irse?» (Jn 6,67). Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Sobre este pasaje bíblico un bellísimo comentario de San Agustín dice: «¿Ven cómo Pedro, por gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, ha entendido? ¿Por qué ha entendido? Porque ha creído. Tu tienes palabras de vida eterna. Tu nos das la vida eterna ofreciéndonos tu cuerpo y tu sangre. Y nosotros hemos creído y conocido. No dice: hemos conocido y creído, sino hemos creído y conocido. Hemos creído para poder conocer; si de hecho, hubiésemos querido conocer antes de creer, no hubiéramos logrado ni conocer ni creer. ¿Qué cosa hemos creído y que cosa hemos conocido? Que tu eres Cristo Hijo de Dios, o sea que tu eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das aquello que tu mismo eres» (Comentario al Evangelio de Juan, 27, 9).
Finalmente, Jesús sabía que también entre los doce Apóstoles había uno que no creía: Judas. También Judas habría podido irse, como hicieron muchos discípulos; es más, habría debido irse, si hubiese sido honesto. En cambio permanece con Jesús. Permanece no por fe, no por amor, sino con el propósito secreto de vengarse del Maestro. ¿Por qué? Porque Judas se sentía traicionado por Jesús, y decide a su vez traicionarlo. Judas era un zelota, y quería un Mesías vencedor, que guiase una revuelta contra los Romanos. Pero Jesús había desilusionado estas expectativas. El problema es que Judas no se fue, y su culpa más grave fue la falsedad, que es la marca del diablo. Por esto Jesús dice a los Doce: «¡Uno de ustedes es un diablo!» (Jn 6,70).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a creer en Jesús, como san Pedro, y a ser siempre sinceros con Él y con todos. (Traducción de Raúl Cabrera – RV).
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