martes, 31 de marzo de 2020

SIEMPRE ESPERANZA - ESENCIA FLAMENCA - J.J. ESPINOSA DE LOS MONTEROS

SANTO SEPULCRO: DURO INSTANTE DEL CIERRE

EL PRESIDENTE POLACO REZA A LA VIRGEN

¿NECESITAS HABLAR CON UN SACERDOTE PERO NO PUEDES POR EL CONFINAMIENTO? RESERVA CITA Y ELIGE A UNO




Estos sacerdotes voluntarios ofrecen atención espiritual telefónica a quien lo solicite
Iglesias cerradas, sin misas, sin confesiones y sin la posibilidad en algunos casos de hablar con sus sacerdotes. Esta una de las muchas consecuencias negativas que ha provocado la pandemia del coronavirus en España.
Pero a a esta situación se suma el terrible aumento del sufrimiento provocado precisamente por este virus. Miles de personas han muerto, muchas más están hospitalizadas, mientras que millones de personas se han visto obligadas a vivir confinadas en sus casas provocando que ni siquiera las familias se hayan podido despedir de sus seres queridos fallecidos.
Un verdadero "hospital de campaña"
Es en estos momentos cuando se necesita –tal y como insiste el Papa- una Iglesia que sea “hospital de campaña”. Muchas personas necesitan una palabra de ánimo, de esperanza. Necesitan que la Iglesia también les escuche.
Para dar respuesta a este problema que ha surgido con el coronavirus se ha creado la iniciativa Habla con un sacerdote, que consiste básicamente en ayudar a quien lo necesite en España para que pueda recibir acompañamiento espiritual de la mano de sacerdotes voluntarios.
sacerdotes
Esta sencilla herramienta ofrece la disponibilidad de varios sacerdotes voluntarios, once en este momento. Junto a su nombre, destino pastoral y su foto se puede acceder pinchando encima de cada uno de los sacerdotes en el horario que tiene disponible para hablar.
A través de la web el paciente solicita una cita e inmediatamente recibe un SMS confirmándole el sacerdote que le atenderá y el día y la hora de la cita. (Se necesita reservar con mínimo de 18h de antelación).
Una vez llegada la hora de la cita será el propio sacerdote el que se ponga en contacto telefónicamente y las llamadas en ningún caso sobrepasarán la hora de duración.
Para poder hablar con uno de estos sacerdotes pinche AQUÍ

NUEVOS POSTULANTES EN LA ABADÍA DE LA SANA CRUZ DEL VALLE DE LOS CAÍDOS

InfoCatólica


Nuevos postulantes en la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos


En medio de la pandemia y pasado el ruido mediático, la Abadía continúa con su labor espiritual y humana.
(InfoCatólica) La vida de la comunidad benedictina de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos continua al paso de Dios, con ritmo benedictino: «ora et labora». En esto tiempos de pandemia continúan con su callada labor, tanto con su oración como en la atención a los necesitados, directamente y a través de multitud de fieles que participan de las actividades materiales, espirituales y de formación de la abadía.
La pasada festividad de San José tenían la dicha de la toma de hábito de Fr. J. A. M., un joven graduado en Filosofía En octubre, en plena vorágine mediática se incorporaban dos nuevos postulantes, de 29 y 23 años de edad. En la fiesta de la Inmaculada ingresó otro postulante. A finales de noviembre tenía lugar la profesión de votos temporales de Fr. Carlos.

Homilía en la toma de hábito de Fr. J. A. M. (18 marzo 2020, I Vísperas de San José)

Querido Fr. J. A. M.:
Siendo la Filosofía el «amor a la sabiduría», pronto entendieron muchos autores cristianos que la más elevada Filosofía no podía ser otra que la búsqueda y el conocimiento de la verdadera y suprema Sabiduría, la cual se identifica con el mismo Dios y se atribuye de un modo especial al Logos, al Verbo divino, a la persona del Hijo, quien al asumir la naturaleza humana por la Encarnación nos ha facilitado el acceso y la unión al Dios infinitamente sabio. En la literatura patrística del Oriente cristiano son numerosos los autores que comprendieron singularmente la vida ascética y monástica como el prototipo de la auténtica Filosofía.
San Juan Crisóstomo dice así que «los monjes ahora, y antes que los monjes los apóstoles, y antes que éstos los justos de la antigua Ley, fueron trasunto acabado de esta filosofía», entendiendo por «esta filosofía» la vida monástica y, más ampliamente, una vida perfecta, trasunto del Cielo, como la de los ángeles (Contra los impugnadores de la vida monástica, disc. II, 19).
Teodoreto de Ciro considera igualmente a los monjes como filósofos y filoteos, esto es, «amigos de Dios». Según dice, para el monje filoteo, la virtud o la filosofía es el único bien que subsiste y permanece y tiene por objeto la caridad divina; para progresar en la Filosofía, hay que ser un ferviente amante de Dios. Por eso, añade, se le llama «Filosofía», porque Dios es la Sabiduría (sophía) y el verdadero filósofo es también filoteo, es decir, «amigo de Dios». El monje, como filósofo y filoteo, desprecia así todo lo demás para fijarse ya únicamente en el Amado y ponerse a su servicio (Historia de los monjes de Siria, cap. XXXI: Tratado sobre la divina caridad, 15).
También los Padres Capadocios, hombres de profunda formación clásica y especialmente helénica y, por lo tanto, buenos conocedores de la filosofía griega, desarrollaron esta concepción de la vida monástica como verdadera Filosofía. Así, San Gregorio de Nisa, al describir la vida llevada por su hermana Santa Macrina en Annesi, junto al río Iris en el Ponto, dice que allí se vivía una elevada filosofía y que ella guio a su propia madre Emelia o Emelina «hacia un modo de vivir filosófico y espiritual» (Vida de Macrina, 11).
La vida de todos estos filósofos, filoteos o «atletas de la virtud» (según los denominan también varios de estos autores, ya que emprenden una carrera y un combate espiritual), es distinto al de los otros hombres y mujeres y se expresa incluso al exterior en el vestido. Como apunta Teodoreto de Ciro, se trata de un vestido diferente al de los otros hombres, muy rudo (Historia…, cap. XXXI, 3), como ya sucedía en los casos de Elías y San Juan Bautista, quienes, «vestidos de melotas, de pieles de cabras, desprovistos de todo […] erraban en los desiertos, las montañas, las cuevas y los antros de la tierra» (Historia…, cap. III, 1).
Del mismo modo, San Juan Crisóstomo señala el hábito como signo de pobreza y del cambio de vida que implica el monacato y ensalza su valor por encima de las ricas vestimentas de los emperadores, advirtiendo que éstas no les convierten en seres admirables, mientras que «el monje, en cambio, en solo su hábito, lleva muchos motivos para que se le admire» (Contra los impugnadores de la vida monástica, disc. II, 6). De hecho, Nuestro Padre San Benito, a quien el monje Román impuso el hábito (San Gregorio Magno, Diálogos, II, 1), entiende que el abandono de las vestimentas seglares para recibir las monacales conlleva un cambio total de vida (RB 58, 26-28).
En esta tarde, querido Fr. J. A. M., vas a recibir el hábito monástico, signo externo de consagración como lo ha definido el Magisterio reciente de la Iglesia en el Concilio Vaticano II (Perfectae caritatis, n. 17) y por parte de los Papas recientes (Pablo VI, Evangelica testificatio, n. 22; Juan Pablo II, Vita consecrata, n. 25). En tu vida seglar, te has dedicado al estudio de la Filosofía y ahora, como los monjes antiguos, te dispones a vestir el hábito que exteriorizará tu nueva dedicación a la más profunda y excelsa Filosofía, aquella que tiene por objeto al Dios Omnisciente, a la Sabiduría esencial, buscado en una vida de virtud y de combate espiritual en el monasterio a través de la oración, el trabajo, la lectio divina y el estudio.
Para este camino, te propongo que tengas como uno de tus modelos principales a tu santo Patrono, San José, el hombre justo que nos presenta San Mateo, el hombre fiel a Dios y a la Madre de Dios, el custodio del Redentor y de la Madre del Redentor, el hombre casto y puro, el hombre humilde y obediente a la voluntad de Dios, el hombre sencillo y silencioso, el hombre trabajador y servicial (Mt 1,16.18-25; 2,13-15.19-23; 13,55; Lc 1,27; 2,4-7.16.21-24.33-34.39-52; Mc 1,3). Recuerda lo que dice de él Santa Teresa de Jesús: «a este glorioso santo tengo espiriencia que socorre en todas [las necesidades], y que quiere el Señor que ansí como le fue sujeto en la tierra […], ansí en el cielo hace cuanto le pide» (Libro de la Vida, 6, 6); asimismo advierte ella que, «quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino» (Libro de la Vida, 6, 8).
En fin, que la Esposa de San José, la Santísima Virgen María, interceda ante Dios para que te conceda la fidelidad en el camino de tu vida monástica.

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS: MÁS UNIDOS QUE NUNCA




Trabajar por dentro, rezar, acompañar y velar por las personas a las que queremos, lejanas quizá, pero muy cerca de nuestro corazón cristiano. Y por todos. Es un programa de vida espiritual espléndido para estos días duros de confinamiento y cuarentena.
Opus Dei - La comunión de los santos: más unidos que nuncaPhoto by Miltiadis Fragkidis on Unsplash

“No os dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). Son palabras cariñosas de Jesús a sus apóstoles –sus amigos, como le gusta llamarlos— en su despedida terrena antes de encaminarse a su pasión. No quiere que se sientan solos en los momentos difíciles que van a llegar. Es lógico que os pongáis tristes –parece decir— cuando presenciéis mi pasión y muerte en la cruz; pero será una tristeza pasajera. Enseguida “os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 15,11).
La mejor de las compañías
Nada ni nadie quita la alegría de un corazón cristiano que se sabe siempre acompañado por el amor más grande que se pueda soñar. El amor infinito e incondicional de un Dios que me ha creado, redimido y perdonado tantas veces. Un Dios que, por amor, se ha hecho uno de nosotros para hacerse lo más cercano posible, compartir nuestra historia y morir por unos pecados que no fueron los suyos. Un amor que no conoce límites, más fuerte que la muerte. Dios –Jesucristo, siempre vivo­— está a nuestro lado siempre. Lo prometió él explícitamente: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
En esta situación peculiar, difícil ­–con tonos dramáticos—que estamos viviendo con la expansión de la pandemia del Covid-19, las verdades de nuestra fe –como esta de la continua presencia amorosa de Dios a nuestro lado—nos llenan de consuelo y esperanza.
NO ESTAMOS NUNCA SOLOS. JESUCRISTO VIVO ESTÁ A NUESTRO LADO Y NOS ACOMPAÑA SIEMPRE. ES UNA PRESENCIA REAL, NO IMAGINARIA
No estamos nunca solos. Jesucristo vivo está a nuestro lado y nos acompaña siempre. Es una presencia real, no imaginaria. Una presencia poderosa, íntima, cercana. La presencia de Jesucristo que, unido al Padre en el Espíritu, se hace más íntimo a nosotros que nuestra propia intimidad: intimior intimo meo, decía san Agustín con la pasión de la propia experiencia.
Esto días son una ocasión preciosa para mirar adentro, orar, descubrir – o revitalizar— esa presencia de Dios en nuestras vidas. Junto al Hijo, el Padre y el Espíritu Santo, Tres Personas cercanísimas, que me llaman por dentro y por fuera; que me buscan, que abren en nuestra intimidad —cuando sabemos escuchar y aceptar libremente el don— un diálogo apasionante, lleno de luz y de consuelo. Un diálogo que resuena, a veces de modo inefable, en lo más hondo de nuestro espíritu.
Estamos creados para esa compañía. Dios es la mejor de las compañías: la que nos llena de verdad, la que da un sentido nuevo, por el amor, a todas las situaciones, también a esas del dolor y de la muerte que se presentan con su aparente sinsentido desgarrador.
“Si conocieras el don de Dios” (Jn 4,10), decía Jesús a la samaritana, invitándola así a no dejar de buscar. Si estos días de encerramiento forzoso descubriéramos un poco más el don de Dios... La invitación resuena siempre en nuestras vidas, llamándonos —más aún cuando la dificultad arrecia— a buscar sin desfallecer. Cómo nos negará Dios su don si nos sentimos necesitados y lo pedimos y lo buscamos…
La comunión de los santos
Dios nos acompaña también a través de la cercanía de los demás. Una cercanía que va más allá de la presencia física, para adentrarse en los misterios de nuestra unión con Dios. El amor nos une. Qué bien se entiende esto cuando no podemos estar físicamente junto a las personas que amamos. El amor supera los límites de espacio y tiempo para unir a las personas lejanas que se aman de verdad en el Amor que todo lo une, que tiene un rostro de Persona del que todos los demás rostros participan. Es una de las verdades de nuestra fe que rezamos tantas veces en el credo: “creo en la comunión de los santos”.
La comunión de los santos es una realidad maravillosa ­—en cierto modo es la misma Iglesia—por la que todos los creyentes forman un solo cuerpo con Cristo, que es la cabeza. La vida de Cristo en el Espíritu Santo se hace extensiva a todos los que estamos unidos a Él y unidos entre nosotros como miembros de su mismo cuerpo, explica el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. n. 947).
EL AMOR NOS UNE. QUÉ BIEN SE ENTIENDE ESTO CUANDO NO PODEMOS ESTAR FÍSICAMENTE JUNTO A LAS PERSONAS QUE AMAMOS
Así también leemos que la expresión “comunión de los santos” tiene dos significados estrechamente relacionados: “comunión en las cosas santas” y “comunión entre las personas santas” (n. 948).
Los bienes espirituales son un “fondo común” que hay en la Iglesia, unos dones universales e ilimitados porque vienen de Dios en Cristo. Cristo es la fuente inagotable de la que proceden esos bienes: la fe común, la gracia de los sacramentos y los dones, carismas y bienes materiales que se distribuyen entre los miembros del mismo cuerpo de Cristo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 949-952).
El fruto de los sacramentos pertenece a todos. La vida y la gracia que recibe cualquier miembro del cuerpo repercute en el cuerpo entero. Lo bueno que le ocurre a uno es algo bueno que le ocurre a todos los demás.
Cuánto nos puede ayudar esta verdad de nuestra fe a sentirnos muy unidos a todos, especialmente en situaciones difíciles. Lo que yo rezo es un bien para todos mis hermanos en la fe, para todos aquellos a los que amo, aunque estén lejos físicamente, incluso aunque no los conozca. Todo lo que une a Cristo, todo lo que viene de él, es compartido por todos, nos ayuda a todos. Los sacramentos, que en estos momentos en muchos sitios están limitados, están actuando para todos. Aunque solo se celebrara una eucaristía en el planeta, vivimos todos de ella, porque en ella se hace actual la fuente infinita de la redención: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
LOS SACRAMENTOS, QUE EN ESTOS MOMENTOS EN MUCHOS SITIOS ESTÁN LIMITADOS, ESTÁN ACTUANDO PARA TODOS
Mi amor a Dios con una oración serena y confiada, mis devociones a santa María, a san José, a los santos; mi trabajo, mis deberes cotidianos hechos con amor, mis contrariedades llevadas con paciencia… todo es un bien para toda la Iglesia: para mis familiares, mis amigos, mis seres queridos…; también para aquellos que pasan más necesidad, quizá desconocidos, pero nunca ignorados; para los difuntos; ¡para todos! Los enfermos, moribundos, afectados por la situación, están recibiendo la vida de Dios también a través de mi unión con Dios: mi oración, mi penitencia, mi trabajo, mi servicio en casa, mis detalles cotidianos de amor, etc.
El amor que me lleva a procurar un servicio, un consuelo, una atención material es el mismo amor que, con sentido sobrenatural, me lleva a rezar y ofrecer pequeños sacrificios por personas, quizá lejanas físicamente, pero cercanísimas en el corazón de Cristo. Se trata de una ayuda real, y de un amor y de un cariño efectivo.
Más juntos que nunca
“Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él” (1 Co 12, 26-27). Dice el Catecismo: “El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos” (n. 953).
Todos estamos juntos por la participación en la misma vida de Cristo. Todos nos ayudamos, todos nos acompañamos. Todos juntos: con los santos del cielo a los que acudimos como intercesores; con los difuntos que ya nos dejaron y que aún se purifican (por los que rezamos). Todos juntos, unidos a Cristo, los que peregrinamos aquí en la tierra, a veces en medio de dificultades y sufrimientos. ¡Todos juntos!
Con esta realidad de fondo de nuestra fe, qué acompañados nos sentimos, con qué fuerza hemos de actuar, con qué seguridad y confianza. Siempre ha sido una tradición en la Iglesia acudir a la intercesión de los santos a los que tenemos devoción. Y con la fuerza de su compañía y de nuestra unión con Dios, estar pendientes unos de otros, ayudándonos por esta comunión de los santos.
EN ESTA APARENTE INACTIVIDAD,CONTAMOS CON LA POSIBILIDAD DE TRABAJAR MUCHO POR DENTRO Y ACOMPAÑAR A CADA UNO DE VUESTROS HERMANOS EN PELIGRO
San Josemaría, en unas circunstancias durísimas de guerra y persecución, tuvo que vivir un aislamiento forzoso –verdadero hacinamiento—con algunos de sus hijos espirituales. Fue entre los meses de abril y agosto de 1937, en una minúscula estancia de la Legación de Honduras en Madrid, durante la Guerra civil en España. Se conservan algunos textos tomados de su predicación durante aquellos días.
Lleno de preocupación y dolor por tantas personas queridas, físicamente lejanas y desperdigadas por la geografía, sin poder tener contacto alguno con ellas; y al mismo tiempo lleno de serenidad y sentido sobrenatural y confianza en Dios, decía: “Por la comunión de los santos, nunca podemos sentirnos solos, pues constantemente nos llegan alientos espirituales… La consideración de esta realidad nos impulsa a un detenido examen de nuestra conducta en este lugar, que es como una prisión para nosotros. Porque aquí, en esta aparente inactividad, contamos con la posibilidad de trabajar mucho por dentro y acompañar a cada uno de vuestros hermanos en peligro, y velar por ellos” (Notas de la meditación del 8-IV-1937).
NO TENEMOS MÁS REMEDIO QUE RECORTAR NUESTRA ACTIVIDAD, PERO… ¡NO RECORTAMOS NUESTRO AMOR!
Trabajar por dentro, rezar, acompañar y velar por las personas a las que queremos, lejanas quizá, pero muy cerca de nuestro corazón cristiano. Y por todos. Es un programa de vida espiritual espléndido para estos días duros de confinamiento y cuarentena. No tenemos más remedio que recortar nuestra actividad, pero… ¡no recortamos nuestro amor! No cesamos de enviar, a través de esta comunión de vida y de amor en la Iglesia, nuestra ayuda a todos, a toda la humanidad. Manifestamos nuestra cercanía a través de los medios a nuestro alcance. No recortamos, al revés, ampliamos nuestra oración diaria por todos, verdadera ayuda espiritual para los demás. Y nos sentimos acompañados y queridos más que nunca.
Si los santos nos acompañan y nos ayudan desde el cielo —decía san Josemaría en aquella misma ocasión—, con cuánta más razón se ocupará de nosotros nuestra Madre Inmaculada. ¡Qué confianza nos da su intercesión! Y acudimos también a san José, al que Dios puso al frente de su familia en la tierra, para que nos cuide y nos enseñe a cuidar a todos con generosidad, viviendo esta compañía y unión de todos en el amor de Dios.
José Manuel Fidalgo Alaiz

VICARIO EPISCOPAL DE MADRID: "DESDE EL ALTAR DE MI CAMA..."





El vicario episcopal de Madrid Juan Carlos Merino está viviendo estos días las consecuencias del coronavirus. Desde su cama del hospital ha enviado un emotivo mensaje en el que da a conocer su situación y cómo esto le hace saberse «constantemente necesitado de otros y del Otro. ¡Qué gracia es poder vivir con gozo ser necesitado!»
«Ayer pasé un momento delicado por la respiración. Gracias al empeño de la enfermera, Yolanda, una auténtica jabata, salimos adelante. Le dije: “¡Lo has conseguido!”, y ella me contestó: “¡Y encima me pagan!”». Este es el buen ánimo que ha mostrado el sacerdote Juan Carlos Merino, vicario episcopal de la Vicaría VII de Madrid, en un mensaje en el que ha dado a conocer su mejoría tras resultar afectado por el coronavirus hace unos días.
Desde su cama del hospital, y todavía conectado a un respirador, Juan Carlos explica en su mensaje que en estos momentos «tengo que estar sin moverme ni hacer ningún tipo de esfuerzos», pero «son momentos para vivir desde el altar de mi cama las grandes verdades que me sostienen».
Entre estas certezas, Merino afirma saberse «débil, muy débil», ya que «por mí mismo no puedo darme la vida, ni la salud, ni mejorar mi estado de ánimo», lo que le hace saberse «necesitado, constantemente necesito de otros, por mí mismo no soy capaz». Pero, al mismo tiempo, «¡qué gracia es poder vivir con gozo ser necesitado! Soy necesitado de otros, del Otro».
Asimismo, en la debilidad está experimentando «un amor que me hace fuerte: el amor que se hizo débil, el amor que comparte todo lo que estoy pasando, que me entiende, que entregó la vida por mí, el amor de Cristo el Siervo», un amor «consolador, pleno y salvador: el amor de mi Señor, que me llamó para prolongar ese amor como siervo suyo».
A día de hoy, el vicario afirma ante su entorno sentirse «fortalecido por su amor y sostenido por  vuestra oración. Me siento sostenido por la fe de la Iglesia. Me conmueve y emociona ver a tantos y tantos que rezáis por mí. Detrás de tantos detalles, delicadezas, cariño y gestos de bondad que estáis teniendo y que no puedo contestar a todos, veo la fe que me ayudáis a mantener. Vuestra fe es consuelo para mí: lámpara que me ilumina para seguir entregando mi vida para que sigáis creyendo».
«¡Qué regalo estar en la Iglesia! ¡Qué maravilla ser Iglesia!», concluye Juan Carlos Merino. «Estar en comunión de verdad unos con otros, agarraditos a la mano de Nuestra Madre del Consuelo, que nos lleva».
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

TESTAMENTO DE UN CATÓLICO





Solo un intelectual de primer nivel podía ser capaz de escribir un sólido y profundo tratado sirviéndose de la fina ironía. Jean Guitton lo consiguió a través de Mi testamento filosófico, en el que pone forma y contenido a su propio entierro a través de diálogos con personajes a los que trató –san Pablo VI o el general Charles de Gaulle– con otros a los que por obvias razones biológicas no pudo conocer, como El Greco, Dante Alighieri o Blaise Pascal. Y lo hace con un doble objetivo: explicar con rigor al gran público las grandes cuestiones de la existencia a través del hilo conductor que siempre guió la suya: la fe incondicional en Dios y en la Iglesia. Pero no lo hace como lo haría un moralista rígido, sino como un pedagogo. Un estilo que se percibe nítidamente en su conversación. Cuando el matemático convertido en filósofo le pregunta por la indiferencia religiosa de nuestro tiempo, Guitton responde que el hombre «es al mismo tiempo un animal religioso y un animal materialista. Es naturalmente religioso y naturalmente materialista. Por lo que tiene tendencia a fabricar materialismos religiosos y religiones materialistas». Guitton prolonga este argumento cuando Pascal quiere saber su opinión acerca de la agresividad antirreligiosa, otro de los rasgos característicos de hoy en día. Guitton articula su respuesta en dos partes. En primer lugar, que es «menor que en su juventud» (nacido en 1901, vivió la dura puesta en marcha de la laicidad a la francesa) para puntualizar a continuación que dicha agresividad se explica de la misma manera que la indiferencia: «El hombre está resentido con Dios por no estar a la altura de los técnicos. Se siente humillado por haberse visto obligado a pedirle antaño lo que hoy podemos conseguir nosotros mismos», por lo que «ya no soporta la idea de un ser superior, en el que ya no ve la utilidad material».
Estas frases contundentes, sencillas, comprensivas a la vez que reafirman claramente las verdades de la fe, se bastan a sí mismas para explicar por qué Guitton es uno de los pilares de la intelectualidad católica contemporánea y por qué san Pablo VI hizo de él uno de sus interlocutores de referencia. Lo cual no significa que Guitton estuviese libre de todo reproche: sus coqueteos durante la Segunda Guerra Mundial con el régimen de Vichy o su imprudencia al colaborar con científicos de dudosa credibilidad como los hermanos Bogdanoff mancillan levemente su trayectoria. Mejor quedarse con el grueso de su obra, en la que destaca Mi testamento filosófico.
José María Ballester Esquivias

LA SEÑAL DE LA CRUZ, EL INICIO DE TODA ORACIÓN

Catholic.net


Invocamos a la Santísima Trinidad para iniciar la oración en su nombre. Carta Cardenal Norberto Rivera.


Por: Carta del Cardenal Norberto Rivera | Fuente: Catholic.net



Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (I Corintios 1, 17-25).

Es lógico comenzar toda oración con la señal de la cruz. Comenzamos a rezar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén”. Invocamos a la Santísima Trinidad e iniciamos nuestra oración en su nombre. Recordamos así el centro de nuestra fe recibida en el Bautismo (Mateo 28, 19). Al hacer un ofrecimiento de obras al inicio del día para dar un sentido sobrenatural a todas nuestras actividades; al empezar un examen de conciencia que, más que simple contabilidad moral, es un acto de diálogo con Dios, Padre de misericordia; en el inicio del rezo del Angelus; en las primeras palabras de la Misa: siempre está presente la señal de la cruz y la invocación a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de quien procede toda bondad y a cuyo santo nombre nos confiamos.

Rezamos en nombre de Dios y este “nombre” encierra en sí toda la misteriosa realidad de “Aquel que es el que es” (Éxodo 3, 13-15) y no necesita de nada ni nadie. El Catecismo de la Iglesia Católica explica muy bien la profundidad que encierra el nombre de Dios: A su pueblo Israel, Dios se reveló dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la identidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima. Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente... Al revelar su nombre misterioso de YHWH, "Yo soy el que es" o "Yo soy el que soy" o también "Yo soy el que Yo soy", Dios dice quién es y con qué nombre se le debe llamar. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es, a la vez, un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que Él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el "Dios escondido" (Isaías 45, 15), su nombre es inefable (Cf Jueces 13, 18), y es el Dios que se acerca a los hombres. Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el pasado ("Yo soy el Dios de tus padres", Éxodo 3, 6) como para el porvenir ("Yo estaré contigo", Éxodo 3, 12). Dios, que revela su nombre como "Yo soy", se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo (Catecismo de la Iglesia Católica 203 y 206-207).

La señal del cristiano es la señal de la cruz. En ella murió Nuestro Señor Jesucristo para alcanzarnos la salvación eterna. Así, la cruz se ha convertido en signo de esperanza y de victoria. Es el símbolo de la victoria de Jesucristo, una victoria que descubrimos en la resurrección después de haber visto a Jesús sufrir una aparente derrota, la más cruel. La cruz es el icono de Jesucristo y el indicio de la vida eterna que nos espera. Toda esta riqueza de significado hace que mostremos con orgullo y llevemos con amor este instrumento de tortura que para nosotros es mucho más que eso, es un instrumento de amor. La cruz que llevamos y la cruz que señalamos, sobre la frente o el pecho, es símbolo de aquella que nos pide tomar Jesucristo para ser sus discípulos auténticos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 10, 38; 16, 24; Marcos 8, 34; Lucas 9, 23; 14, 27). Los contemporáneos de Jesús no entendieron aquella petición que sólo se aclaró cuando vieron al Maestro morir sobre una cruz y resucitar. Entonces comprendieron que el secreto del seguimiento de Cristo está en morir a sí mismo para tener vida (Marcos 8, 35); perder la vida por Jesucristo y por su Evangelio es salvarla.

En el capítulo 9 (versículos 4-7) del libro del profeta Ezequiel, encontramos un texto enigmático donde aparece por primera vez la señal de la cruz. Es el primer lugar de la Biblia en que se cita esta palabra. Dios envía un castigo contra los idólatras, pero respeta a los que han recibido la señal de la cruz en su frente, aquellos que no compartieron las idolatrías y las abominaciones. En el libro de los Números se nos relata una situación similar que el propio Jesucristo interpreta como un símbolo de lo que será la salvación por la cruz (Juan 3, 14-15). Dios había castigado con mordeduras de serpiente al pueblo de Israel que caminaba por el desierto y no dejaba de quejarse contra Dios. Habían muerto ya muchos israelitas y pidieron perdón a Dios. Moisés intercedió por el pueblo y Dios le dijo que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un mástil. Los que miraran a la serpiente de bronce quedarían curados: “Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (Números 21, 9). Los israelitas tentaron al Señor (I Corintios 10, 9), como tantos hombres lo han seguido tentando y desafiando a lo largo de la historia. La cruz de Jesucristo es la respuesta misericordiosa de Dios a la rebeldía del hombre: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Juan 3, 14-15).

La cruz de Jesucristo es, a la vez, la señal del libro de Ezequiel para los que aman a Dios y están libres de culpa y, al mismo tiempo, la serpiente de bronce de Moisés para que los pecadores puedan volver a Dios. Estos últimos, sin la cruz, estarían perdidos para siempre, sufriendo en sus vidas los efectos de la desobediencia a Dios. Pero Él canceló nuestros cargos (Colosenses 2, 14). Llevar la cruz es llevar el signo de salvación y de vida eterna que Dios nos ha entregado. Hacer la señal de la cruz es manifestar el perdón y la misericordia de Dios. Por ello, en el sacramento de la reconciliación, la absolución de los pecados se acompaña con la señal de la cruz, (Concilio de Trento, 25-XI-1551, Doctrina sobre el sacramento de la penitencia, cap 3. 5 y 6; Dz 896 y 899-902): “La fórmula sacramental: “Yo te absuelvo …”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiesta que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia 31, 2-XII-1984).

La cruz es signo de obediencia. Jesucristo muere en ella por obediencia a la voluntad de Dios. San Pablo lo ilustra perfectamente en el himno cristológico de su epístola a los filipenses: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2, 5-11). San Pablo nos invita a apropiarnos de la humildad y la obediencia de Jesucristo, a hacerlas nuestras. La obediencia humilde es signo de auténtica presencia de Dios en el alma, es indicio de santidad auténtica. La obediencia de Cristo fue la que nos redimió. María también obedeció (Lucas 1, 38). La Iglesia es obediente a la revelación de Dios en Jesucristo y esta obediencia amorosa requiere muchas veces de la cruz vivida por amor. Obedecer es amar (Juan 14, 15; 14, 21; 14, 23; 15, 24) y, muchas veces, es también sufrir, pero este sufrimiento en la obediencia nos asocia a la cruz de Jesucristo y hace más auténtico nuestro seguimiento del Maestro de Nazaret, Dios y hombre a la vez. La cruz sin obediencia es cruz sin Cristo.

La cruz es signo de persecución e incomprensión. Los hombres de tiempos de Jesús querían que bajase de la cruz para creer en Él (Mateo 27, 42; Marcos 15, 32), querían la salvación sin la cruz (Marcos 15, 30), y parece que esta tendencia continúa muy arraigada en el hombre. Así lo señala el Papa Juan Pablo II en el número 1 de la Carta Encíclica Ut unum sint: “¡La cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida, pensando que la cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese”. También a los cristianos nos toca esta tentación de rechazar la cruz. Queremos creer, pero con una fe sin cruces. Queremos salvación, pero salvarnos sin renunciar a nada, mucho menos a nosotros mismos. Volvemos a ver la cruz como un signo de oprobio. Sin embargo, sin cruz, ni la salvación ni la fe son auténticas. Si queremos ser seguidores de Jesucristo, tenemos que aceptar la cruz, pero viéndola ya como un signo de gloria, como san Pablo: “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gálatas 6,14). Es signo de gloria porque en ella está la salvación y el centro de nuestra fe. La primera predicación de la Iglesia, según podemos ver en el anuncio del kerigma en los Hechos de los Apóstoles, se centra en la crucifixión y resurrección de Jesucristo (Hechos 2, 23-24; 3, 15; 4, 10; 5, 30). La cruz es el signo de los verdaderos seguidores de Jesucristo, de los ciudadanos del Cielo (Filipenses 3, 18-21).

Si la señal de la cruz nos distingue como cristianos, hay otro elemento que también nos debe distinguir: aquel por el que todos deben conocer que somos discípulos de Cristo, el amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Juan 13, 34-35). Amar como nos amó Jesucristo significa dar la vida por los demás. Este debe ser el signo de los cristianos. La cruz debe ir siempre acompañada del amor. Jesucristo murió en ella por amor a los hombres y nosotros hacemos de ella un signo del amor de Dios a cada ser humano y de nuestro deseo sincero de imitar ese amor de Dios a cada hombre. El amor a nuestros hermanos nos exige un sacrificio que va unido a la cruz de Cristo, y la cruz de Cristo nos exige una respuesta continua que no puede hacer a un lado el amor al prójimo. La cruz es signo de unidad (Efesios 2, 16), de paz y reconciliación (Colosenses 1, 18-20). Junto a ella encontramos a María, nuestra Madre amorosa, entregada a nosotros por Jesucristo en un acto de amor muy especial (Juan 19, 25-27).

Cuando nos santiguamos haciendo sobre nosotros la señal de la cruz, nos señalamos como miembros de Jesucristo y de su Iglesia; ponemos a Dios en nuestra vida; le ofrecemos lo que somos, hacemos y tenemos. Mostrar la cruz es predicar que hay que morir para tener vida. Los primeros misioneros que llegaron a América usaban cruces grabadas para enseñar la fe. La cruz es signo de fe auténtica, de esperanza cierta, de amor sincero y generoso. Es resumen de la enseñanza de Jesucristo. Todos estos significados sobre los que hemos reflexionado están presentes cuando hacemos la señal de la cruz. Hacer ese signo sobre nosotros o portarlo en el pecho es ofrecer a Dios nuestra vida y manifestar al mundo nuestro deseo de seguir e imitar a Jesucristo. Santiguarse o signarse es la primera oración del cristiano.

EVANGELIO DEL DÍA Y MEDITACIÓN

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Primera lectura

Lectura del libro de los Números 21, 4-9

En aquellos días, desde el monte Hor se encaminaron los hebreos hacia el mar Rojo, rodeando el territorio de Edón.
El pueblo se cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés:
«¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia».
El Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel.
Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo:
«Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes».
Moisés rezó al Señor por el pueblo y el Señor le respondió:
«Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla».
Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida.

Salmo

Sal 101, 2-3. 16-18. 19-21 R/. Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti

Señor, escucha mi oración,
que mi grito llegue hasta ti;
no me escondas tu rostro
el día de la desgracia.
Inclina tu oído hacia mí;
cuando te invoco,
escúchame enseguida. R/.

Los gentiles temerán tu nombre,
los reyes del mundo, tu gloria.
Cuando el Señor reconstruya Sión
y aparezca en su gloria,
y se vuelva a las súplicas de los indefensos,
y no desprecie sus peticiones. R/.

Quede esto escrito para la generación futura,
y el pueblo que será creado alabará al Señor.
Que el Señor ha mirado desde su excelso santuario,
desde el cielo se ha fijado en la tierra,
para escuchar los gemidos de los cautivos
y librar a los condenados a muerte. R/.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Juan 8, 21-30

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros».
Y los judíos comentaban:
«¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: “Donde yo voy no podéis venir vosotros”?».
Y él les dijo:
«Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados».
Ellos le decían:
«¿Quién eres tú?».
Jesús les contestó:
«Lo que os estoy diciendo desde el principio. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me ha enviado es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él».
Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre.
Y entonces dijo Jesús:
«Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada».
Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él.

Reflexión del Evangelio de hoy

Un itinerario de quejas, que ignora la providencia de Dios

Eran frecuentes las quejas en el Israel del desierto. Había en ellas fundamento: el desierto es hostil e inhóspito; Egipto parecía más seguro (sobre todo idealizado desde lejos). Y el pueblo quería seguridades. Por eso murmuraba, no sólo contra Moisés –el líder perceptible-, sino también contra Dios –responsable último de aquellas incomodidades-.
El ciclo se repetía mil veces: protesta airada, castigo pedagógico, conversión forzosa e intercesión de Moisés, perdón y salvación generosos por parte de Dios. Y vuelta a empezar, pasadas unas cuantas dunas. ¡Qué difícil es aprender a confiar cuando uno lo pasa tan mal! Y, sin embargo, el Dios providente no se desentendía: la liberación de Egipto fue definitiva y la tierra prometida se hizo realidad a su debido tiempo.
Esta vez el castigo pedagógico fueron las serpientes, y fue también una serpiente la que facilitó el seguir viviendo (la serpiente era, en algunas culturas antiguas, símbolo de fecundidad y de protección contra fuerzas maléficas y para curar enfermedades). En plena Cuaresma, esa serpiente levantada, antídoto contra el mal, está evocando al Hijo del Hombre del evangelio de hoy, también levantado para ser reconocido e invocado como liberador definitivo de la mayor esclavitud, la del pecado. Somos invitados una y otra vez a la confianza, más allá de la queja y la protesta: Dios es siempre fiel a sus promesas, aunque parezcan lejanas y necesiten una larga paciencia.

Una invitación a descubrir a Jesús, más allá de cualquier controversia

Jesús era un enigma para los judíos, que no acababan de descifrar su identidad. Lo juzgaban desde ‘abajo’, y así les resultaba desconcertante; su origen y su destino eran objeto de frecuentes controversias que no aclaraban nada. Partiendo de los criterios de siempre no era posible discernir su sorprendente novedad.
Era necesario situarse en otro plano, contemplar al Hijo del Hombre desde ‘arriba’, desde la fe, desde la perspectiva de Dios. Era necesario dejar a un lado ‘lo de siempre’ y abrirse a lo nuevo y prometedor. Era necesario recibir, con un corazón bien dispuesto, aquella Buena Noticia que traía de parte de Dios un hombre sin ningún poder, pero dotado de una impresionante autoridad: la de su palabra luminosa y penetrante.
Las dudas sobre él se disiparían definitivamente –lo anticipó él mismo- cuando fuera ‘levantado’ sobre la tierra; entonces se sabría por fin quién era. El sentido de la elevación del Hijo del Hombre sólo puede entenderse a la luz del misterio pascual de su muerte y resurrección. Para el evangelista Juan ése es el momento por excelencia de la glorificación de Jesús: cuando sea elevado sobre la cruz, será elevado también en la gloria y su condición divina aparecerá a los ojos de todos, al mismo tiempo que la verdad de sus palabras.
Preguntémonos sólo estas dos cosas: ¿Hemos descubierto en la cruz de Jesús al enviado de Dios que ha venido a salvarnos? ¿Aceptamos las contrariedades de la vida, con la convicción de que en ellas está siempre presente el mismo Dios que acompañó a Jesús en la cruz?

Fray Emilio García Álvarez
Fray Emilio García Álvarez
Convento de Santo Tomás de Aquino (Sevilla)