viernes, 31 de agosto de 2012

PASADO Y PRESENTE DE LAS AUTONOMÍAS; POR MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ.


(Publicado en Diario de Cádiz). 


EN la crisis de fines del siglo XIX y principios del XX, emergieron los nacionalismos en España. Básicamente, Cataluña y, algo más tarde, el País Vasco, siendo el gallego sólo incipiente. Durante la II República se dieron estatutos de autonomía a las tres regiones, aunque el de Galicia no entrara en vigor, con menores competencias de las reconocidas tras la Constitución de 1978, origen del actual Estado de las Autonomías. 

Al dejar abierta la posibilidad a un modelo capaz de asegurar la autonomía a las tres "nacionalidades históricas" e, incluso, a uno de corte federal, vieja reivindicación de un sector de la izquierda, se pensó que el viejo contencioso nacionalista de nuestro país perdería vigor. 

Nada más lejos de la realidad, según demuestran los hechos, tras casi 34 años de su promulgación. Al poco, comenzaron las presiones políticas para lograr la igualdad entre comunidades, no pocas creadas artificialmente. En argot político: el "café para todos". Total, 17 de diferentes caracteres. 

Desde entonces, ha habido mejoras, pero también graves problemas. Uno, el progresivo adelgazamiento del Estado nacional, al ceder importantes competencias a las comunidades. Otro, unido a él, la creación de un monstruo institucional, con sus respectivos barones al frente, formado por numerosos poderes y organismos de distinta naturaleza, a veces duplicando con sus funciones las estatales o superponiéndose a ellas. Por último, los nacionalismos históricos, lejos de calmarse, han desplegado una lucha incesante, con el telón de fondo de la amenaza separatista, agravada en el caso vasco por el terrorismo. 

¿En qué situación nos hallamos? Hay, sin duda, un argumento de peso para reordenar el Estado: la crisis económica. Sin dinero, las razones ideológicas sirven de poco. Es una baza que el Gobierno puede jugar. Con todo, suscitaría fuertes tensiones; de ahí que no desee entrar en ese campo minado, salvo que se viera forzado a ello. Antes de abrir otro frente, ha de templar el económico, si bien ambos van de la mano. A la oposición, de momento, ni se la espera. 

Un problema es la resistencia de los gobiernos autónomos (no tanto, salvo excepciones, de los ciudadanos). Su protagonismo, su poder y su razón de ser se los deben al actual sistema. Además, muchas personas viven desde hace décadas de puestos generados por sus respectivas autonomías: unos como dirigentes o prebendados, otros -la mayoría- como empleados en sus diferentes tajos. 

Por último, dos comunidades amenazan con la independencia y siguen embarcadas en su "construcción nacional". Los lazos de sus habitantes con el resto de España se han debilitado o desaparecido, tras décadas de ser trabajados por la visión nacionalista de la historia. No cabe esperar que se plieguen a una reducción de su autonomía, considerada por ellas mismas insuficiente. 

Afrontar el tema del Estado requiere fajarse y entrar en un berenjenal. ¿Tiene el Gobierno madera para ello? ¿Es ahora el momento adecuado? Probablemente no lo haga, y busque salida a la crisis económica sin tocar el modelo de Estado, que exige reformar la Constitución. Tratará más bien de llegar a acuerdos puntuales con los gobiernos autonómicos, incluidos los nacionalistas, para afrontar la crisis. Me parece que, si el asunto no se le va de las manos, ésta será la opción. Y si volviese el periodo de vacas gordas, el tema se aplazará sine die. Así, la nación española seguiría en el mismo grado de indefinición presente, a pesar de los éxitos deportivos, y con un grado alto de despilfarro. 

La reforma requiere la reestructuración del sistema. Volver al Estado centralizado no parece posible. Caben, pues, varias opciones, que giran a su vez en torno a dos: devolver competencias al Estado nacional, o aumentar las autonómicas a cambio de que las comunidades se responsabilicen de sus cuentas. La primera exigiría resistir la oposición de algunosbarones, y, sobre todo, de las comunidades históricas. Una fórmula intermedia es distinguir entre éstas, a quienes se dejaría las prerrogativas propias de un Estado confederal, y el resto. En realidad sería reconocer una independencia de facto, sin saber si aplacaría los deseos de una de iure y las reivindicaciones sobre territorios vecinos, sea Navarra, el País Vasco francés o los llamados Países Catalanes. Cabe, incluso, que despierte en otras comunidades veleidades nacionalistas por el agravio comparativo. 

La segunda fórmula pondría a prueba la capacidad de ciertas comunidades para administrar sus recursos, pero establecería diferencias, en algunos casos agudas, entre los miembros de una y otra autonomía, u obligaría a la larga al Estado central a intervenir en ayuda de las que no diesen la talla. En fin, mucho me temo que el viejo problema de España siga vigente por mucho tiempo. ¿Viviremos para verlo resuelto?

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