No se puede escribir con acierto de aquello que no se concibe, que no se comprende. Me refiero a que un padre asesine a sus dos hijos. A sus dos niños, porque tenían seis y dos años de edad. En la película del «bunker» de Hitler hay una escena insoportable. Los hijos de Goebbels duermen. Son cinco. No tienen culpa alguna de que su padre sea un criminal de guerra y su madre una entusiasta aliada del horror. A esos cinco niños no les iba a suceder nada cuando las tropas soviéticas ocuparan el último refugio del enloquecido y vencido «Führer». Pero ellos, los padres, han decidido matarlos antes de su suicidio. Y uno a uno, mientras su madre los besa para despedirlos y desearles las buenas noches, les hace tomar una cápsula llena de muerte y los asesina. Cumplido el trámite, ella y su marido, Goebbels, se quitan la vida. Creen mejor para sus hijos la muerte que una existencia marcada por su condición de hijos de unos indeseables. Pero no se engañan. Matan y se matan. Todo termina en tres minutos. Los Goebbels desaparecen y el mundo sigue sin ellos.
Detrás de ese crimen quíntuple, de ese parricidio frío y calculado, incomprensible e inconcebible, hay una guerra. Una guerra en la que la Alemania nazi es derrotada por los aliados, los Estados Unidos, la URSS, Inglaterra y Francia, fundamentalmente. Una guerra terrible durante la cual, y a espaldas de millones de alemanes que luchan en los frentes de batalla, el Tercer Reich extermina a otros millones de seres humanos por el sólo hecho de ser judíos. Y entre esos millones, miles de niños que acuden a las cámaras de gas de los campos de concentración animados por oberturas de Wagner. Los soldados de las SS ven a los niños entrar en la muerte y disfrutan con el espectáculo. No puede darse perversidad mayor, actitud más abyecta en presumibles seres humanos. Lo mismo harían hoy, si pudieran –y no es un juicio de valor–, los islamistas radicales con los hijos de Israel.
Una guerra es una locura colectiva. Los vencedores de Hitler y jueces de sus horrendos crímenes terminaron exterminando a millones de rusos en los campos de concentración de Stalin, y los americanos dejaron caer sobre Hiroshima y Nagasaki dos devastadoras bombas atómicas. El hombre juzga las locuras de la guerra como tales. Consecuencias de una sangrienta esquizofrenia colectiva que va alimentando el odio a medida que el enfrentamiento se mantiene. Y concluido el horror, llega el tiempo de la venganza, del resentimiento y de la humillación.
Pero el asesinato en frío de dos niños a manos de su padre por una venganza familiar es más inconcebible y aborrecible que toda una guerra. Es un acto de perversidad sin límite. Una aberración. Me pregunto de qué hablaría el asesino con sus hijos cuando los llevaba hacia la muerte. Me pregunto, si al más pequeño, con dos años de edad, tuvo que cambiarle los pañales o dodotis con anterioridad al sacrificio. Me pregunto si los mató previamente o los quemó vivos en esa hoguera que había preparado con frialdad, dotándola de una plancha de hierro para que alcanzara temperaturas infernales. Me pregunto cómo ha podido soportar con semejante cinismo e hipocresía las imágenes de sus niños calcinados. Me pregunto si una persona capaz de tamaña crueldad puede tener en la cárcel un horizonte de libertad, por lejano que sea.
No es oportunismo vano recordar que sociedades democráticas mucho más avanzadas que la nuestra tienen en su Código Penal la pena de muerte y la cadena perpetua. No soy partidario, como cristiano, de la pena de muerte. Además, considero que es una ventaja, un regalo para el criminal. Pero soy partidario de la cadena perpetua, de la prisión de por vida, para los canallas que superan el límite de los delitos concebibles, por tremendos que éstos sean.
Me pregunto si este desalmado, este tipo sin alma ni sentimientos, besó a sus niños antes de masacrarlos. Y todo se me antoja de imposible comprensión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario