García-Margallo fue «Juanista», es decir, un demócrata que defendía una causa perdida que reconciliaba a los españoles
El ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, me cayó muy bien por su primer diálogo informal con su colega británico. Ningún diplomático de los que elogian las cortinas y las tapicerías de los hogares de los embajadores se habría atrevido a ello. Pues nada, que le dijo «Gibraltar español», y el británico respondió con una educada sonrisa. García-Margallo, que está al frente de la diplomacia española, carece de los tics propios de los diplomáticos. Es directo, tiene la voz tronante y le gusta la frase corta. En España, los diplomáticos, a los que tanto respeto y a muchos estimo de veras, hablan con vocación de ensaimadas, y cuentan unas anécdotas larguísimas. Lo de la voz es importante. A Don Juan De Borbón no le gustaba conocer las cosas por informaciones ajenas. Ni los hechos ni a las personas. Estaba en candelero –o en el candelabro, que es lo mismo aunque tanto se lo criticaran a Sofía Mazagatos– Baltasar Garzón por su actuación en la «Operación Nécora», que a la postre, no llegó ni a «Operación Quisquilla». Y me pidió que lo invitara en su nombre a cenar en «Villa Giralda», la madrileña que no la de Estoril. Cenamos aquella noche Don Juan, Francisco Fernández-Nuñez, su Ayudante de la Armada, Santiago Muguiro, Baltasar Garzón y el arriba firmante. El ex-juez estuvo cordial y muy adhesivo. Al día siguiente, Don Juan me hizo un comentario cuyo fondo e intención no se me han olvidado, y en pocas ocasiones falla. «No te fíes de los que tienen aspecto de poseer una voz grave y cuando los oyes por primera vez la tienen de flautín». Por lo demás, elogió a Garzón con su generosidad habitual. García-Margallo tiene la voz que su figura aparenta y promete, y eso genera confianza.
Mereció mi crítica estética semanas atrás cuando acudió a una recepción con el Rey vestido con un traje gris perla, pero me ha asegurado –nos vimos en «La Razón de...Luis de Guindos»– que se lo ha regalado a un vecino que es votante socialista. Podría habérselo enviado al príncipe zulú, Mangoshotu Buthelesi, que nos recibió en su palacio de Ulundi a Antonio Burgos, Pepe Oneto, Luis Del Olmo y otros ilustres colegas, con un traje gris perla, camisa gris perla, corbata gris perla, calcetines grises perla, y zapatos grises perlas. Antonio Burgos, cuando confirmó que Buthelesi no entendía ni patata el español, mientras nos inmortalizábamos para la causa zulú fotográficamente, me hizo este comentario en voz alta. «Los zapatos que lleva puestos este zulú no se atreve a ponérselos en España ni Porrinas de Badajoz». El detalle del ministro de Exteriores de regalar ese traje a su vecino del PSOE se me antoja tan ejemplar que merece por sí sólo el artículo que le dedico.
He conocido diplomáticos de voz tronante, que siempre han dado resultados formidables. Mi querido Juan Luis Pan de Soraluce, conde de San Román, era uno de ellos. Rompía los esquemas y decía todo lo que se le pasaba por la cabeza. O Lojendio, que se presentó en la Televisión castrista, a poco de alcanzar el poder Fidel Castro, para enfrentarse con la palabra a quien hablaba mal de España, cuando la España franquista apoyó en lo que pudo a Cuba y su llamada «Revolución». No sólo le afeó ante las cámaras su deslealtad sino que se atrevió a solapear al comandante. Para mí, que el ministro García-Margallo, en lugar de amonestar y castigar a Lojendio, le habría felicitado y encumbrado a otra embajada de mayor importancia.
Pero algo, que ignoraba, me anima a escribir este artículo. José Manuel García-Margallo, en su juventud, fue «Juanista», es decir, un demócrata que defendía una causa perdida que reconciliaba a todos los españoles. Un «estorileño», como nos definía la prensa del Movimiento, o un «cabrón de Estoril» como nos motejaban los nobles traidores. Y emociona tanto, a estas alturas de la vida, encontrarse con un colega de ideales, que incluso, de no haber regalado el traje gris perla, se lo perdonaría, siempre que no se lo pusiera de nuevo.
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