Nos queda el consuelo de que, hasta dentro de cuatro años, no tenemos que soportar esta larguísima chorradita
Lo peor de los Juegos Olímpicos es siempre la ceremonia inaugural. Un rollo macabeo. Es más divertido ir a una boda y bailar toda la noche con tu propia madre. Admito la espectacularidad, el talento creativo, la belleza plástica y demás tópicos. Pero bastaría con un desfile rápido de las distintas delegaciones y el encendido de la antorcha. Lo demás es bomballa. Y el peligro es creciente, porque el reto de la ciudad organizadora no es otro que el de superar la brillantez de la ceremonia inaugural precedente, de tal modo que en pocos años, la ceremonia dichosa se va a convertir en el eje de los Juegos, y no al revés. En la revista «Punch» se publicó años atrás un dibujo muy divertido de un matrimonio que comía en un restaurante. El plato del marido estaba rodeado de envases de medicinas. Ella le decía: «Arthur, no te olvides de comer durante las medicinas». Lo mismo sucede con estas ceremonias bellísimas y abrumadoras. Plomo derretido. Lo malo es que lo de la antorcha es el espectáculo final, el único que me interesa. Desde niño tengo esa obsesión e ilusión. Quiero ver, antes de mi muerte, cómo tropieza y cae el portador del fuego sagrado del Olimpo, que no es tal, porque el fuego se apaga con la primera lluvia, y el fuego del Olimpo es de un mechero Bic. Creo que fue en la Olimpiada de México cuando estuve más cerca de mi sueño. El atleta portador de la sagrada antorcha llegó al pebetero cansadísimo y los últimos peldaños los superó con serias dificultades.
Desgraciadamente lo hizo y me quedé sin ver el morrón. Se habla mucho del arquero de Barcelona, en los Juegos Olímpicos del 92 que pagamos todos los españoles para que Oriol Pujol, el nene de la ITV, siendo hijo del máximo representante del Rey y del Estado en Cataluña corriera con la pancarta «Catalonia is not Spain». Agua pasada. Pero lo del lanzamiento del arco resultó cómico. La flecha, efectivamente, sobrevoló el pebetero que fue encendido pulsando un botón de ignición. Lo sobrevoló y cayó fuera del Estadio de Montjuich, mientras la sana y apacible masa olímpica aplaudía arrebolada. Comenté en broma, días más tarde, que la flecha había atravesado a una viandante ajena a los Juegos Olímpicos llamada Montse Pirolas y Pirretas, y el arquero se enfadó una barbaridad con quien esto firma. El arquero, Samaranch, Ferrer Salat y compañía. Les faltó un poco de sentido del humor, más aún cuando sabían que la escena fue más teatral que deportiva y que el pebetero lo encendió un botoncito pulsado en el momento oportuno.
Es feo, feísimo, el uniforme de nuestros deportistas y delegados. La Reina se atrevió a ponérselo, y lo mejoró mucho. Pero el uniforme no produjo el estupor esperado, porque los hubo más feos todavía. Otra de las manías olímpicas. Competir en el diseño. Propongo que en la próxima cita, la de Río de Janeiro, se otorguen las primeras medallas de oro, plata y bronce a los modistas de las naciones que desfilen con más elegancia indumentaria. En la ceremonia de Londres, el oro fue para San Marino, la plata para María Sharapova y el bronce para Swazilandia. Me divirtió confirmar que en muchas delegaciones, detrás de su bandera, desfilaban más delegados que deportistas. Es decir, que jetas y gorrones los hay en todas partes, lo cual es un consuelo.
La Reina Isabel II se aburrió de lo lindo. Sus palabras inaugurando los Juegos Olímpicos, que son las reglamentadas por el COI, las pronunció a toda pastilla, para volver pronto a su chalé. Recuerdo al genial «Tip», una noche en la que el grupo formado por Luis Del Olmo ofreció una cena a los Reyes en «Casa Sixto», en la calle de Cervantes. Eran las 11:45 de la noche cuando «Tip» hizo uso de la palabra. «Majestades, les recomiendo que se vayan cuanto antes porque a las 12 cierran el Metro y a ver cómo llegan a La Zarzuela».
Nuestros Reyes saben reír, lo contrario que la Reina Isabel II, que el viernes, al menos, se sintió aburridísima. Compartí con ella, desde la distancia, el sueño y el sopor. La verde colina de los discursos no me pareció muy consistente, y al Presidente del COI tampoco, que no paró de mirar al suelo mientras hablaba Sebastian Coe. Algún día vamos a tener un disgusto de los gordos con decoraciones tan artísticas como frágiles.
Nos queda el consuelo de que, hasta dentro de cuatro años, no tenemos que soportar esta larguísima chorradita. Y para colmo, no se cae nunca el de la antorcha, que el viernes eran siete y ni por esas.
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