Portugal es tierra de personajes solemnes, pero no tristes. Los hay, claro, como en todas las naciones del mundo. Los fados, expresión popular y artística que nace en los lejanos amores de los estudiantes de Coimbra, son bellísimos poemas musicales de melancolía honda, pero no de tristeza. En mis vueltas por el mundo, lo más triste que he conocido ha sido Islandia, y dentro de Islandia, sus ovejas. En la cerretera que une Keflavik, puerto ballenero donde se halla el aeropuerto internacional, y Reijkiavik, la capital islandesa, pastan rebaños de ovejas desacostumbradamente afligidas. Y cuando pasan los coches y autobuses en dirección al aeropuerto, miran apesadumbradas a los vehículos rodantes con particular envidia. Se dice que también son tristes los canadienses haciendo el amor, cumpliendo el fornicio. Que lo más divertido que puede suceder en una cama de Canadá es que se caiga el edredón al suelo. Carezco de experiencia concreta en este asunto y opto por la reserva y la cautela, pero algo puede haber que justifique esa fama. Un amigo mío, gran amante de la naturaleza, se enamoró con locura de una belleza de Montreal, a la que llamaba Mumú. En julio del año 2008 acampó con Mumú en las orillas de un gran río, rodeado de altas y verdes montañas. Por las noches, sistemáticamente, eran visitados por un oso que se hacía con los sobrantes alimentarios de la feliz pareja. Ya en Madrid, manifestaba en su mirada atolondrada una infelicidad profunda, consecuencia de sus añoranzas.
–¿Piensas en Mumú?–, le pregunté; –no, echo mucho de menos al oso–.
He conocido a dos portugueses tristes. A su primer Presidente democrático, Antonio Ramalho Eanes, que era más triste que un pinar en el atardecer. Fue el que, en la carroza Real que le llevaba junto a la Reina de Inglaterra de la estación Victoria de Londres al Palacio de Buckingham, reaccionó de manera inverosímil ante el imprevisto cuesco de uno de los caballos que tiraban de la carroza. La Reina, ante el hedor que invadió el recinto, le pidió perdón desde su condición de anfitriona. «No se disculpe, Majestad, yo creía que había sido un caballo». Y el otro doliente era el estupendo escritor Saramago, que declaró sentirse profundamente triste por la pobreza del mundo cuando le debía, por impago, a la Hacienda española, tres millones de euros. Solbes se lo arregló rebajándole la deuda para que se alegrara un poco.
Me ha sorprendido la tristeza reconocida de Cristiano Ronaldo, que mete goles y no los celebra. «Estoy triste, y en el Real Madrid conocen el motivo». Me gustaría animarlo, porque como buen madridista necesito de su incomparable calidad para mantener mi interés en el fútbol. No debe sentirse abatido el gran futbolista. Pocas personas en el mundo ingresan, como él en España, cincuenta mil euros diarios, sólo correspondientes a su contrato. A ellos hay que sumar su sueldo, sus primas, sus dietas y sus beneficios publicitarios. Tiene una novia infinitamente más atractiva que Mumú, la canadiense del oso. Un prodigio de mujer, y para colmo, sonriente. Entrena dos horas cada día y juega uno o dos partidos a la semana, y lo hace en el club más importante de la Historia del fútbol. Por mucho que lo intento, no doy con la causa de su desdicha y desamparo, pero es sabido que cada ser humano es un mundo aparte, con sus valles y sus barrancos, sus suavidades y sus esquinas. No creo que su tristeza tenga como motivo que se le haya estropeado el coche. Acuda al taller, en tal caso, o cómprese otro similar, aunque no pueda instalar en el salpicadero las fotografías de sus hijos con la leyenda «Papá, no corras», porque no los tiene. ¿Problemas con los electrodomésticos? En verdad que me siento muy preocupado por su tristeza. Fuerza, coraje, entereza y optimismo es lo único que puedo recomendarle. Lo suyo tiene que ser horrible.
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