Los bravos guerreros medievales, en los momentos previos a su marcha para combatir con el enemigo, adaptaban a sus mujeres un terrible artilugio conocido como «cinturón de castidad». Muy bravos, pero desconfiados e inseguros. Ellas soportaban con estoicismo el nada higiénico y torturador chisme hasta que el bravo guerrero retornaba victorioso o derrotado, o no lo hacía por haber caído en el fragor de la batalla. En tal caso, a las mujeres las liberaban del horror, no sin antes advertirles que durante el luto –el luto duraba casi una vida–, el placer y el amor serían castigados con contundencia.
Bolas encadenadas a los pies de los presos, suavizadas por el humor de Charlot. El hombre siente la necesidad de controlar de manera brutal aquello que parece ser incontrolable. Ahora, a los maltratadores de mujeres se les aplica una pulsera magnética que les impide acercarse a la mujer maltradada. No siento compasión alguna por la incomodidad que la pulsera debe causarles, porque los maltratadores son unos cabrones con pintas, y hay muchas pulseras esperando.
Tengo una imagen que de cuando en cuando vuelve a proyectarse en mi memoria. Tuve la fortuna, meses atrás, de toparme con un lince en una dehesa, ya falda menguante o creciente –según se mire–, de Sierra Morena. El lince se sabe intocable y no se oculta ante la presencia del hombre. Un animal portentoso, bellísimo, fuerte y escaso. Llevaba rodeando su cuello un infame collar que destrozaba toda su estética de criatura libre. Ese collar, según me han dicho, gusta mucho a los ecologistas coñazo porque informa de la ubicación del felino. Me pregunto si el ser humano, que tanto ha desarrollado las ciencias en los últimos siglos – razón le sobraba a don Hilarión, el golfo boticario de «La verbena de la Paloma»–, no ha encontrado la fórmula de vigilar la libertad de los linces con un artilugio menos traumático. Un «chip» subcutáneo, por ejemplo, que ofrezca toda la información de los movimientos y vida del lince sin necesidad de torturarlo con ese collar desmedido y chapucero. La dehesa empinada, madroños disputando el territorio a las encinas, un amplio alcor, un medido terraplén hasta los médanos de un regato, y ahí el lince, mirando con fijeza al ser humano que lo sorprende, como diciéndole: –Mira lo que me han puesto los cretinos incompetentes de tu especie–. Interpreté su manifestación y le concedí la razón plena.
El buenismo ecologeta coñil también tortura a los animales. Esa pesca «sin muerte» de truchas, salmones e incluso, atunes y merlines. Con un atún de doscientos kilógramos, una lucha de dos horas para embarcarlo, la foto de rigor y de nuevo a la mar, con la boca destrozada. No come en días. Las truchas pescadas «sin muerte» mueren a las pocas semanas como consecuencia de la herida. Arremeten contra las corridas de toros, esos maravillosos animales de ganadería, señores de las dehesas, alimentados artificialmente y muertos a los cuatro años en una danza honda de arte y defensa, y no señalan a quienes limitan la libertad y vida de otras especies amenazadas con la hipocresía disfrazada de bondad y ciencia.
Un lince con collar es un prisionero en su territorio. Digan lo que digan los responsables de la tortura, el lince se siente disminuido, humillado y limitado en sus movimientos y acciones. La Ley obliga, pero habría que solicitar a la Ley la búsqueda de otros elementos para controlar la vida de los linces. Van a terminar convirtiendo las sierras en enormes zoológicos con la libertad hipotecada. –Mira lo que me han puesto esos torturadores–. Y a callar, claro.
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