La Prensa ha recogido, desde diversos ángulos, la conmemoración del octavo centenario de la que llamamos Batalla de las Navas de Tolosa. Es lógico, ya que puede establecerse un paralelismo entre aquella situación y la que ahora se dibuja: una reforma interna en el islam había conducido a una conciencia de extremado peligro. En 1188 los almohades berberiscos de Occidente habían abierto la brecha de Alarcos; por encima del mar de Tiberiades, en la meseta de Hattin, Saladino y los turcos seleucidas habían barrido la poderosa caballería del Temple. De modo que en las Navas, al cerrar la brecha y emprender la etapa final de la Reconquista, los reinos españoles habían salvado a Europa. Pero, inmediatamente, aparece entre nosotros la pregunta: ¿qué Europa? Para responder a ella es imprescindible poner la vista en la lejana retaguardia en la que se estaba gestando el mundo nuevo. No olvidemos: la Batalla y la Carta Magna son acontecimientos coetáneos. Y allí estaba la clave del futuro.
Lo importante no estaba en las herraduras del caballo navarro que saltó las cadenas, sino en el silencio en que se envuelve la retaguardia. Pues en 1188 tenemos la primera noticia de la celebración de las Cortes de León, inicio de asambleas que llevan a ese signo distintivo de la europeidad que es el parlamento, la estrecha unión entre poder soberano y comunidad humana. A Burgos había llegado una niña, Leonor, educada profundamente en Normandía, y destinada a ser reina de Castilla como esposa de Alfonso VIII, protagonista de la batalla. Sin su apoyo, sin su inspiración y sin su aliento probablemente no se hubiera llegado a la victoria. Los antecedentes de la niña no podían ser peores: su padre, Enrique II, y su madre, Leonor de Aquitania, en Inglaterra y Francia, habían dado muestras de todo lo que no es recomendable. Pero Dios escribe, aunque derecho, con renglones torcidos. Una de las decisiones de Leonor será dedicar una capilla en la catedral de Toledo a Santo Tomás Becket; de este modo pretendía pagar la deuda de su padre, asesino del arzobispo de Canterbury.
Educada en el espíritu cisterciense, Leonor aportaba una concepción esencial nacida de las enseñanzas de San Bernardo: si María, Virgen y Madre, es la más perfecta de las criaturas, tenemos que admitir que los valores que enmarcan la feminidad en ambas dimensiones constituyen el eje sobre el que se edifica la sociedad. Leonor también fundó las Huelgas de Burgos, un monasterio que sería también tumba de reyes, y cuya abadesa gozaba de tantos poderes como los de un obispo, exceptuando el de impartir los sacramentos. Un ejemplo que sería después reproducido en los otros reinos y que forma parte de lo que los historiadores llamamos revolución de la femineidad. Que no es lo mismo que el feminismo de nuestros días, ya que este último trata de asignar a la mujer las mismas dimensiones que al varón, olvidándose de sus propias esencias.
Pues bien, hijas de Leonor fueron Berenguela y Blanca. La primera casada en León, heredera de Castilla, pondrá en marcha, con la unión de estos dos reinos, el modelo de la que será Monarquía católica española. Los monarcas castellanos, que no eran coronados sino proclamados por las Cortes, acudían a las Huelgas para ser armados caballeros por medio de una estatua de Santiago con brazo movil. Berenguela es la madre de san Fernando. Y Blanca fue enviada a Francia para ser reina y, sobre todo, para ser la madre de san Luis. Leonor es, pues, la abuela de los dos reyes santos que tanto hicieron por la construcción de Europa. Hablamos de la gran paz, referida a estos años, y también de la continuidad en una obra de creación. Hermano de Leonor era Ricardo aquel que llamaron Corazón de León. Que no nos engañe sir Walter Scott. En Tierra Santa, como en Inglaterra, su reinado es un fracaso.
El siglo XII estaba significando, pues el comienzo de una maduración que haría de la cultura europea la más importante del mundo; poco a poco todas las demás culturas trataron de aproximarse a ella. Y, luego, con América, se extenderían las bases fundamentales de su territorialidad. Esa era, pues, la Europa defendida en las Navas: aquella que reconoce en el ser humano una persona dotada de los tres derechos naturales –vida, libertad y propiedad–, a los que deberíamos tener buen cuidado en volver ya que se hallan en peligro. Naturalmente se trataba únicamente de un primer paso ya que las huellas del sistema vasallático seguían siendo fuertes. Pero poco a poco –y la participación española fue muy importante– se consiguió avanzar. Las leyes españolas inspiradas en el Derecho romano y la ciencia estimulada por el retorno de Aristoteles gracias a los Traductores de Toledo indicaban una marcha hacia el futuro, aquel que llamamos humanismo.
Hoy corregimos un riesgo: abrumados por las difíciles circunstancias económicas que no son consecuencia de la pobreza, sino, al contrario, de no haber sabido ordenar éticamente los esquemas de la sociedad capitalista, podemos caer en el peligro de olvidar lo que Europa es: un patrimonio espiritual heredado y construido durante muchos siglos y que, pese a las dificultades, a veces gravísimas, no ha dejado nunca de crecer. Es importante que los políticos no se dejen monopolizar por las preocupaciones económicas. Lo que la sociedad de nuestros días necesita, como ya sucedió en ocasiones anteriores, para salir de una depresión, es un retorno al ser humano, a sus virtudes, en definitiva, al humanismo. Un nuevo humanismo debe acompañarnos en este esfuerzo para la construcción de esta Europa que necesita ser salvada como en 1212.
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