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Opinión
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A los cincuenta años del Vaticano II
la tribuna
A los cincuenta años del Vaticano II
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EL Concilio Vaticano II abrió sus puertas hace casi medio siglo, el 11
de octubre de 1962, en medio de la sorpresa de unos y la satisfacción de otros.
Fue un acontecimiento internacional. Su desarrollo no estuvo exento de
tensiones y momentos difíciles. Al término de los tres años cerraba sus
sesiones. Y lo hacía coincidiendo con una profunda mutación en marcha dentro
del mundo occidental. Los años sesenta impulsaban un cambio radical de la
conciencia del hombre acerca de sí mismo, de su relación con la religión, la
autoridad o la familia. A partir de
entonces pocas cosas continuarán siendo como antes y, al mismo tiempo, se
abrirán importantes fisuras en la sociedad.
Recibido con expectación por los medios internacionales de comunicación y por
los espíritus liberales de la Iglesia, no tardaría mucho en despertarse en unos
y otros la insatisfacción, a pesar de la rápida implantación, si lo comparamos
con los tempus habituales de la Iglesia, de los decretos conciliares en las
diferentes diócesis, así como de la nueva imagen que se proyectó (liturgia
renovada, desaparición de la sotana, llamada al compromiso terreno, etcétera).
La pretensión de hacer del Vaticano II un necesario primer paso para dirigirse
hacia otra cosa ha acompañado toda la época posconciliar hasta hoy. Sin
embargo, la Iglesia se presentará ante ese mundo en profundo cambio con una faz
más alegre y juvenil, pero también con un mensaje mucho más desdibujado. Esta
situación tenía lugar justo cuando el hombre contemporáneo parecía más
necesitado de orientación, y los retos en marcha, tanto desde dentro (una
fuerte secularización unida a la pérdida de la identidad católica tradicional),
cuanto desde fuera (un Occidente gradualmente desvinculado de sus raíces y para
el que la fe cristiana se estaba convirtiendo en un elemento extraño), iban
acrecentando su desafío.
La cosecha conciliar ha sido grande sin duda en la comprensión del hombre de
hoy, del valor de la libertad, en el acercamiento a otras iglesias cristianas y
religiones y en el compromiso social; pero débil en espiritualidad y fortalecimiento
de la fe cristiana, así como en el respeto a la autoridad magisterial, asuntos
sin duda fundamentales de su razón de ser y naturaleza. Hoy la Iglesia se
enfrenta a uno de sus momentos más difíciles, en medio de un mundo occidental
indiferente en materia religiosa, celoso de su autonomía, absorbido por las
preocupaciones materiales e incurso en un progresivo rechazo de lo cristiano.
Es todavía demasiado temprano para saber cómo afectará a las masas la
asimilación de una vida cuyo sentido no parece ir más allá del de una gestión
placentera, o lo más indolora posible, del paso por la tierra. Por parte de la
Iglesia, no resultará nada fácil mantener una actitud de acogida a la par que
de firmeza frente a la deriva relativista y, con frecuencia, autolesiva del ser
humano de nuestro tiempo.
La acción de los dos últimos papas se ha dirigido a reforzar los lazos de la
Iglesia con su rica tradición y clarificar la doctrina, sin dejar por ello de
apelar al diálogo entre la fe y la razón y llamar a los hombres al regreso a
Dios. En los escasos años que sobrevivió a la clausura del Concilio, ya lo
intentó en parte, no sin dolor, Pablo VI (recordemos sus encíclicas y su
Credo), lo ha continuado con fuerza y perseverancia Juan Pablo II, y sigue en
esta línea el Papa actual.
Los pasos son de extrema cautela, graduales, como corresponde a la complejidad
del momento. La sensibilidad de quienes, seglares o consagrados, se
acostumbraron a una convivencia sin grandes fisuras con el mundo, a
experiencias comunitarias adaptadas a intuiciones personales, o buscan una
ruptura con los casi veinte siglos de magisterio eclesial, es aún viva. Papa y
obispos están obligados a reforzar la unidad de la Iglesia, trabajando, sobre
todo, con las nuevas generaciones, no afectadas por los resabios surgidos al
hilo del posconcilio; a afrontar igualmente los profundos retos de nuestro
tiempo con coherencia doctrinal y de vida, y una tenaz perseverancia, mientras
se sigue enviando a los hombres un mensaje de esperanza. En la medida que la
línea ya iniciada prospere, la Iglesia podrá afrontar el futuro, difícil para
la fe cristiana, con unos resultados más satisfactorios.
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