No soy de ferias. He estado algunos años en Sevilla durante la Feria, y no la he pisado. Me agobia el cansancio revolero del baile por sevillanas. Literariamente me considero andaluz. Me apasiona la narrativa andaluza, la riqueza de su lenguaje, y eso, el donaire, la ráfaga inesperada. Los hermanos de las Cuevas, Fernando Villalón, Rafael de León, Manuel Halcón, Aquilino Duque… En la actualidad, Burgos, Camacho, Reyero…
Escriben como los ángeles los andaluces, y su toponimia es poesía pura. Alcalá de los Gazules, Zahara de los Atunes, Arcos de la Frontera, el Puerto de Santa María… El poeta, en Andalucía, sólo tiene que saber juntar las palabras porque nace con la poesía puesta. Se pasa de los olivares a Sierra Morena y el poema está escrito. Lo difícil es escribir un soneto al puerto de Echegárate o a las cuevas de Zugarramurdi, donde todavía están buscando a las brujas. Sucede que Sevilla, durante la Feria, es gloria bendita, porque se vacía. Se llena y se vacía, se va y se vuelve de la Feria, y hasta el Puente de Triana llegan los golpes de viento de sudor y rebujito.
Conozco a sevillanos que no salen de la Feria mientras la Feria dura. Y a otros que van a la Feria, un poquito al mediodía, algo desganados y con muchas ganas de volver a su Sevilla normal, la de todos los días. Me atrevo a aventurar que a Antonio Burgos no le entusiasma ni la Feria, ni el bullicio, ni dar palmas y menos aún, bailar por sevillanas, que hasta hace pocos años no era baile de hombres. Pero en la Feria de Sevilla luce el talento natural, y la gracia, y también el malaje – el mal ángel– de la ciudad encantada, mucho más romana que mora, aunque alguno no se haya enterado todavía. Y ese gusto por la diversión, el baile, la gracia hablada, el jamoncito, el pescado frito y los langostinos de Huelva o de Sanlúcar, son parte y sustancia de una filosofía antigua, sabia, popular y profunda.
He visto imágenes del encendido y de la Feria que se acaba de inaugurar. Y me ha admirado la alegría compartida de los sevillanos en un año de muy difícil gozo. En Andalucía se ha establecido un régimen del Frente Popular, y eso no sólo suena muy mal, sino que asusta. Pero la Feria es paréntesis de preocupaciones y desahogo de angustias. Este año, más que otros, Sevilla tiene todo el derecho a divertirse. De repente, se le ha venido 1936 encima, y aún así, se dan palmas, se baila y se sonríe. Tienen los andaluces una Junta que ha metido la mano en la caja con espectacular eficacia. Los socialistas se lo han llevado crudo, pero van a seguir gobernando porque un buen socialista gobernará siempre aunque sea con el apoyo del resentimiento de otro siglo. Porque el Partido Comunista –lo de Izquierda Unida es para despistar– ha evolucionado en España menos que la momia de Lenin, a la que Antonio Burgos y quien firma rendimos pleitesía una mañana moscovita de frío intenso, poco después de alcanzar un acuerdo fundamental. «Compadre, esto de Moscú es bastante chungo, y además, no me recuerda nada a Jerez»; «Nada, nada, nada, compadre». Y nos quedamos felices con nuestra sutil apreciación mientras veíamos la momia del asesino, que tenía mucho mejor color que la de los rusos vivientes y coleantes.
Los comunistas andaluces no se diferencian en nada de los comunistas manchegos o asturianos o madrileños. Llevan en sus entrañas el odio al que triunfa, al que trabaja, al que emerge de la mediocridad. Quieren los campos ajenos e implantar en Andalucía planes quinquenales. Y no lo dicen, porque estaría feo, pero alguno sueña con repetir las experiencias de la Brigada del Amanecer. Y aún así, con el Frente Popular en la cresta, Sevilla baila, y ríe y canta.
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