Desde hace unos días todas las escuelas francesas sostenidas con fondos públicos han dispuesto a la entrada de los centros su correspondiente Carta de la Laicidad.
Las autoridades educativas francesas no han concedido a esta carta un valor normativo, se trata de un documento simbólico que debería ser leído junto a la Carta a los maestros que el ex-presidente Sarkozy envió a todos los maestros a primeros de septiembre de 2007. A diferencia de la Carta de laicidad que presenta una laicidad de abstención, la de Sarkozy plantea una laicidad de deliberación pública. Dos laicidades muy diferentes que responden a dos formas distintas de enfocar el papel de las confesiones religiosas en la escuela.
La laicidad de abstención hunde sus raíces en cierto laicismo de combate propio de tradiciones que consideran las confesiones religiosas como obstáculos para el progreso de los valores ilustrados y modernos. No cuestionan la libertad religiosa como derecho individual y siguen considerando a los creyentes como ciudadanos que viven en la oscuridad de los mitos porque no se han atrevido a dar los pasos necesarios hacia la claridad que proporciona la racionalidad metódica moderna.
A diferencia de los no creyentes, que no están obligados a justificar la racionalidad (o irracionalidad) de sus convicciones para participar en los espacios de deliberación pública, a los creyentes se les exige pericia en el arte de la separación para que su participación pública sea verdaderamente racional, científica e ilustrada. Con ello se exige una sobrecarga de legitimidad que ha sido denunciada recientemente por pensadores tan poco sospechosos de conservadores como Habermas.
Cuando Sarkozy pedía que la escuela permaneciera laica era porque reclamaba el respeto mutuo y porque “abre un espacio de diálogo y de paz entre las religiones, porque es el medio más seguro de luchar contra la tentación del aislamiento religioso… no hay que dejar el hecho religioso a las puertas de la escuela”. Estamos ante una laicidad que abre la escuela al diálogo, al debate y la reflexión pública.
Debemos hablar de una laicidad para crecer donde la imparcialidad de las administraciones públicas tenga que ser entendida desde el principio de la cooperación mutua o mutuo entendimiento entre confesiones religiosas. De esta forma, las administraciones públicas facilitarían la concordia, el pluralismo y no necesitarían ninguna religión civil; recuperarían su sentido originario de servicio público al bien común.
Agustín DOMINGO MORATALLA
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