“Fidelidad y perseverancia vocacional en una cultura de lo provisional” es el tema de la Jornada de estudio que tuvo lugar el martes 29 de octubre en el Antonianum de Roma. En el encuentro participaron el cardenal João Braz de Aviz, prefecto de la Congregación de los Institutos de Vida consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, y el arzobispo secretario del dicasterio, José Rodríguez Carballo, el cual tuvo una intervención sobre “La fragilidad vocacional, ¿cuál es la responsabilidad de las instituciones de la vida consagrada?” de que publicamos la parte inicial, dedicada al análisis de las causas de fenómeno de los abandonos de la vida religiosa, y las conclusiones.
Desde hace tiempo se habla de “crisis” en y de la vida religiosa y consagrada. Para justificar este diagnóstico, a menudo se recurre al número de abandonos, que agudiza la ya de por sí alarmante disminución de las vocaciones, que afecta a un gran número de institutos y que, si sigue así, pone en serio peligro la supervivencia de algunos de estos.
No entro aquí en el debate sobre si la “crisis” de la que se habla es positiva o no. Es verdad, sin embargo, que teniendo en cuenta el número de abandonos y que la mayoría de estos tiene lugar en edades relativamente jóvenes, este fenómeno es preocupante. Por otra parte, considerando el hecho de que la hemorragia continua y no da signos de detenerse, los abandonos son ciertamente síntomas de una crisis más amplia en la vida religiosa y consagrada, y la cuestionan, por lo menos en la forma concreta en que se vive.
Por todo esto, aunque es cierto que no podemos dejarnos obsesionar por el tema — toda obsesión es negativa — también es cierto que ante el problema no podemos “mirar a otra parte” o “esconder la cabeza debajo del ala”. Por otra parte, aunque es cierto, también, que hay muchos factores socioculturales que influyen en el fenómeno de los abandonos, también es cierto que no son la única causa y que podamos referirnos solo a ellos para tranquilizarnos y para explicar este fenómeno, hasta llegar a ver como “normal” lo que no lo es.
No es fácil saber con precisión el numero de cuántos abandonan cada año la vida religiosa y consagrada, también porque hay datos que van a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, otros que se envían a la Congregación para el Clero y otros que acaban en la Congregación para la Doctrina de la Fe. En todo caso, las cifras de que disponemos son consistentes, como de puede ver de los datos que nos ofrecen las dos primeras Congregaciones.
Nuestro dicasterio, en 5 años (2008–2012), ha dado 11.805 dispensas: indultos para dejar el instituto, decretos de dimisiones, secularizaciones ad experimentum y secularizaciones para incardinarse en una diócesis. Se trata de una media anual de 2.361 dispensas.
La Congregación para el Clero, en los mismos años, ha dado 1.188 dispensas de las obligaciones sacerdotales y 130 dispensas de las obligaciones del diaconado. Son todos religiosos: esto hace una media anual de 367,6. Sumando estos datos con los demás, tenemos los que siguen: han dejado la vida religiosa 13.123 religiosos o religiosas, en 5 años, con una media anual de 2.624,6. Esto quiere decir 2,54 sobre cada 1000 religiosos. A estos hay que añadir todos los casos tratados por la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Según un cálculo aproximado pero bastante seguro, esto quiere decir que más de 3.000 religiosos o religiosas han dejado cada año la vida consagrada. En el cómputo no se han incluido los miembros de las sociedades de vida apostólica que han abandonado su consagración, ni los de votos temporales.
Ciertamente los números no son todo, pero sería de ingenuos no tenerlos en cuenta.
Antes de indicar algunas de las causas de los abandonos, creo que es oportuno decir que es casi imposible conocer dichas causas con exactitud. ¿El motivo? Es muy sencillo: no tenemos datos totalmente fiables. A veces, una cosa es lo que se escribe, otra bien distinta lo que se vive. Además en muchos casos, lo que dicen los documentos, de los que se dispone al término de un procedimiento, no necesariamente coincide con la verdadera causa de los abandonos. Sin embargo, por la documentación que posee nuestro dicasterio, se pueden señalar las siguientes causas:
Ausencia de la vida espiritual – oración personal, oración comunitaria, vida sacramental – que conduce, muchas veces, a centrarse exclusivamente en las actividades de apostolado, para seguir así adelante o para encontrar subterfugios. Muy a menudo, esta falta de vida espiritual desemboca en una profunda crisis de fe, para muchos la verdadera y más profunda crisis de la vida religiosa y consagrada y de la misma vida de la Iglesia. Esto hace que los votos ya no tengan ningún sentido – en general antes del abandono hay graves y continuas culpas contra ellos – y ni siquiera la propia vida consagrada. En estos casos, obviamente, el abandono es la salida “normal” y más lógica.
Pérdida del sentido de pertenencia a la comunidad, al instituto y, en algunos casos, a la misma Iglesia. En el origen de muchos abandonos hay una desafección a la vida comunitaria que se manifiesta: en la crítica sistemática a los miembros de la propia comunidad o del instituto, particularmente a la autoridad, que produce una gran insatisfacción; en la escasa participación en los momentos comunitarios o en las iniciativas de la comunidad, a causa de una falta de equilibrio entre las exigencias de la vida comunitaria y las exigencias del individuo y del apostolado que se lleva a cabo: en buscar fuera lo que no se encuentra en casa...
Los problemas más comunes de la vida fraterna en comunidad, según la documentación a nuestra disposición, son: problemas de relación interpersonal, incomprensiones, falta de diálogo y de auténtica comunicación, incapacidad psíquica de vivir las exigencias de la vida fraterna en comunidad, incapacidad de resolver los conflictos...
En lo que respecta a la pérdida de sentido de pertenencia a la Iglesia, a veces, se produce por la falta de verdadera comunión con ella, y se manifiesta, entre otras cosas, en no compartir la enseñanza de la Iglesia en temas específicos como el sacerdocio de las mujeres y la moral sexual.
Todo esto acaba con la pérdida del sentido de pertenencia a la institución, llámese comunidad local, instituto religioso o Iglesia, que se considera sólo en la medida en que puede servir para satisfacer los propios intereses: por ejemplo, la casa religiosa, muchas veces, se considera como un “hotel” o una simple “residencia”. La falta de sentido de pertenencia lleva, a menudo, también a abandonar físicamente la comunidad, sin permiso alguno.
Siempre me ha asombrado ver a religiosos que abandonan la vida religiosa o consagrada con toda naturalidad, incluso después de muchos años, sin que esto suponga drama alguno. Está claro que no dejan nada, porque su corazón estaba en otra parte.
Problemas afectivos. Aquí la problemática es muy amplia: va desde el enamoramiento, que concluye con el matrimonio, a la violación del voto de castidad, sea con repetidos actos de homosexualidad – más habitual entre los hombres, pero igualmente presente, más de lo que se piensa, entre las mujeres – sea con relaciones heterosexuales, más o menos frecuentes. Otras veces, los problemas afectivos tienen una clara repercusión en la vida fraterna en comunidad, pues afectan al mundo de las relaciones, provocando continuos conflictos que acaban por hacer invivible la comunidad. Finalmente, los problemas afectivos pueden ser tales que se llegue a la convicción de no poder vivir la castidad y se decide, también por motivos de coherencia, abandonar la vida consagrada.
Cuando se busca determinar las causas o proponer orientaciones, creo que es necesario hacer una radiografía, aunque breve y limitada, de la sociedad de la que proceden nuestros jóvenes, los jóvenes que se dirigen a nosotros, así como de las fraternidades que les acogen .
Lo primero evidente a todos es que estamos en un mundo en profunda transformación. Se trata de un cambio que lleva consigo el paso de la modernidad a la post-modernidad. Vivimos en un tiempo caracterizado por cambios culturales impredecibles: nuevas culturas y subculturas, nuevos símbolos, nuevos estilos de vida y nuevos valores. Todo sucede a una velocidad vertiginosa.
Las certezas y los esquemas interpretativos globales y totalizantes que caracterizaban la edad moderna han dejado sitio a la complejidad, a la pluralidad, a la contraposición de modelos de vida y a comportamientos éticos que se han enredado entre sí de forma desordenada y contradictoria: son todas características de la era post-moderna.
Mientras en la modernidad existía la plausibilidad de un proyecto global, de una idea matriz, de un “norte” como faro del comportamiento, el momento actual se caracteriza por la incertidumbre, por la duda, por el replegamiento en lo cotidiano y en lo emocional. Así, se hace difícil comprender lo que es esencial frente a lo que es secundario y accidental.
Esto produce en muchos: desorientación frente a una realidad que se presenta tan compleja que no se puede abarcar; incertidumbre por la falta de certezas sobre las que anclar la propia vida; inseguridad ante la falta de referencias seguras. Todo ello se une a una gran desilusión frente a las preguntas existenciales, consideradas inútiles, ya que todo es posible, y lo que hoy existe, mañana deja de existir.
Nuestro tiempo es también un tiempo de mercado. Todo se mide y se valora según su utilidad y rentabilidad, también las personas. Éstas, en términos de mercado, valen en cuanto que producen, y valen en cuanto que son útiles. Su valor oscila, por tanto, según a la demanda. Esta concepción mercantilista de la persona llega a privilegiar el hacer, la utilidad, e incluso la apariencia sobre el ser.
Vivimos, también, en un tiempo que podemos definir como el tiempo del zapping. Zapping, literalmente, significa: pasar de un canal a otro, sirviéndose del mando a distancia, sin parase en ninguno. De forma simbólica, el zapping significa no asumir compromisos a largo plazo, pasar de una experiencia a otra, sin hacer ninguna experiencia que marque la vida. En un mundo donde todo está al alcance, no hay sitio para el sacrificio, ni para la renuncia, ni valores de este tipo. En cambios, estos están presentes en la elección vocacional, la cual exige, por lo tanto, ir contracorriente, como es la vocación a la vida consagrada.
Por último, hay que señalar también que en el mundo en que vivimos, y en estrecha conexión con eso que hemos llamado “mentalidad de mercado”, domina el neo-individualismo y la cultura del subjetivismo. El individuo es la medida de todo, y todo es visto, medido y valorado en función de uno mismo y de la propia autorrealización. En un mundo así, en el que cada uno se siente el único por excelencia, con frecuencia no existe una comunicación profunda. El hombre actual habla mucho, aparentemente es un gran comunicador, pero en realidad no consigue comunicar en profundidad y, en consecuencia, no consigue encontrar al otro.
Como conclusión de nuestra reflexión nos planteamos esta pregunta: en una sociedad como la nuestra, ¿es posible permanecer fieles a una opción de vida que, como punto de partida, está llamada a ser definitiva e irrevocable?
La respuesta me parece sencilla si tenemos en cuenta a tantos consagrados que viven alegremente la fidelidad a los compromisos asumidos en su profesión. En todo caso, para prevenir los abandonos, sin figurarnos que podremos evitarlos totalmente, creo necesario lo siguiente.
Que la vida consagrada y religiosa ponga en su centro una experiencia renovada del Dios uno y trino, y que considere esta experiencia como su estructura fundamental. Lo esencial de la vida consagrada y religiosa es quaerere Deum, buscar a Dios, vivir en Dios.
Que la opción por el Dios vivo (cfr. Juan 20, 17) no se viva encerrándose en un misticismo separado de todo y de todos, sino que lleve a los consagrados a participar en el dinamismo trinitario ad intra y ad extra. La participación en el dinamismo trinitario ad intra supone una relación de comunión con los demás, y comporta el don de uno mismo a los demás. Por otra parte, vivir el dinamismo trinitario ad extra implica vivir crítica y proféticamente en el seno de la sociedad.
Que haya una decisión clara de anteponer la calidad evangélica al número de miembros o al mantenimiento de las obras.
Que en la atención pastoral de las vocaciones se presente la vida consagrada y religiosa en toda su radicalidad evangélica y se haga un discernimiento en consonancia con dichas exigencias.
Que durante la formación inicial se asegure un acompañamiento personalizado y no se hagan “rebajas” en las exigencias de una vida consagrada que quiera ser evangélicamente significativa.
Que entre la pastoral vocacional la formación inicial y la permanente haya continuidad y coherencia.
Que durante los primeros años de profesión solemne se asegure un acompañamiento personalizado adecuado.
Un hermoso proverbio oriental dice: “El ojo ve sólo la arena, pero el corazón iluminado puede entrever el final del desierto y la tierra fértil”. Miremos con el corazón. Quizás podamos ver lo que otros no ven.
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