Patricia Navas González
La felicidad del cielo es totalmente plena. Ni una preocupación, ni un dolor, ni la más mínima tristeza: nada puede limitar la suprema y definitiva alegría de la comunión de vida y amor con Dios.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica que cada hombre, después de morir, recibe su retribución eterna, “bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre”.
Respecto al cielo, el Catecismo lo considera “el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha”, y destaca que “vivir en el cielo es "estar con Cristo".
Santo Tomás de Aquino habla en la Summa de la felicidad de quien ama y explica que lo esencial del cielo es la visión y la posesión de Dios: allí Él brillará y alegrará por su misericordia y por su justicia.
En cuanto al infierno, el Catecismo indica que “la pena principal consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad”.
Benedicto XVI, en su libro Introducción al cristianismo, hace referencia a “la soledad en la que la palabra amor ya no puede resonar” y habla del infierno como “el encerrarse voluntariamente en sí mismo”, no un lugar sino “una dimensión de la naturaleza, el abismo en que se precipita”.
“Ser de arriba, eso que llamamos cielo, consiste en que sólo puede recibirse, igual que el infierno consiste en querer bastarse a sí mismo”, escribe el hoy Papa emérito, “por eso el cielo es mucho más que un destino privado e individual: depende necesariamente del “último Adán”, del hombre definitivo, y por eso se integra necesariamente en el futuro común de la humanidad”.
“La esperanza de inmortalidad del individuo y la posibilidad de eternidad para toda la humanidad coinciden y se realizan en Cristo”, resume.
Unos años más tarde, en el primer volumen de Jesús de Nazaret, Benedicto XVI profundiza en esta esperanza y afirma que la gloria de la resurrección “da una alegría, una “beatitud” mayor que toda la dicha que se haya podido experimentar antes en el mundo”.
“Sólo ahora sabe lo que es realmente la “felicidad”, la auténtica “bienaventuranza”, y al mismo tiempo se da cuenta de lo mísero que era lo que, según los criterios habituales, se consideraba como satisfacción y felicidad”, continúa.
Y añade: “Se secarán sus lágrimas completamente, el consuelo será total sólo cuando también el sufrimiento incomprendido del pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de reconciliación”.
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