La revista "Vida y Espiritualidad" es una publicación que se inició en 1985, con el fin de "comunicar una experiencia de fe, de búsqueda de comprensión de la verdad, cuya plenitud descubrimos en el Señor Jesús". En el CEC les queremos compartir el editorial del número 85 de la revista, que creemos de mucha actualidad y fruto de una interesante reflexión sobre el papel de los jóvenes en la Iglesia.
Del 22 al 29 de julio el Papa Francisco realizó su primer viaje internacional, visitando Brasil para participar en la Jornada Mundial de la Juventud realizada en Río de Janeiro. No deja de ser significativo que la primera peregrinación del Pontífice fuera de Italia lo llevase al continente americano y, además, a un multitudinario encuentro con jóvenes del mundo entero.
Las Jornadas Mundiales de la Juventud son ciertamente algo único en nuestro tiempo. Más allá de la cantidad de asistentes, no existe un encuentro análogo que cada dos o tres años congregue una multitud de jóvenes en un evento de difícil comprensión según los cánones del secularismo. Nada más lejano a la experiencia de la JMJ que una vivencia de la fe restringida al ámbito subjetivo y a lo estrictamente privado, lo que es ya de por sí un mensaje enérgico acerca de las esperanzas puestas en la juventud y su fuerza evangelizadora.
La finalidad de las Jornadas es la de «colocar a Jesucristo en el centro de la fe y de la vida de cada joven» y ser «una continua y apremiante invitación a fundamentar la vida y la fe sobre la roca que es Cristo»[1]. Fue el Beato Juan Pablo II, con su carisma y espíritu apostólico, el que inició estos maravillosos encuentros de fe. Benedicto XVI los continuó y alentó, y ahora Francisco estuvo presente en Río para seguir dando testimonio del Señor Jesús y alentar a la santidad y al apostolado a tantos jóvenes llenos de vitalidad y compromiso.
La confianza y la esperanza en la juventud son, sin duda, un claro hilo conductor en los pontificados de los últimos Sucesores de Pedro. La cercanía de los Papas con los jóvenes señala un rico horizonte de comprensión que, en primer lugar, invita a los jóvenes a reconocer su lugar y misión como parte de la Iglesia. La JMJ, precisamente, es expresión de aquella rica eclesiología de comunión donde todos los bautizados somos el Pueblo de Dios peregrino hacia la Casa del Padre. En ella se destaca, además, la responsabilidad de cada joven por asumir su lugar en la tarea evangelizadora, particularmente en el anuncio a los demás jóvenes. Así lo señalaba con gran claridad el Papa Francisco: «¿Saben cuál es el mejor medio para evangelizar a los jóvenes? Otro joven. ¡Éste es el camino que ha de ser recorrido por ustedes!»[2].
Realismo de la esperanza
Es importante destacar asimismo que no han caído los últimos Pontífices, como tantas voces de nuestro tiempo, en una desesperanzada enumeración de los problemas de la juventud de hoy. La tentación de una lectura pesimista y desalentadora acerca de muchas de las manifestaciones que distinguen a la juventud actual no es lejana ni siquiera dentro de la Iglesia. Al constatar, por ejemplo, un lamentable y creciente desinterés de los jóvenes católicos en relación a su identidad cristiana, o una juventud golpeada especialmente por la secularización, no pocas veces se tiende a ver el problema únicamente en los jóvenes y en el influjo que el mundo tiene sobre ellos, y no tanto en la Iglesia toda y el influjo que el mundo tiene también en ella.
No se trata de sostener una visión ingenua o ciega a los problemas reales que aquejan a los jóvenes de nuestro tiempo, ni olvidar las rupturas que el pecado introduce en tantos que viven como si Dios no existiera[3], pero tampoco se puede olvidar que la juventud es esencialmente la misma en todo tiempo y lugar, con similares anhelos y búsquedas, y que las diferencias están en los matices o formas nuevas —sean buenas o equívocas— con que se expresan.
Ni a la distancia, ni con pesimismo, sino desde el realismo de la esperanza. Este mismo horizonte lo señalaba, hace unos años, el Beato Juan Pablo II: «Lo que hoy se requiere es una Iglesia que sepa responder a las expectativas de los jóvenes (…) Como Jesús con los discípulos de Emaús, así la Iglesia debe hacerse hoy compañera de viaje de los jóvenes, con frecuencia marcados por incertidumbres, resistencias y contradicciones, para anunciarles la noticia siempre maravillosa de Cristo resucitado. He aquí, pues, lo que se necesita: una Iglesia para los jóvenes, que sepa hablar a su corazón, caldearlo, consolarlo, entusiasmarlo con el gozo del Evangelio y la fuerza de la Eucaristía; una Iglesia que sepa acoger y hacerse desear por quien busca un ideal que comprometa toda la existencia; una Iglesia que no tema pedir mucho, después de haber dado mucho; que no tenga miedo de pedir a los jóvenes el esfuerzo de una noble y auténtica aventura, cual es la del seguimiento evangélico»[4].
La Iglesia mira a los jóvenes como Jesús miró con amor y compromiso al joven rico, buscando responder a los anhelos legítimos de su corazón joven. Grave error sería soslayar aquellas manifestaciones —sean éstas positivas o negativas— propias de nuestra época, pero más grave aún sería perder de vista la interioridad de la juventud y dejar de responder a aquellas inquietudes que han caracterizado a los jóvenes de todo tiempo y lugar.
Desde esta perspectiva, un criterio clave está en la nueva evangelización —nueva en su ardor, nueva en sus métodos y nueva en su expresión— que proclame con claridad y sin ambigüedades, como lo han hecho los mismos Pontífices, al Señor Jesús entre los jóvenes y señale con convicción y con todas sus exigencias el horizonte de la santidad.
Anhelo de identidad, de comunión y de un mundo mejor
La evangelización de la juventud supone, por tanto, discernir aquellos aspectos que constituyen lo más auténtico de la experiencia juvenil. La nostalgia de infinito que sella el corazón del joven se manifiesta en distintos anhelos, presentes también en las personas de todo tiempo y lugar, pero que cobran en esta etapa características particulares y acentos propios. Estos reflejan, de modo especial, que el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, es un ser en relación, que tiende al encuentro con Él, fundamento de su existencia, y al encuentro con sus semejantes. Entre los muchos que se podrían enumerar, destacamos tres anhelos que aparecen en este momento de la vida con acuciante fuerza: en el corazón del joven hay un anhelo de identidad, de comunión y de un mundo mejor.
Toda persona, con mayor o menor conciencia, quiere conocerse y ser sí misma. Se percibe llamada a vivir según su identidad, que descubre como única, y a desplegarse según esa unicidad. En un joven esta dimensión aparece con una fuerza desbordante. “¿Quién soy?” es una pregunta que late en su corazón y lo mueve casi de manera permanente a buscar esa identidad. No quiere ser repetido, ni ser uno más como parte de la masa. Paradójicamente, y precisamente por este anhelo tan vivo, es en muchas ocasiones presa fácil de tantos modelos deshumanizantes y vacíos de contenido. Siempre estarán presentes en la cultura los “tipos” de moda.
Sea en la música, el cine, el deporte así como en otros ámbitos de lo cotidiano, o incluso en lo contracultural, aparecerán modelos con una fuerza cautivante para los jóvenes que tienden a buscar identificarse con un ideal de vida. Se percibe de modo patente en esta dinámica un hambre que aparece con fuerza y una respuesta del mundo que seduce y fascina, logrando que no pocos asuman modelos ajenos a su identidad, vistan máscaras asfixiantes, ejemplos supuestamente “distintos” pero perfectamente asimilables a fenómenos masificantes. No pocas veces se anestesia así la apremiante pregunta por la identidad. La interrogante, y el anhelo de respuesta, sin embargo, permanecen.
La Iglesia no puede caer ni en el fatalismo ante un mundo que avanza y pretende abarcar y agotar el “mercado juvenil”, ni en la ilusión de buscar atraer a los jóvenes con las armas del mundo, presentando espectáculos paralelos que rápidamente muestran su incapacidad de competir. La Iglesia es depositaria de la Verdad, que no es una idea abstracta ni un simple código moral, sino el mismo Señor Jesús que revela a cada joven su propia identidad y es, al fin, el único modelo que no aliena.
El joven tiene también un profundo hambre de comunión. El uso tan generalizado de las redes sociales es una pequeña manifestación de ello. Quieren comunicarse, estar con otros, compartir, ser tenidos en cuenta. Sin duda hoy se pueden ver también formas a veces extremas de egocentrismo, individualismo y conflicto, pero la llamada a la comunión está siempre latente.
No hay joven que no desee una familia que viva del amor y de la verdad (aunque la rebeldía lo golpee cada día); no hay joven que no busque una amistad auténtica (aunque no pocas veces haga todo lo posible por romper la confianza y el compromiso); no hay joven que no anhele una pertenencia auténtica a un grupo o a una comunidad (aunque existan grupos que masifiquen y despersonalicen y uno colabore a ello).
La Iglesia es como un sacramento de la unidad con Dios y de la unidad de todo el género humano[5]. Es comunidad que invita a la comunión y a la participación. Ella se manifiesta en la familia, Iglesia doméstica, y es también comunidad de jóvenes, no cerrada o exclusiva, sino abierta a acoger a otros jóvenes e invitarlos a vivir auténticamente la amistad, la comunicación y el compromiso. Las comunidades de fe, reflejo de la comunión trinitaria, son de suma importancia en el apostolado con los jóvenes.
Finalmente, los jóvenes quieren un mundo mejor. No es un rasgo siempre evidente, y quizás se hace más patente en quienes una sociedad del consumo y hedonista no ha logrado adormecer sus aspiraciones y deseos legítimos. El conformismo, las emociones fugaces y faltas de compromiso son parte de esa anestesia que el mundo inocula con sus ídolos de barro.
Pero el corazón joven busca algo más y mejor, quiere un mundo más humano. «Tu corazón, corazón joven —señaló Francisco— quiere construir un mundo mejor… por ustedes entra el futuro en el mundo. A ustedes les pido que sean protagonistas de este cambio»[6].
La Iglesia es comunidad que mira el horizonte de la misión, que lucha por un mundo mejor, que no permanece sentada, sino que va a las “periferias” y hace apostolado anunciando con parresía al Señor Jesús. Ella puede cuestionar y despertar en el corazón joven ese anhelo de cambio en el mundo, ayudándolo a comprender la misión que le ha dejado el Señor, ese llamado personal, único —anterior incluso a sus anhelos y en respuesta a ellos—, a recapitular todo en Cristo, es decir, el llamado a la santidad y al apostolado.
Suscitar las preguntas decisivas
Se cuenta una historia acerca de un grafiti que un desconocido pintó en la pared del Metro de una gran urbe. El grafiti, con vivos colores y letras grandes, decía: “Jesús es la respuesta”. Al día siguiente, un poco más abajo en el mismo muro, aparecía escrita la siguiente interrogante: “¿A qué pregunta?”. La historia, más allá de lo anecdótico, puede ser ocasión para resaltar una capacidad que, en virtud de la misión a ella encomendada, posee la Iglesia. Esta es, precisamente, poder suscitar en los jóvenes las preguntas que los lleven hacia quien es la única respuesta. La Iglesia es capaz de llegar al corazón del joven y ayudarlo a formularse las preguntas fundamentales, con el lenguaje propio de cada época y lugar. Esas preguntas remiten, en última instancia, a aquella pregunta decisiva que el joven rico le hizo a Jesús: ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?
Junto a aquellos cuestionamientos que elevan la mirada del joven, la Iglesia ofrece también a Aquel que es la respuesta última. Ella, señalaba el Beato Juan Pablo II, «no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6)»[7]. Ella es capaz de ver al joven con la mirada de Jesús, trascendiendo las máscaras, egoísmos y cerrazones que tienen su raíz última en el pecado, para tocar el corazón de cada uno, señalarle a Cristo que reconcilia y sana, y llamarlo a la gran aventura de la vida cristiana.
En 1965 el último mensaje del Concilio Vaticano II se dirigió a los «jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero»[8]. Es significativo que las últimas palabras del Concilio estuviesen dirigidas a la juventud, expresando con ello la gran esperanza depositada en lo más auténtico y valioso que hay en los jóvenes, ahí donde se encuentran vivos y patentes los anhelos profundos de una humanidad que percibe con fuerza la imagen de su Creador. Los invitaba, en hermosas palabras, a mirar a la Iglesia para que descubriesen en ella aquellos dinamismos que corresponden —de modo análogo— con las disposiciones propias de la juventud y que, sobre todo, responden a tales disposiciones, encontrando así en Cristo la fuente y raíz última de la juventud eterna que la Iglesia posee.
«La Iglesia —decía el Concilio— os mira con confianza y amor. Rica en un largo pasado, siempre vivo en ella, y marchando hacia la perfección humana en el tiempo y hacia los objetivos últimos de la historia y de la vida, es la verdadera juventud del mundo. Posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas. Miradla y veréis en ella el rostro de Cristo, el héroe verdadero, humilde y sabio, el Profeta de la verdad y del amor, el compañero y amigo de los jóvenes»[9].
© 2013 - Revista Vida y Espiritualidad
[1] Juan Pablo II, Carta con motivo del seminario de estudio sobre las Jornadas Mundiales de la Juventud, 8/5/1996.
[2] Francisco, Homilía en la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 28/7/2013.
[3] Ver Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, 18.
[4] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 18/10/1994.
[5] Ver LG, 1.
[6] Francisco, Discurso en la vigilia de oración en la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 27/07/2013.
[7] Juan Pablo II, Fides et ratio, 2.
[8] Concilio Vaticano II, Mensaje a los jóvenes.
[9] Lug. cit.
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