Revista Ecclesia.
Razones del alma para creer, para conciliar fe y razón, para esperar y confiar a pesar del dolor y de la muerte, antes y después de Bosón de Higgs.
¿Cómo se puede llegar a Dios? ¿Existen vías racionales para demostrar a Dios o la creencia en Dios es una realidad sólo y exclusivamente íntima, personal y subjetiva? ¿La fe es una creencia puramente no racional ni demostrable? ¿Hay razones para creer? ¿Son incompatibles la fe y la ciencia?
Estas y otras preguntas se las ha formulado el hombre de todos los tiempos, en su búsqueda ardiente por hallar el verdadero sentido de la vida, de la historia y de sí mismo.
Los mismos científicos, como el premio Nobel Stephen Hawking o como ahora con el hallazgo del Bosón de Higgs, en el intento de explicar la realidad y sus orígenes, llegan hasta un determinado punto, demostrable empíricamente, que ya no pueden traspasar. El mismo método científico les impide ir más allá, quedando así abierta la puerta a la transcendencia. Este silencio debe ser suplido por la voz de la filosofía, por la palabra de la teología.
También por el eco de la experiencia del hombre. Hoy traemos dos hermosos y sencillos testimonios que nos hablan de Dios. El primero procede de la sabiduría de la ciencia y de la verificación; el segundo, de la sabiduría popular de la vida y de su experiencia. Ambos testimonios hablan por sí mismos.
Una maravillosa criatura de Dios
Hace ya algún un tiempo una revista publicaba una interesante entrevista con el primer astronauta español de la historia: Miguel López-Alegría, nacido en Madrid en 1958, y quien, a pesar de su actual nacionalidad norteamericana, ha querido dejar bien claras sus raíces y sus afectos españoles. López-Alegría se alejó de la tierra durante algo más de un mes a bordo del STS-73, en la segunda misión norteamericana del laboratorio de Microgravedad. Desde el espacio, Miguel López-Alegría contempló y estudió la tierra y volvió fascinado de su belleza y de la sobrecogedora paz del espacio infinito.
En el transcurso de la citada entrevista, el astronauta, tras comentar la experiencia intransferible de los ocho minutos y treinta y dos segundos del despegue, describe el espacio y la tierra con estas palabras: ” ¡Es un espectáculo impresionante! Asustan esos colores de una intensidad tan sobrecogedora, asusta esa completa paz. El negro es especialmente intenso; el horizonte, sobre todo, de día, aparece vacío. En cambio, la tierra es un estallido de colores. Como domina el agua, lógicamente domina el azul; luego está el desierto, que es una inmensa mancha marrón, y el brote verde de los bosques y las selvas. Hay zonas terribles rojas como Australia y otras en la que predomina un blanco radiante. Desde arriba, España es de color pardo”. Y a renglón seguido, afirma: “En el espacio, uno se convence de la existencia de Dios. Una maravilla como el planeta Tierra sólo tiene que estar hecha por El”.
El mejor relojero de la historia
Apenas llevaba yo un año de sacerdote. Mis primeros pasos se desgranaban en el corazón de una montaña hermosa y desconocida del Alto Tajo guadalajareño. En uno de estos agrestes pueblos, aconteció en una tarde de primavera la historia que relato ahora.
Estábamos en el bar del pueblo cuatro o cinco personas. Comentábamos el sentido de la vida, del dolor y del más allá. En un momento determinado, uno de los contertulios dijo:
– “A mí lo que me gustaría es que en el otro mundo pudiéramos pasar ratos tan buenos como estos, y ya libres de problemas y de sufrimiento, viviendo en amistad y en armonía entre todos”.
A estas, un joven, presente también en la conversación, terció para decirnos que después de esta vida no hay nada:
– “Toda la vida trabajando como un esclavo y luego, tres palmos de tierra. Nadie ha vuelto para decir que después de esta vida hay otra. Una lástima, pero es así”.
Inmediatamente, hice yo un esfuerzo para contrarrestar oportuna y delicadamente esta opinión y ofrecer, siquiera, un rayo de esperanza a tan contundente afirmación desesperanzada. En mi mente, empezaron a bullir desde la tesis filosóficas hasta el testimonio de la Revelación, pasando por razones de psicología y de conveniencia. Pero antes de articular mi pensamiento en palabra alguna, el mayor de los contertulios, que no era precisamente de los “fijos” en la iglesia, dijo:
– ¡Qué va, hombre, qué va! Tiene que haber algo. ¿No ves el cielo, el río, las estrellas, el sol, la montaña…? Alguien ha tenido que hacerlos. Y ese alguien tiene que ser superior, anterior y posterior a nosotros. Y lleno de belleza y de bondad. Ha tenido que vivir desde siempre y para siempre. Y ese alguien que nos ha regalado una naturaleza tan hermosa y que nos ha creado a nosotros no podrá después olvidarnos. Es imposible que después de esta vida no haya nada”
Quedé sobrecogido y mudo. Sobre todo, admirado. Lo mismo le sucedió a los otros contertulios, buenos y sencillos hombres de pueblo. Y seguimos escuchando a aquel buen paisano:
– “Sr. Cura –dijo dirigiéndose a mí-, ¿conoce usted un relojero tan perfecto como Dios? El ha hecho un reloj que ni se retrasa ni se adelanta un instante. Día a día, año a año, siglo a siglo da la hora, marca el tiempo y las estaciones y nunca ha tenido avería ni error alguno. Sí, hombre, sí. ¿Cómo no va a haber nada después de todo esto? Estamos en buenas manos, en las manos del mejor relojero de la historia”.
Poco más quedaba por decir. Bastaba con mirar el sol, el río, el risco, el remanso, que tan evocadora y exuberantemente nos circunda, para certificar nuestra esperanza y nuestra fe.
¿Quién ha dicho, entonces, que nos hay razones para creer? La naturaleza, la vida, la historia, la amistad las avalan porque ha sido creadas y amadas por el mejor relojero de la historia.
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