martes, 19 de junio de 2012

"NO ERA ATEÍSMO, ERA MERO ANTICRISTIANISMO".

infocatolica.com


ESCRITOR DE CIENCIA FICCIÓN HABLA DE CÓMO LLEGÓ A SER CATÓLICO


En esta larga y amena entrevista concedida a InfoCatólica, John C. Wright, famoso escritor norteamericano de novelas de ciencia ficción, relata su conversión al catolicismo desde el ateísmo, fruto de su amor por la verdad y de los milagros experimentados. También habla de la importancia de la lectura de los clásicos para no caer siempre en los mismos errores, de la relación entre la ciencia ficción y el catolicismo y de su próxima obra («lo contrario a una novela de Dan Brown»).
18/06/12 2:29 PM | Imprimir | Enviar
(Bruno Moreno/InfoCatólica)  John C. Wright es escritor de ciencia ficción y fantasía. Ha publicado diez novelas, cinco de las cuales han sido traducidas al español y fue finalista del premio Nébula por su obraOrphans of Chaos.
- Le educaron como protestante, con el tiempo pasó al ateísmo, se casó con una mujer de la Ciencia Cristiana (1) y luego fue y se hizo católico. Es difícil no considerarlo un milagro. ¿Cómo llegó al redil?
 Por extraño que parezca a los lectores cristianos, la razón de que yo fuera un ateo es mi profundo y arraigado amor a la verdad.
Desde una edad temprana, creía que la razón humana, y únicamente esta razón, era el camino del hombre para descubrir la naturaleza de la realidad y la virtud, para descubrir lo que uno es y lo que debería ser, siempre que uno sea lo bastante audaz, objetivo y desapasionado en la investigación. Rechazaba cualquier creencia en algo sobrenatural, al considerar que no la apoyan pruebas suficientes; incluso el concepto de la existencia de algo natural por encima de la naturaleza lo rechazaba como paradójico. Pero todo mi escepticismo no me hizo perder el amor a la verdad.
Sucedieron tres cosas que socavaron mi fe en el ateísmo.
Primero, cuando me casé, me escandalizó y me consternó saber que me habían mentido toda la vida sobre la naturaleza de los niños no nacidos. Todos los poderes ateos y laicistas de mi país (2) fingían y actuaban como si mi hijo no fuese un ser vivo, no fuese humano, o no fuese importante; cuando, naturalmente, a cualquier hombre que ame la verdad no le queda más remedio que ver que tiene un deber de amar y proteger a sus queridos hijos. Los laicistas no solo mentían, sino que tentaban a las jóvenes madres para que cometieran el crimen más atroz que se puede imaginar, porque con seguridad matar al propio hijito pequeño e inerme es peor que matar a un extraño, pues cuando una madre que debería amar a su hijo inerme mata a un familiar, esto implica una traición, la traición de su deber más alto y sus más profundos instintos. El niño no tiene a nadie más que lo proteja.
A mi hijo le diagnosticaron una enfermedad por error, y el médico sugirió educadamente que lo matásemos. Mi esposa era cristiana y no quería ni oír hablar del asunto. Reconozco con infinita vergüenza y arrepentimiento que por un momento, solo por un momento, superado por el miedo ante las cargas que me impondría educar un hijo disminuido, me tentó la oferta y consideré la posibilidad de matar a mi propio hijo. No tenía el báculo de la Iglesia para apoyarme. Intentaba, con mi razón humana y sin más ayudas, encontrar el camino en la espesura del vicio y la virtud, de lo bueno y lo malo, y así, por un momento, puse un pie en el camino del infierno.
Durante esos instantes, en mi corazón, pensé como piensa un asesino, y no un asesino sano y normal, no; como un parricida, un infanticida. ¿Qué pasaba con el mundo ateo, si los ateos teníamos razón en tantas cosas, para que pudiéramos equivocarnos tan groseramente en esto?
Segundo, cuando fui padre, me di cuenta de que mi deber como padre era educar mis hijos para que fueran hombres, hombres reales, y no para que fuesen criaturas débiles y estúpidas esclavizadas por vicios degradantes. Esta no era una cuestión de opinión o preferencias: se trataba de una obligación férrea, de la que no podía evadirme, del mismo modo que no podía evitar que dos y dos fueran cuatro. Todos los poderes ateos y laicistas de mi país fingían y actuaban como si, en cada decisión moral, todas las posibilidades fueran iguales y todas igualmente insignificantes: que no importa lo que elijas, tu decisión es sagrada y digna de elogio, porque no existe la decisión equivocada. Esta doctrina no solo es mentira, es ilógica, puesto que un padre no puede enseñar a sus hijos a tomar decisiones sin normas o criterios, y una norma es por definición algo que uno no elije. Es algo recibido, un dato.
Así que, una vez más, me escandalizó y me consternó saber que me habían mentido toda la vida sobre la naturaleza del vicio y la sexualidad humanos. La cultura secular y otros ateos me habían dicho que el sexo era una diversión, una fuente de placer sin sentido, y me habían dicho que la fornicación era mejor que la monogamia; y la perversión sexual, mejor que la castidad. Al convertirme en padre, la lógica que indicó que, independientemente de mis preferencias u opiniones sobre el asunto, faltaría a mi deber para con mis hijos si les enseñase a ser lujuriosos o pervertidos. Pero todos a mi alrededor, el mundo entero, los medios de comunicación, la prensa, la cultura, el mundo académico, las leyes, todos se unían contra esa única y sencilla idea de que la verdad es mejor que la falsedad y la pureza mejor que el vicio. Como mareado, me di cuenta de que me rodeaba un imperio de mentiras.
Así, por segunda vez, me pregunté: ¿Qué pasa con el mundo ateo, si los ateos tenemos razón en tantas cosas, para que nos equivoquemos tan groseramente en esto?
El 11 de septiembre, el aniversario de la derrota de los turcos a las puertas de Viena, los Estados Unidos y todo el mundo occidental fueron atroz y cobardemente atacados por mahometanos y la larga guerra entre la Cristiandad y el Islam, suspendida desde Lepanto, se reanudó. Como ateo, me pareció un ejemplo práctico de los extravagantes males de la religión y estaba seguro de que los demás ateos estarían tan coléricos como yo por el ataque a nuestras más queridas instituciones de Occidente, a la libertad -concretamente, la libertad intelectual y académica- que disfrutábamos.
En lugar de eso, los ateos, especialmente los de la izquierda americana, apoyaron abierta y francamente todos los intentos por impedir cualquier represalia por este ataque no provocado y se alinearon, a la menor oportunidad, con nuestros enemigos. Aunque no daban la cara y decían que no deseaban la victoria del enemigo, se apresuraban a ayudarlos y consolarlos, a poner barreras legales y sociales contra nuestras fuerzas, para proteger al enemigo, y empleaban esos juegos de palabras brutalmente deshonestos que son la equivalencia moral y culpar a la víctima.
Me escandalizó y me consternó saber que me habían mentido toda la vida sobre la naturaleza del laicismo. No era, como el propio laicismo ha pretendido a menudo, una preocupación simplemente humana y racional por la vida humana en la Tierra. Juzgando por la reacción pública de la mayoría de ateos después de que cayeran las Torres Gemelas, los ateos no se alinearon con la civilización contra los tenebrosos y bárbaros terroristas. No, tomaron partido por los terroristas y contra los cristianos.
Miré en todas direcciones atónito, con los ojos como platos y boquiabierto. ¿Qué había vuelto loco al mundo al que yo servía? Eran suicidas. Los ateos ayudaban y estimulaban la Yihad, ofreciéndole apologética y apoyo. Lo que toda mi vida yo había considerado ateísmo no era ateísmo, era mero anticristianismo.
Estaba avergonzado hasta el tuétano de ver a los demás ateos comportándose así. En tres campos de capital importancia, la naturaleza de la vida y la muerte, la naturaleza del sexo y el enamoramiento, la naturaleza de la guerra y de la paz, los ateos no sólo se equivocaban, estaban extraordinaria, absurda y profundamente equivocados; equivocados hasta la locura.
Aproximadamente por esta época, el ateísmo empezó a hacerse popular y se publicaron muchos libros y artículos que eran abiertamente ateos: de autores como Dawkins, Dennett o Harris. Podría pensarse que me iba a alegrar al ver que recibían atención pública las ideas que yo defendía. Pero los libros y artículos eran mentiras. Los demás ateos no atacaban las cosas que yo consideraba malas y equivocadas de la religión, atacaban las cosas buenas que hacen tolerable la religión; esos mismos tres asuntos de la vida frente a la muerte, la castidad frente a la perversión, la defensa propia frente a la autodestrucción. Atacaban la razón.
Yo era ateo porque amaba la verdad y pensaba que la verdad, la desagradable verdad, era que ningún dios era o podía ser real. Porque yo amaba la verdad, amaba la virtud, la vida, la razón y la bondad. Y me encontré solo. Los demás ateos, en mayor o menor grado, estaban del lado de la falsedad, la muerte, la insensatez, la locura y el mal.
Ya he mencionado tres veces cuán escandalizado estuve, pero no he dicho lo que me escandalizó tanto. Me escandalizó la pura frivolidad, la ligereza, la tontería de mis correligionarios ateos y todo el mundo laicista en su planteamiento de estas profundas cuestiones de vida y muerte, pureza y perversidad, paz y guerra. Trataban todos los problemas filosóficos como cuestiones de moda.
Ninguno de estos ateos, ni uno solo, era un ejemplo para mí como marido, como padre o como patriota de la civilización occidental. Incluso hombres que yo admiraba por otras razones o era amigos queridos trataban el egoísmo como si fuera la norma, trababan el amor por la vida como si fuera una rareza o trataban la historia como si nunca hubiera sucedido.
Me obsesionaba la idea de que los ateos no podían equivocarse en todos los asuntos importantes de la vida y, sin embargo, tener razón en el asunto capital de si Dios existía.
Una vez que perdí la fe en el ateísmo, mi profundo odio al cristianismo se fue debilitando. Empecé a leer autores cristianos, especialmente a C.S. Lewis y G.K. Chsterton. En ellos encontré la sensatez y sobriedad de la que carecían mis aliados ateos. Lewis y Chesterton no solamente tenían razón, sino que la tenían profunda, sana y soberbiamente, tenían razón como la tiene un hombre sano: tenían el corazón en su sitio.
Me obsesionaba la idea de que los cristianos pudiesen tener razón en todos los asuntos importantes de la vida y, sin embargo, se equivocasen en el asunto capital de si Dios existía. Así que me senté a leer la Summa Theologica. Recuerda que creía firmemente que la razón humana sin más ayudas era la única herramienta que los hombres tienen para descubrir la naturaleza de la realidad y la moralidad. Razoné que esta obra, escrita por el escritor más razonable de todos los tiempos, podría zanjar la cuestión. Si él no podía llevarme a creer en Dios con sus razonamientos, nadie más podría.
Resulta que lo denso y lo seco, la pura dureza del trabajo que requiere este esfuerzo intelectual hicieron fracasar mi intento. Miraba con ojos cansados las interminables páginas de demostraciones construidas con estrictos razonamientos, cada una tan difícil como un problema matemático, y decidí que Dios Todopoderoso no esperaría, si fuese real, que todo granjero analfabeto de cualquier aldea perdida siguiera este cuidadoso y concienzudo sistema del razonamiento para descubrirlo a Él. Si fuera Todopoderoso, además de ser el creador de las leyes de la naturaleza del universo habría encontrado algún medio por el cual las personas que quisiera salvar de la muerte pudieran salvarse.
Armado de este sencillo razonamiento, ¡decidí someter a una prueba empírica toda mi vida dedicada a la filosofía! Me arrodillé y recé quizás la oración más arrogante de todos los tiempos (aunque entonces, al ser ateo, no tenía idea de lo arrogante que era).
"Querido Dios", recé, "sé que no existís. Puedo demostrarlo con la precisión y elegancia de una demostración de Euclides. Pero, como filósofo, el honor me obliga a considerar seriamente incluso ideas que sé absurdas. Por eso, simplemente por la remota posibilidad de que sea cierta la absurda idea que Vos existáis, Señor, exijo que Vos os mostréis a mí y me demostréis que Vos existís. Si oís esta oración y no respondéis, entonces no Os importa si Os conozco o bien Vos no podéis hacerlo. En el primer caso, Vos no sois amor infinito; y, en el segundo, no sois omnisciente o no sois todopoderoso. De tal modo que, si no respondéis, carecéis de uno de los atributos que definen a Dios. Y si no existís en absoluto, no he desperdiciado más que unas bocanadas de aire y unos segundos de tiempo, pero habré cumplido con mi obligación como filósofo y habré puesto a prueba la hipótesis. Os desafío a que Os mostréis a mí".
Bueno, Dios responde las oraciones, incluso a las que son blasfemas, a veces con un terrible sentido del humor. Tres días después sufrí un infarto totalmente inesperado. Cuando me retorcía en el cielo moribundo, mi esposa, una buena cristiana, llamó a su iglesia y un hombre que se gana la vida rezando por los enfermos y sanándolos se ofreció a curarme, y lo hizo inmediatamente allí mismo. En un instante, el dolor devastador se redujo a la nada.
Asombrado y apretándome el pecho por la repentina desaparición del dolor, y curioso por saber qué había sido el ataque, fui a emergencias del hospital. No estaba preocupado, pero quería que me examinaran para saber qué había ocurrido. Los médicos prescribieron una operación cardíaca de importancia, pues parecía que tenía taponadas cinco arterias en el corazón. Así que estuve en un hospital y luego en otro varios días.
El primer día, antes de operarme mientras esperaba en la sala de emergencias, de repente fui consciente de mi propia alma, una parte de mí que, hasta ese momento, habría dicho que era mítica, fantasiosa. Sentí al Espíritu Santo penetrar en mi cuerpo. Era como una sensación física. No estaba drogado, ni dolorido, ni asustado o influenciado por nada que pudiera engañar mis sentidos y mi memoria; tampoco puedo describírselo a a otro que no haya sufrido una sensación similar.
Como puede imaginar, esto me dio mucho qué pensar. Después de la operación, para sorpresa de las enfermeras, no necesité analgésicos, porque una oración simplemente hizo que el dolor desapareciera.
Luego la Virgen María vino a visitarme. Me ha mandado que no hable de lo nuestra conversación, pero diré que no había ningún secreto en ello, nada que no puedas aprender simplemente leyendo la Biblia.
Esto ya era bastante asombroso, pero luego vi a Dios. Era como una luz, y como amor perfecto, y me embargó un éxtasis y felicidad absoluta.
Después vi a Jesucristo. A diferencia de mis otros visitantes, me aterrorizó diciéndome que Él sería mi juez en el último día, pero que Dios Padre no ha juzgado a ningún hombre. En este punto, sospeché que mis visiones podrían ser alucinaciones, puesto que no había conocido ningún cristiano, ni había leído ningún libro de autor cristiano, que haya intentado difundir esta extraña y cómica doctrina de que Dios no juzga a los hombres, sino que Cristo lo hace.
Después de que me dieran de alta en el hospital, pasé muchos días recuperándome en casa. De nuevo, no tomaba medicamentos ni analgésicos, nada que pudiera influir en mi pensamiento o mis percepciones. Y tuve una experiencia religiosa. Esta fue de naturaleza diferente a las visiones, que fueron experiencias muy similares a hablar con una persona o estar en la intimidad con un ser amado. Esto se parecía más a una mente elevada a una mente superior, un alma pequeña abrazada por otra mayor, un alma mayor que el universo. Vi que todos los pensamientos parten en última instancia de Dios, que es el primer motor del pensamiento como lo es de la acción, y vi la relación del tiempo con el libre albedrío, y se me explicó la paradoja de la presciencia de Dios y la libertad de los hombres para desobedecerlo. Fue como si me situase fuera del tiempo y pudiera volverme y mirarlo, ver su estructura, su sinfonía.
Por si esto no fuera bastante, dos o tres semanas después, decidí leer la Biblia por primera vez desde que era adulto. Me encontré un pasaje que era palabra por palabra lo que mismo que la visión de Cristo me dijo. El pasaje es del Evangelio de Juan (3), y no lo había leído antes nunca, ni siquiera en la escuela.
Entonces, yo había pedido, no, había exigido una prueba de Dios: que se me mostrara a mí; y tuve una respuesta tan completa como cualquier hombre podría desear. Experimenté una curación milagrosa, fui salvado de la muerte, luego sentí al Espíritu Santo, hablé con la Virgen y vi al Padre; y luego tuve una experiencia religiosa. Como filósofo, hago notar con cierta ironía que los intentos de mis amigos ateos de explicar mis experiencias como coincidencias imaginaciones o auto-engaños son risiblemente flojos, un simple tejido de explicaciones ad hoc. También señalo que ellos tampoco pueden explicar por qué la virtud es mejor que el vicio, la lógica mejor que los disparates, la vida mejor que la muerte, o por qué hay un universo en lugar de un vacío.
Con seguridad, hay misterios y paradojas en el cristianismo, cuestiones sobre la Encarnación y la presciencia de Dios en los cuales la razón humana flaquea y, sin embargo, de esas paradojas se extraen conclusiones tan sensatas, claras y saludables que un hombre puede conocer el mejor modo de vivir. Toda mi vida he intentado vivir según las estrictas y severas normas de los nobles romanos estoicos, Epicteto y Marco Aurelio, Cicerón y Séneca, y vivir con tan poco miedo de la muerte como mostró Sócrates, incluso con la copa de veneno en la mano.
La única vez que carecí por completo de miedo fue cuando (de acuerdo con los criterios del mundo) tendría que haber estado más asustado, cuando estaba bajo el bisturí en una operación seria. En lugar de eso, lleno del amor de Dios y de una paz indescriptible, estaba exultante, audaz y alegre. Tenía tan poco miedo como San Juan cuando sostenía una copa de veneno en su mano.
En otras palabras, siendo estoico, nunca pude vivir como un estoico y adherirme a las normas paganas de una vida buena y noble. Pero como cristiano puedo.
Mi amigos ateos, cuando pontifican en sus doctrinas sobre la vida, formulan paradojas aún más paradójicas que cualquier teología cristiana; y sus paradojas sólo producen oscuridad e infierno, conclusiones tan confusas y triviales que un hombre que realmente creyera en ellas se encerraría en un burdel y viviría su vida en una interminable e inteminablemente vana búsqueda de falsos placeres o se arrojaría al mar y allí ahogaría su vida sin sentido en la insensible ola salada.
Espero que esto responda la pregunta.
- El Programa de grandes libros del St. John's College (4) tuvo una influencia notable en cómo entiende el mundo e, indirectamente, en que llegase a ser católico. ¿Podría contarnos algo de esto?
¡Ah, veo que ha decidido hacerme únicamente preguntas que requieran muchas páginas para responderlas! El Saint John’s College de Annapolis es una facultad de un tipo que puede ser más familiar a los europeos que a los americanos. No hay exámenes ni notas y cada estudiante sigue el mismo programa académico, que consiste en los clásicos Trivium y Quadrivium (gramática, retórica, lógica, aritmética, geometría, música y astronomía). Leemos los grandes libros de la literatura aproximadamente en orden cronológico, comenzando por los clásicos griegos, los latinos, los escritores medievales y renacentistas, de la Reforma y la Ilustración, y finalmente, con decepción, los modernos.
Leemos literatura comenzando por Homero, filosofía comenzando por Platón; estudiamos música e idiomas, ciencias de Ptolomeo hasta Einstein, matemáticas desde Euclides a Goedel, política de Aristóteles a los Federalist Papers (5), y economía, la disciplina más joven, de Adam Smith a Karl Marx.
Una educación así es como ser un hombre con memoria en un mundo de amnésicos. Todas las ideas ingeniosas que se oyen a los listillos, repetidas como si nadie pudiera discutirlas, todas ellas proceden de algún sitio y tienen algún fundamento; normalmente responden a un problema concreto de filosofía, ética o matemáticas, pero los listillos no son suficientemente listos como para decirte de dónde proceden sus ideas. Al no conocer su procedencia, tampoco pueden defender esas ideas.
Sería de inestimable valor conocer mínimamente el gran diálogo que se ha venido desarrollando entre generaciones y que constituye el fundamento de nuestra civilización, puesto que la civilización se asienta en los hábitos de virtud formados por los hábitos mentales, que -a su vez- se han formado mediante la filosofía. Pensemos que Aristóteles, al analizar la utópica República de Platón, identificó con sagacidad el problema de todos los sistemas que proponen disfrutar la propiedad en común o educar los niños comunalmente. Imaginemos la cantidad de matanzas que se habrían evitado, los millones -las decenas de millones- de vidas que se habrían salvado en el siglo XX, si los intelectuales de esos años hubieran recordado y se hubieran tomado en serio aquella sagaz crítica del comunismo.
En mi época, la facultad estaba felizmente libre de corrección política: sencillamente no hay ningún americano de raza negra que sea un antiguo filósofo griego, o dramaturgo o historiador o poeta digno de incluirse en los Grandes libros; y un escritor como Cervantes estaba en lista porque es grande, no porque fuera "hispano". Creo que esta pureza se ha empañado últimamente por la inclusión de al menos un escritor por el color de su piel, no por el mérito de su contribución a la comunidad de las letras.
- ¿Deberían las universidades católicas concentrarse en dar esta clase de educación?
No sé nada sobre las universidades católicas, así que no puedo contestar la pregunta. Diré quela mejor y más rápida cura para el protestantismo y el modernismo consiste en familiarizarse con los logros del pasado. Nada conmociona el burdo provincialismo de hoy más rápidamente que reconocer la inmensa estatura de los hombres de genio cuyo pensamiento construyó nuestro mundo.
- Cuando se hizo católico, tomó el nombre de un mártir del siglo I, san Justino. ¿Por qué eligió ese patrón?
Es el patrón de la filosofía. Me considero antes un filósofo que escribe novelas que un novelista que escribe filosofía. Le rezo para que me inspire y me lleve a ser como él: alguien a quien le importaba más la verdad que la vida.
- Se gana la vida escribiendo y, aparentemente, en su tiempo libre, después de un largo día escribiendo... sigue escribiendo. Tiene un blog de éxito (http://www.scifiwright.com/) en el que habla de literatura y ciencia ficción, pero también de Dios, filosofía, política y moral. ¿Por qué empezó a escribir un blog?
Debilidad humana, vanidad, locura. He sido periodista y mi generoso director me dio permiso para escribir sobre cualquiera de los temas del día o, ya puestos, sobre cualquier otro tema. Me había entrado el gusanillo y me acostumbré tanto a escribir artículos de opinión que me es imposible pasar mucho tiempo sin hacerlo. Es como el baile de san Vito, excepto con palabras en lugar de mover los pies.
- Algunas personas piensan que la ciencia ficción y el catolicismo son prácticamente incompatibles (a causa del viejo bulo que enfrenta la fe con la ciencia). Supongo que no esta de acuerdo.
No estoy de acuerdo en absoluto. El catolicismo inventó la civilización occidental, que -a su vez- inventó la ciencia. El método científico se apoya en ciertos axiomas metafísicos y teológicos sin cuales no puede existir. Puesto que ni el mundo antiguo ni el Oriente reconocieron estos axiomas, no hubo un progreso científico en sentido propio en la antigua Grecia, Roma o antes de la llegada del hombre blanco a ls India, China o al Nuevo Mundo, por más logros que estas civilizaciones ciertamente tuvieran en otros ámbitos.
El moderno recrudecimiento del paganismo, la blanda cosmovisión pagana de los materialistas, está minando la capacidad de Occidente para seguir haciendo ciencia. Sugiero que el reciente escándalo y la batalla dialéctica sobre el Calentamiento global o el Enfriamiento global es un signo de la decadencia de la ciencia moderna. La ciencia postmoderna es un miembro muerto separado de las raíces católicas que le dan vida. Pueden verse anteriores ejemplo de la ciencia abortiva de las naciones postcristianas en el caso de Lysenko (6), en la Rusia soviética, y en las fantasiosas ciencias raciales y la historia de los nazis alemanes.
En menor grado, la ciencia y el protestantismo son prácticamente incompatibles, ya que el objeto esencial del protestantismo es el rechazo de la unidad y el Magisterio de la Iglesia. Esto requiere que todas las cuestiones de fe y moral dependan totalmente de una interpretación privada de la Escritura. Tal interpretación privada tiende fuertemente a ser literal, puesto que no existe una autoridad segura en la que confiar. El protestantismo, con su fuerte énfasis en el juicio y la razón privados, es irónicamente propenso al entusiasmo, incluso al estallido de euforia, emocionalismo y doctrinas estrafalarias que una Iglesia con autoridad impide o controla naturalmente. La ciencia es desapasionada, pública y tiene autoridad; y los descubrimientos de la geología, astronomía y biología ciertamente parecen incompatibles con una lectura literal del Génesis. La naturaleza entusiasta de algunos grupos protestantes le urge a tener poca estima por la ciencia, la literatura y el conocimiento; me viene a la mente el ejemplo de Deal Hudson (7) , como lo describe su autobiográfico libro An american conversion.
Dicho esto, debe hacerse hincapié en que el protestantismo no contiene la oposición directa a la ciencia y la razón que se encuentran en las religiones esotéricas de Oriente, el budismo o taoísmo, o la oposición indirecta a la razón y la ciencia a la que invita el paganismo y el politeísmo en general.
Sin la creencia en un creador monoteísta, no hay seguridad de que la razón baste para descubrir las leyes de la naturaleza, o incluso que haya leyes. El materialismo de Karl Marx, por ejemplo, propone un universo donde por definición la posición de los átomos en el cerebro se determina por la mecánica, por las acciones de genes egoístas o de fuerzas sociales o económicas irracionales. En un universo así, el pensamiento científico o el simple razonar sobre un tema cualquiera resultan imposibles e inimaginables.
De igual modo, si no se cree en la independencia de las causas segundas de los caprichos de múltiples dioses, no tiene sentido el estudio, pues las leyes serían meras ilusiones de consistencia de los hechos arbitrarios. Por esto, el mundo clásico nunca redujo las especulaciones de sus filósofos a un sistema de filosofía natural llamado ciencia.
Y también del mismo modo, creer que todo el mundo material es necesariamente ilusorio aniquila la motivación de la investigación científica. No hay investigadores en medicina que sean miembros practicantes de la Ciencia Cristiana.
Para terminar, la creencia de la mayoría de mahometanos de que el único Dios participa directamente en todos los actos de causa y efecto tiene el efecto de aniquilar la causa y el efecto, ya que la existencia de regularidades en la naturaleza se convierte en una ilusión producida por la fiabilidad de la inescrutable voluntad de Dios.
- Ha publicado recientemente un novela llamada Count to a Trillion (Cuenta hasta un billón). ¿Podría un lector novel adivinar que eres católico simplemente leyéndola? ¿Hay elementos católicos en sus libros?
Hasta este momento, no he usado mis libros para hacer proselitismo ni para hablar bien de mis creencias, ni siquiera para describirlas; ni mis creencias ateas cuando era ateo, ni las teístas ahora. Escribo tantos artículos de opinión que no siento la necesidad de promover opiniones cuando me entrego a la seria tarea de contar historias. Pero la cosmovisión de cualquier escritor aparece, lo quiera o no, en los mundos que inventa, así que un lector lo bastante perspicaz podría aventurar tal conjetura, aunque tendría que ser muy perspicaz.
Lo que no hago en Count to a Trillion es que mis personajes principales eviten o condenen la religión. Tanto la heroína como el malo son católicos, porque son españoles y tengo la presunción de que la España del futuro reflejará los días del Imperio Español, alcanzando con los descubrimientos de nuevos mundo en el espacio la misma gloria que consiguió con el descubrimiento del Nuevo Mundo americano. Mi héroe es más o menos escéptico, aunque cristiano nominalmente.
Puesto que la novela abarca inmensos periodos temporales, la Iglesia Católica tiene un papel destacado poco habitual, simplemente porque la novela supone que la Iglesia se prolongará hacia el futuro tanto tiempo como lo ha hecho en el pasado.
- ¿En qué está trabajando ahora?
Ahora escribo lo contrario de una novela de Dan Brown. Mi joven héroe se da cuenta de que su aspecto y carácter no son como los de sus hermanos y comienza a preguntarse si será adoptado. De algún modo, la capital del queso en América, Tillamook, en Oregón, no le parece su verdadero hogar. Su padre es diácono de la Iglesia Católica, quizás un asesino del Opus Dei o, mejor aún, un caballero templario cuyo gran maestre sigue controlando el Arca de la Alianza. Cuando nuestro héroe va a trabajar en el Museo Encantado, cuyo conservador es un científico loco que colecciona animales que no podrían existir en nuestro mundo, descubre que existe más de un mundo. Nuestro joven héroe se enamora con la bella hija del científico loco y va en su recate cuando el científico loco le advierte a él que ella esta a punto de abrir una puerta a una dimensión paralela empleando la espiral de Moebius.
La idea que subyace la historia es que la energía requerida para crear un segundo universo paralelo es mayor que el universo y viene desde fuera de él, por lo que únicamente cuando ocurren los milagros o fallan sin llegan a ocurrir es cuando la línea del tiempo se dividen en dos paralelas. El mayor enemigo del joven héroe es el mundo que surgió cuando la Torre de Babel -en esa versión de la historia- no llegó a sufrir la confusión de las lenguas y no fue derribada. Por desgracia, los babilonios fueron los primeros de todas las historias paralelas en descubrir el secreto de cómo viajar lateralmente en el tiempo. Al ser de un mundo donde no hay naciones ni tribus ni divisiones, los babilonios no pueden imaginar ni tolerar el vivir en paz con otros vecinos, ni la unidad o comunión con ellos, de modo que han conquistado todas las versiones de la historia y pronto conquistarán la nuestra.
Hay mucho más, por supuesto. La narración incluye chicas ninja con máscaras de mono, profetas que levitan, arimaspianos con uno solo ojo, hierro viviente, blemmienos sin cabeza, bebedores de sangre y cinocéfalos, esciópodos con una sola pierna, por no mencionar el oro robado del Rin, el mayal de un faraón conquistado, la capa de la invisibilidad, el Cáliz de Jamsyd, un androide o torre ambulante como una armadura reluciente de cuarenta pisos de altura -propulsado por la oración- y una hermosa sirena de un mundo donde las flotas que partieron del Arca de Noé todavía no han encontrado tierra firme.
- Finalmente, dos preguntas obvias para todos los escritores católicos de ciencia ficción: ¿Algún cardenal se ha puesto en contacto con usted para enrolarle en la Conspiración secreta para reemplazar a todos los jefes de estado por robots y así esclavizar los países libres, sometiéndolos a la Tiranía de la Iglesia? ¿Ha recibido las indescifrables claves secretas en latín medieval para las comunicaciones con la Congregación para la Propagación de la Fe por la Espada (Láser)?
No, pero me han dado el rosario descodificador secreto con hilo estrangulador incorporado, la mochila-cohete de camuflaje y me han enseñado el confesionario secreto cuya trampilla conduce a la guarida oculta donde el superordenador resuelve-crímenes del Arzobispo zumba poderosamente. Adornando los muros de la guarida, junto con peniques gigantes y robots de dinosaurios, está la sala de trofeos con reliquias e iconos. Desde esta cueva, legiones de sacerdotes-ninja vestidos de negro surgen para perseguir a los criminales o malhechores... para oír sus confesiones, darles el perdón y contarles los secretos de la vida eterna.
Comparado con lo extraño y sobrenatural que es esto, cualquier mera conspiración para conquistar el mundo parece insulsa, ¿verdad? El mundo ya está sometido al dominio de la Cabeza de nuestra Iglesia, porque toda autoridad en el cielo y en la tierra es Suya.

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Notas:

1. Ciencia Cristiana. Un sistema de creencias y curación espiritual fundado por Mary Baker Eddy en el siglo XIX. 
2. Los Estados Unidos de América. Una breve reseña del autor en su blog:
3. Probablemente se refiere a Jn 5, 22-23: “El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo su poder de juzgar. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre”.
4. St. John's College está en la ciudad de Annapolis, en el estado norteamericano de Mariland.
5. Los Federalist Papers fueron un conjunto de 85 artículos invitando a ratificar la constitución de los EEUU.
6. Lysenko fue un ingeniero agrónomo soviético que tuvo altos cargos en biología y agricultura hasta 1965. Rechazaba la genética de Mendel y sus métodos provocaron grandes pérdidas.
7. Deal Hudson es un católico dedicado al activismo político en EEUU. 


Esta traducción ha sido realizada por un desinteresado lector, que ha preferido permanecer en el anonimato

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