Escrito por Redactora | |
miércoles, 02 de mayo de 2012 | |
Corría el año 1987 y el Sínodo de los obispos destinado a estudiar la vida y misión de los laicos había terminado. Uno de los temas calientes de la asamblea había sido la floración de los llamados nuevos movimientos, su perfil, su tarea y su encaje en el cuerpo eclesial.
El relator del Sínodo, cardenal Thiandoum, fue interrogado por los periodistas al respecto y respondió contundentemente que "el Sínodo ha reconocido la plena ciudadanía de los movimientos en la Iglesia". ¿Punto final? Evidentemente no, porque hablamos de realidades vivas y todo lo vivo plantea preguntas y suscita problemas junto con los frutos que ofrece.
Han pasado veinticinco años, y la clarificación llevada a cabo por los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI en esta materia ha sido impresionante. El primero amaba la variedad de los carismas casi de una forma natural, como si esa "producción" aparentemente anárquica del Espíritu le resultase de por sí amable, coincidente con la propia vibración de su alma grande. Permanece inolvidable su abrazo a los movimientos y nuevas comunidades en la fiesta de Pentecostés de 1998, en una Plaza de San Pedro cuajada de las más variadas presencias. Allí el Sucesor de Pedro, con todo el peso de su autoridad, explicó que "ministerio y carisma eran coesenciales" y describió la génesis histórica de los carismas apelando al diálogo continuo de Cristo con los hombres de cada etapa histórica.
El Papa Ratzinger tiene su peculiar y original recorrido de relación con los llamados nuevos carismas. A él le tocó durante largos años la tarea ardua y vital del discernimiento de cuanto nuevo surgía en la Iglesia, y siempre demostró tanta delicadeza como penetración racional. Su acercamiento, él mismo lo ha revelado en más de una ocasión, tenía un corte "más racionalista", más analítico y lleno de curiosidad intelectual. Siendo en origen un teólogo y un hombre preocupado por la renovación de la Iglesia en un momento de grave desafío histórico, el surgimiento de estas realidades supuso para él un motivo de interrogación, de profundización, y al cabo de gran alegría. Y por supuesto, sin asomo de buenismo ni tópicos arco iris. Joseph Ratzinger era demasiado exigente como para ceder a esa tentación.
Lo revelaba así, con su sinceridad desconcertante, a los obispos de Portugal: "os confieso la agradable sorpresa que he tenido al encontrarme con los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Al observarlos, he tenido la alegría y la gracia de ver cómo, en un momento de fatiga de la Iglesia, en un momento en que se hablaba de «invierno de la Iglesia», el Espíritu Santo creaba una nueva primavera, despertando en jóvenes y adultos la alegría de ser cristianos, de vivir en la Iglesia, que es el Cuerpo vivo de Cristo. Gracias a los carismas, la radicalidad del Evangelio, el contenido objetivo de la fe, la corriente viva de su tradición, se comunican de manera persuasiva y son acogidos como experiencia personal, como adhesión libre a todo lo que encierra el misterio de Cristo".
Por supuesto, Benedicto XVI sabe también la fatiga que comporta que cada nuevo brote del cuerpo eclesial encuentre su espacio, crezca y madure, de modo que ofrezca su contribución al conjunto. Y hablando a los obispos les encarecía que ayuden a los movimientos "a encontrar el camino justo, haciendo correcciones con comprensión, esa comprensión espiritual y humana que sabe aunar la guía, el reconocimiento y una cierta apertura y disponibilidad para aprender".
Pues sí, han pasado veinticinco años de aquella solemne ciudadanía proclamada por el Sínodo, pero cuánto cuesta a veces que el conjunto de la Iglesia asimile ciertas cosas. Y lo digo porque hace pocos días me ha sorprendido la prosa de una conferencia regional de obispos de un país europeo, que me hace temer (¿temor infundado?) que este cuarto de siglo haya pasado en vano. Una sequedad terca y nada paternal, un olvido casi culpable, y una miopía para afrontar el desafío de la nueva evangelización que desalienta. Desde luego pocos se opondrán explícitamente a las citas del Papa antes mencionadas, pero otra cosa es que ese reconocimiento y ese estilo pastoral triunfen.
Conste que no tiene sentido hacer una valoración en bloque de los llamados nuevos movimientos, que por cierto ya no son tan nuevos (muchos son bastante talluditos) y algunos rechazan esa denominación por diferentes razones. Entre ellos hay tanta variedad y disparidad de sensibilidades como pueda encontrarse en la historia entera de la Iglesia. Además la realidad es dura y pone a prueba a todos, y como siempre ha sucedido en la historia, unos resultan fuertes y perdurables mientras otros se debilitan y agostan. Pero lo que resulta absurdo es hacer como si no existiesen, o mantener una inveterada reticencia por el simple hecho de que no han surgido de las planificaciones oficiales o de que tienen un temperamento propio. Reticencia, por cierto, que no afecta sólo a determinadas curias diocesanas, sino también a notables seglares siempre dispuestos a "coordinar" la vida que surge, tan incómoda y fuera de sus esquemas. Parece que algunos toleran y padecen que los movimientos existan, aunque en realidad piensan (o eso parece) que no son formas completas y redondas de vivir eclesialmente.
Vivimos un momento crucial, marcado por el cansancio de la fe y la pujanza de un nihilismo corrosivo. Sería estúpido echar alquitrán sobre los brotes que nacen en el tronco, pretender que la respuesta nazca de un diseño de laboratorio. Benedicto XVI lo decía de un modo estupendo en la pasada Misa Crismal: "mirando a la historia de la época post-conciliar se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo". Se ve que a algunos esta inagotable vivacidad les cansa enseguida. Pues apañados están, afortunadamente.
Fuente: Páginas Digital 2 de mayo de 2012
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miércoles, 2 de mayo de 2012
LA PLENA CIUDADANÍA DE LOS MOVIMIENTOS, QUE NO LO ES TANTO, POR JOSÉ LUIS RESTÁN.
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