diariodecadiz.es
Conciencia y política
·
LA preocupación por lo público forma parte de lo humano. Ya lo decían
los clásicos: algunos tienen que dedicarse a lo que es de todos, para que cada
uno pueda hacerlo con aquello que le es propio. Noble contribución la del
político.
Sin embargo, lo "demasiado humano" ha acompañado de continuo la
política desde que el mundo es mundo. Uno repasa esa maestra de la vida llamada
Historia, y siempre encontramos lo mismo: decisiones de gobierno más o menos
acertadas y, acompañándolas, prevaricaciones, injusticias, enriquecimiento
personal, prepotencia, demagogia... Unas veces con más intensidad, otras con
menos, habitualmente ha sido así.
La conclusión parece obvia: da lo mismo quién esté; todos hacen igual. Además
de injusta, tan extendida opinión resulta cómoda y no compromete, por eso es
tan frecuente escucharla. Por supuesto, más entre la gente con menos
preparación y compromiso público. Propicia el inmovilismo y la permanencia de la corrupción. El
reconocimiento del mal no exime de combatirlo dentro y fuera de uno mismo. De
lo contrario, sería como decir: me sustraigo de curarme una enfermedad porque
sé que me moriré tarde o temprano.
Confieso que la política partidista nos provoca con frecuencia la náusea. Los medios no
debieran dedicarle tanto tiempo y espacio a las declaraciones y combates
dialécticos de los políticos. En España somos muy dados a prestarles más
atención de la debida. A darle vueltas
a un comentario o una palabra sin mayor trascendencia de un hombre público. No
son sino dardos arrojadizos pensados malévolamente para erosionar al
adversario. Lo único que se consigue acogiéndolos es mostrar la cara deplorable
de la política, contribuyendo con ello a la pérdida de interés por ella y a su
desprestigio.
Pueden llegar, incluso, a producir cierto pesimismo antropológico, al
convencernos de la inmensidad de la estupidez humana. Se trata de palabras que
se lleva el viento, efecto de coyunturas pasajeras, dichas para decir lo que
consideran obligado. En general, quienes las expresan no se plantean buscar la
verdad, sino descalificar al contrario. Causar un efecto mediático -con la
complicidad de los periodistas-, sin que interese lo más mínimo el comprenderle
y menos empatizar con él o ponerse en su situación.
Forma parte de la estrategia partidista. Y en esa perversa pirueta dialéctica
resulta difícil que el ciudadano vea la necesidad y la grandeza que tiene la
función política. Sus propios agentes son los encargados de echar por tierra la
importancia de su labor. Cuanto más hombre de partido se es, sin una formación
moral o humanística compensadora, más frases hechas y consignas, sin
objetividad alguna, suelen prodigarse.
Peor aún es el efecto que esta perversión produce en los mismos políticos.
Termina por anegar su propia conciencia, al convertir la falsedad en su propia
verdad. Se acostumbran a mentir, a no discernir sobre la moralidad de sus
palabras y acciones. O terminan creyendo, de no ejercitarla, que la conciencia
no existe, que es una invención de los moralistas, hombres alejados de la
realidad, cuando ciertamente son ellos quienes llegan a confundir su ficción
con la verdad. En lugar de
buscar el bien de sus conciudadanos, terminan confundiéndolo con los remedos de
su ideología o sus estrategias para ganar votos. Forma parte -suelen
consolarse- del juego político de la democracia. Al prescindir de
la verdad tienen que negarla (aunque no lo hagan abiertamente), desvinculándola
de sus afanes y alimentando así una sólida base de relativismo moral, que
terminan instituyendo erróneamente como fundamento de la democracia. Ellos se consideran
a sí mismos como pragmáticos y realistas.
Afortunadamente, no todos los políticos caen en esa tentación. Cada uno de
nosotros guardamos en la memoria nombres de quienes no siguieron esta vía. O,
al menos, lucharon y luchan por no disociar conciencia y política. Pero, para
desgracia del común, no son éstos quienes habitualmente marcan la pauta en los
partidos. Tampoco quienes más suenan en los medios. Suelen estar en puestos
secundarios o poco relevantes. O no se dedican a la política nacional. Han de
hacer un enorme esfuerzo por mantenerse y fecundar con su ejemplo el partido.
Se empeñan con frecuencia en casar las decisiones tomadas en él con su
conciencia, y esperan la llegada de tiempos mejores para que sus puntos de
vista florezcan. Las afrontan a veces como un mal menor. Y sufren o terminan
yéndose por la puerta de atrás, con las orejas gachas.
Una política sin conciencia termina cobrándose un fuerte tributo. Se vuelve
contra quienes la practican y daña la imagen de una tarea noble y necesaria,
arrastrando al conjunto. La gente ve en ella un postizo, una carga que,
innecesariamente, debe soportar la mayoría, en beneficio de unos pocos. Se
desinteresa de la política.
Muy en la línea de pensamiento medieval que domina al profesor Bustos. La rueda de la fortuna siempre está presente en la concepción cristiana del tiempo y la historia, claro.
ResponderEliminarMe gustaría saber a qué políticos se hace referencia. ¿A aquellos que cobran máxima pensión como ex-presidentes del Gobierno o ex-parlamentarios? ¿A aquellos que cobran sueldos millonarios (que multiplican por cuatro el sueldo del actual primer ministro) como consejeros de empresas privadas?
No es casualidad que todos los miembros del gabinete de gobierno acaben como consejeros de compañías privadas. No se trata de un ataque indiscriminado contra lo privado. El sector público se está viendo devorado por el privado, gracias a que quienes administran lo público lo permiten y lo fomentan desde su posición.
¿Por qué aceptaron a Aznar en Endesa? Desde 2002 la luz ha subido un 87%, ¿es casualidad? Otro tanto se puede decir de Felipe González, y de ministros tanto "socialistas" como "populares" (Solbes, Rato, Salgado...).
UNA VERGONYA