Hay costumbres muy solemnes que analizadas desde la distancia pueden ingresar en los espacios del alipori, de la vergüenza ajena. Por ejemplo, la ignición del pebetero olímpico, que emociona en demasía a los presentes. La entrada del último atleta portador de la antorcha en el Estadio conmueve en exceso, cuando en realidad no es otra cosa que un señor o una señora corriendo con una vela encendida en la mano. Quizá, lo que se aplaude es que no se apague la vela, que en condiciones normales lo haría sin ningún género de dudas. Y otra costumbre, muy generalizada en España y en menor medida en otros países, es el minuto de silencio con el que se homenajea en los momentos previos al inicio de un partido, a una persona fallecida. Sólo es admisible cuando el sentimiento es sincero y común. Decenios atrás se disputaba un partido entre el Real Madrid y el Atlético. Se había producido, días antes, un terrible naufragio en un lago chino. Se ahogó una multitud de usuarios de un «ferry». Ninguno de los fallecidos tenía nada que ver con los jugadores del Real Madrid y del Atlético, que estaban tensos, deseando que el árbitro les permitiera comenzar el partido. Se oyó una voz por la megafonía del Estadio. «Un minuto de silencio por las víctimas del lago Fu-Man-Chú», o como se llamara. Todos obedecieron, pero una voz rompió la armonía: «¡ A ver si los chinos construyen mejor sus barcos, aúpa “Aleti”!». Y el grito fue muy celebrado por las dos aficiones.
Pero el domingo por la mañana, se produjo un silencio sincero, profundo y emotivo. En el estadio «Alfredo Di Stéfano» de Valdebebas, disputaban el partido de vuelta de la eliminatoria de ascenso a Segunda División el Real Madrid Castilla y el Cádiz. Al encuentro de ida había asistido el Presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, acuciado por su mujer, Pitina Sandoval, gran seguidora de los equipos de la cantera madridista. Su inesperado fallecimiento conmovió a todos los que forman parte de esa familia multitudinaria que se reúne en torno a los sentimientos blancos. Escribo de ello porque me impresionó y emocionó. Ahí, en el pequeño campo que lleva el nombre del más grande jugador de la historia del fútbol – y del Real Madrid–, y ante un Presidente roto por el dolor, se recordó a Pitina Sandoval con un minuto de silencio de verdad, de los que no mienten, de los que no se imponen, de los que salen del alma. Los jóvenes futbolistas del Castilla sabían que rezaban y recordaban a su más ferviente defensora. Ni el zumbido de una mosca. Y Florentino Pérez, cuando estalló la ovación de todo el público que llenaba el «Alfredo Di Stéfano» no pudo controlar su melancolía y lloró como un hombre, sin esconderse, luchando contra su tristeza infinita. Nada tuvo de ridículo, ni de normativo, ni de obligado ese minuto de silencio en recuerdo de una mujer extraordinaria.
Y el premio fue el ascenso. Pero eso pertenece exclusivamente a las cosas del fútbol, que no siempre van acompañadas de las cosas humanas. Los que creyeron –o creímos– que Florentino Pérez era un implacable empresario ajeno a los sufrimientos, se apercibieron –o nos apercibimos– de que estábamos absolutamente equivocados. Sentí por el Cádiz su derrota y celebré la gran victoria del Real Madrid Castilla. Pero lo más importante que sucedió el domingo por la mañana en Valdebebas fue la expresión de unánime dolor por la muerte de la mujer, de la compañera durante cuarenta años, de un Presidente del Real Madrid que sabe llorar sin ocultarse.
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