Siempre que llega un gran campeonato internacional o unos Juegos Olímpicos se abre en España el debate del Himno, que si debe o no debe tener letra para ser cantado con mayor emoción. Oídos los mensajes de la mayoría de los himnos nacionales, creo que el nuestro hace muy bien en renunciar a un texto. La Novena de Beethowen no es superior a la Séptima por su aportación coral. Las estrofas de los himnos nacionales son excesivamente grandilocuentes, épicas y ajustadas a un período de la Historia o a un hecho histórico. En España, donde su Historia se inventa y retuerce en muchas autonomías, el acuerdo del hecho histórico sería imposible. La Historia, «eso que nunca ocurrió contada por una persona que no estaba allí», es incluso difícil de unificar en naciones recientes. En la década de los cincuenta del pasado siglo, el gran escritor –pisoteado por la desmemoria de las izquierdas–, José María Pemán se aproximó al éxito. Escribió un texto tomando el Descubrimiento de América como fundamental referencia. «Gloria a la Patria/ que supo seguir/ por el azul del mar/ el caminar del Sol». No es peor que el «God Save de King» o la violenta «Marsellesa». Pero no cuajó. Y ahora sería imposible. Los descendientes de aquellos marinos vascos y catalanes – que los hubo, y muchos–, que supieron seguir por el azul del mar el caminar del sol, se sentirían hoy ofendidos por el recuerdo. Asombrosa y estúpidamente ofendidos, pero ofendidos al fin y al cabo. Con gran sentido del humor podría haberse establecido como letra de nuestro himno la pérdida de las últimas colonias. El fantástico poeta satírico Manuel del Palacio, que trabajaba de enchufado en el ministerio de Ultramar, fue desposeído de su enchufe cuando designaron como ministro del mismo a Juan Manuel Sánchez Gutiérrez de Castro, duque de Almodóvar del Río, Grande de España y muy menguado de centímetros, y poseedor –según los cronistas de la época–, de una mala leche impresionante. El duque se interesó por la actividad encomendada al poeta, y al comprobar que la actividad era nula, el duque puso al poeta de patitas en la calle. Pero Manuel del Palacio se vengó con unos versos que resumían la gestión del señor ministro: «Le llaman Grande y es chico;/ fue ministro porque sí./ Y en once meses y pico,/ perdió a Cuba,/ a Puerto Rico/ a Filipinas… y a mí». Manuel del Palacio podía haber escrito un texto del desastroso final del siglo XIX, pero no hubiese sido admitido. De ser argentino, encomendaría a «The Luthiers» que modernizaran su himno. Se adelantaron al caos de Las Malvinas, y compusieron una marcha militar absolutamente genial, que terminaba, en alto grado de emoción, con la siguiente revelación: «Perdimos, perdimos, perdimos otra vez». Oír el Himno de Togo o de Uganda –con el respeto que me merecen togoleses y ugandeses–, y escuchar las referencias a la gloriosa Historia de tan jovencísimas naciones sin mostrar un cierto estupor es harto complicado. Las letras de los himnos no mejoran el significado de la música y, en la mayoría de las veces, son negativas.
En España, insisto en la imposibilidad de crear un texto que merezca la aprobación de los reyecillos de Taifas autonómicos con pretensiones de estadistas. Son capaces de establecer comparaciones entre la unificación de España y el Descubrimiento de América con la victoria de una trainera en la Regata de La Concha o la creación del cuerpo de los Mozos de Escuadra, que se debe –mala suerte–, a Felipe V. Entiendo que lo escrito es una caricatura de los soberanismos aldeanos, pero también es una manera de describir la imposibilidad de un acuerdo.
Aquí estamos siempre dispuestos a destrozar las tradiciones. El Himno Nacional o Marcha Real, nacida de la Marcha de Granaderos, fue suprimida en los períodos republicanos, afortunadamente breves. En Rusia, mantienen la melodía del Himno de la URSS y tan sólo han variado algo de sus mensajes. Con ese himno habían crecido varias generaciones y así lo entendieron los nuevos dirigentes. Adaptar que no destruir. Por mi parte, me considero afortunado de tener, como español, un himno sin letra. La letra la pone cada uno con sus sentimientos y sus emociones. El gesto de Rafael Nadal oyendo el Himno y mirando como asciende la Bandera en el mástil más alto de París es mucho más significativo que el recuerdo de un hecho histórico convertido en música. Otra cosa es el respeto y la buena educación que tienen los ciudadanos de otras naciones cuando de homenajear a sus símbolos se trata. Eso depende de la formación y se aprende desde niño. En España esa dependencia y aprendizaje se ha convertido en una lección de animadversión hacia lo común por culpa de los traidores al concepto de nuestra unidad. Ése sí es un problema. El que tengamos letra o no en nuestro Himno Nacional es simplemente anecdótico.
En España, insisto en la imposibilidad de crear un texto que merezca la aprobación de los reyecillos de Taifas autonómicos con pretensiones de estadistas. Son capaces de establecer comparaciones entre la unificación de España y el Descubrimiento de América con la victoria de una trainera en la Regata de La Concha o la creación del cuerpo de los Mozos de Escuadra, que se debe –mala suerte–, a Felipe V. Entiendo que lo escrito es una caricatura de los soberanismos aldeanos, pero también es una manera de describir la imposibilidad de un acuerdo.
Aquí estamos siempre dispuestos a destrozar las tradiciones. El Himno Nacional o Marcha Real, nacida de la Marcha de Granaderos, fue suprimida en los períodos republicanos, afortunadamente breves. En Rusia, mantienen la melodía del Himno de la URSS y tan sólo han variado algo de sus mensajes. Con ese himno habían crecido varias generaciones y así lo entendieron los nuevos dirigentes. Adaptar que no destruir. Por mi parte, me considero afortunado de tener, como español, un himno sin letra. La letra la pone cada uno con sus sentimientos y sus emociones. El gesto de Rafael Nadal oyendo el Himno y mirando como asciende la Bandera en el mástil más alto de París es mucho más significativo que el recuerdo de un hecho histórico convertido en música. Otra cosa es el respeto y la buena educación que tienen los ciudadanos de otras naciones cuando de homenajear a sus símbolos se trata. Eso depende de la formación y se aprende desde niño. En España esa dependencia y aprendizaje se ha convertido en una lección de animadversión hacia lo común por culpa de los traidores al concepto de nuestra unidad. Ése sí es un problema. El que tengamos letra o no en nuestro Himno Nacional es simplemente anecdótico.
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