José Luis Gutiérrez, «El Guti», era como un aluvión. Todo en él era grande. El periodista que vino de la mina y la metalurgia. Estoy en condiciones de apostar que no le sentaba mal ni el botillo de su tierra. Abierto y hosco, vehemente, sincero, valiente. Si te buscaba para algo, su persecución era implacable, y siempre ondeabas la bandera blanca de la rendición. Se ha repetido mucho en estos días, los primeros de su muerte, que fue uno de los grandes periodistas «de la transición». Ése no fue su mérito. Le tocó vivirla y escribirla por coincidencia cronológica. El «Guti» fue un corajudo, un hombre sin miedo, un escritor en busca de un estilo que al fin encontró en su «Erasmo» críptico y ceroniano, en muchas ocasiones dadaísta. Tan claro en persona y tan meticuloso en la divertida búsqueda de la confusión. Fue periodista en un principio, admirable cronista, y estupendo, bronco escritor en sus últimos años. Solterón empedernido, pero como apunta Raúl del Pozo, ha dejado más de una viuda desconsolada. Hubo un tiempo que se dejaba caer en la atardecida por «Embassy». Siempre buscaba compañía, porque la libre soledad del célibe, de cuando en cuando, le abrumaba. «Vengo aquí porque gusto mucho a las señoras separadas de derechas». En efecto, languidecían ante su brusquedad, su tono de voz valleinclanesco, su suavidad con la presa elegida.
Transportaba bultos. O una cartera, o un ordenador, o la cartera y el ordenador simultáneamente. Tenía una personalidad definida y brillante. Detrás de su aparente tosquedad reinaba una sensibilidad pasmosa. Me llamaba «marqués», que no lo soy. «No me huyas, marqués, que siempre terminas escapando». Le ilusionaba, además de su colaboración en «El Mundo», su revista «Leer», que dirigía escrupulosamente. Luchó como un nuevo Espartaco para sacar adelante, como director, «Diario 16», huérfano de Pedro Jota. Y lo mantuvo durante dos años, pero un periódico en caída es muy difícil de levantar, y se dejó media vida en el intento. Se las tuvo tiesas con Hassán II, y perdió hasta en el Tribunal Constitucional. Pero el «Guti» jamás se rendía, tenía toda la razón y finalmente le concedió su amparo el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. Sus manos de metalúrgico podían tumbar a un toro, pero se las dedicó al papel y a las teclas. Fue amigo de Felipe González hasta que su honestidad se sintió traicionada. En los espacios del periodismo, competía en romanticismo estético con su barojiano tocayo José Luis Martin-Prieto. Un día, Luis Del Olmo nos llevó hasta Villablino, en plena Lanciana, a hacer el programa de radio en una mina de carbón de la MSP a trescientos metros de profundidad. José Luis, el «MP», como se le conoce en la jerga periodística, salió a la luz blanco como un alhelí, a punto del ataque de claustrofobia. Cuando, exagerando, le narré el episodio al «Guti», las carcajadas y aspavientos de éste callaron todas las conversaciones del restaurante que habíamos elegido. En aquellas tertulias de Luis Del Olmo, descabezó y le quitó el disfraz de decente a un periodista político que abandonó el estudio a toda pastilla. Cuando se ponía de malas era imparable.
«Marqués, nuestra generación es invencible», me dijo semanas atrás. Había engordado, pero no se le apreciaban grietas amenazadoras. Además de un gran periodista, era un gran hombre, una especial y formidable persona. No quiero que se vaya del todo sin que lea a destiempo estas palabras que le dedico en forma de elegía.
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