Don Rafael; por Alfonso Ussía
En Roma y Londres lo adoran. En París no soportan su grandeza. En Merlbourne y Nueva York es querido y respetado. En Madrid le pintan la arcilla de color azul por orden de un caprichoso rumano. Caprichoso y hortera. Me refiero a don Rafael Nadal, el más grande deportista español de todos los tiempos.
Serio y siempre correcto. No le recuerdo ningún lanzamiento de raqueta. Dentro de la pista, un profesional con una inteligencia y una capacidad de sufrimiento infinitas. Fuera de ella, una persona normal, abierta, simpática y separada del divismo distante de los que se consideran –con razón– superiores a los demás. Tiene una novia guapísima que no es modelo. Se llama María Francisca, tan bonito, no una tontería de las de ahora. En los palcos de los jugadores, su familia. Su madre, su padre, su hermana, sus tíos. Uno de ellos, Toni Nadal, su entrenador. Así que celebraba su primer triunfo en París, su primer «Grand Slam» con sus amigos en Manacor, y su tío hizo acto de presencia en el local de la celebración. «Rafael, mañana a las 8 entrenamos. Vosotros podéis quedaros. Tú, a la cama». Y a la cama se fue.
Ha triunfado en todas las superficies. Diez torneos grandes, veintiún «Masters 1000», innumerables «masters 500» y otros campeonatos. Medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Tres – espero no equivocarme–, ensaladeras de la Davis. Pero en París lo aborrecen y en Madrid le pintan el polvo de ladrillo de azul añil, porque en París lo envidian y en Madrid manda un rumano que se hizo famoso en el tenis por formar pareja con Nastase, que ese sí que era bueno. Me interesa y divierte la inmediata cita con París. Este año ha ganado dos finales a Djokovic, el maravilloso tenista serbio que tantas amarguras le proporcionó en el año 2011. Federer sigue arriba, pero ya no asusta. Federer es el Guardiola del tenis. Aparentemente bueno, elegantísimo en su juego, y con una retranca considerable. En París lo adoran, a pesar de que su nombre y apellido los haya desafrancesado. En lugar de Roger Federer, Róger Féderer. Me pregunto que ha hecho don Rafael, además de ganar, para recibir tanta agresividad del público parisino. Don Rafael y el resto de los tenistas españoles, entre los que hay, seamos sinceros, más de uno bastante antipático.
Francia es muy suya, grandiosa, patriota y poderosa, pero en el tenis no acierta. Los españoles, contando a Arancha, han ganado una veintena de campeonatos en París desde que Santana consiguiera el primero contra Nicola Pietrángeli. Y los franceses no catan la «Copa de los Mosqueteros» porque siempre aparece un español y derrota al francés en la semifinal. Les sucede lo mismo a los británicos, pero su público, el de Wimbledon, ama al tenis por encima de todas las cosas, y aplaude al mejor. Se calcula que los franceses no ganan en «Rolland Garros» desde que Giscard D’Estaign no tenía todavía pelitos en las piernas, y vamos a dejarnos de pelitos porque siempre acabamos en lo mismo.
A don Rafael lo metieron los del Canal-Plus francés en una abominable broma relacionada con el dopaje. A él, precisamente, que es uno de los deportistas más limpios y ejemplares de cuantos triunfan por el mundo. En la próxima edición de «Rolland Garros» – me atrevo a vaticinarlo y me apuesto las orejas con quien se atreva–, tampoco ganará un francés. Si lo consiguiera Nadal, el odio aumentaría, pero a mí, particularmente, ese odio me engatusa y colma de satisfacción. Un odio torrencial, orgásmico para quienes admiramos sin límites al campeón envidiado. Don Rafael, mucha suerte y a soportar groserías, que aquí lo queremos más cuantos más improperios le dediquen los que nunca ganan.
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