Nada tengo contra la gran cadena sueca de muebles y tuercas. Jamás he entrado en un establecimiento de Ikea y no creo que exista la posibilidad de que cambie mi actitud. Me agobian los gigantes del mercado. Para comprar dos latas de sardinas en aceite de oliva hay que recorrer kilómetros. Soy partidario de la vieja cordialidad de las tiendas de ultramarinos, esa voz tan bonita que nos recuerda aquella España que importaba sus productos de ultramar. En Cádiz y Sevilla, los ultramarinos son, en su gran mayoría, propiedad de los jándalos, los «jandaluces», aquellos montañeses que abandonaron los verdes cantábricos para encontrar la fortuna en América, y se quedaron en Andalucía la Baja. «Echa vino, montañés/ que lo paga Luis de Vargas», en el romance de Fernando Villalón, ganadero, brujo, jinete, garrochista, poeta y marqués de Miraflores de los Ángeles, todo un tío. De Borleña, en el valle de Toranzo, no lejos de Vejorís, raiz familiar de don Francisco de Quevedo, es el gran «Trifón», jándalo y bético, que mantiene la tradición señorial de los ultramarinos en el centro de Sevilla, en «La Flor de Toranzo», mitad bar y mitad tienda. Los supermercados son como las cafeterías, impersonales y sin ángel. Hay muchos aficionados a comprar en las grandísimas superficies, pero uno es de comercio antiguo, de saludar con el nombre y de perder el tiempo hablando de la mar y de los peces. Muy difícil hablar de la mar y de los peces en un establecimiento de Ikea, donde predomina la simpatía y la gracia sueca, como debe ser.
Una cadena tan poderosa no podía estar ausente en donde se compra con más desenfreno, y ha inaugurado una inmensa tienda en Arabia Saudita, allí a la vera de los pozos de petróleo. Suecia es una de las naciones con una sociedad más libre y avanzada. En mis tiempos juveniles «las suecas» eran el elixir, el maná de los intrépidos machos ibéricos. Y para mí, Suecia es una acuarela de mujer rubia, estilizada, comprensiva y liberal. De golpe y porrazo, en su publicidad saudita, han rasgado la acuarela. Ha desaparecido de la portada de su folleto publicitario, en la que se aprecia a una feliz familia entre muebles de Ikea, nada menos que la mujer, es decir, el fundamento de cualquier núcleo familiar. Han borrado a la mujer y madre, dejando a los dos hijos al cuidado del padre, que sonríe sin que nos explique el motivo de tanta alegría. Una mujer sin velo, burka o lo que sea, es un gravísimo pecado en Arabia, y los de IKEA, ante el gozo de los petrodólares, han preferido borrar de un plumazo al pecado, a la mujer sueca, a uno de los mitos más compartidos y amados en la Europa mediterránea. Como se trata de una exigencia islámica obligada, el feminismo europeo no se ha enfadado en exceso. Defender la igualdad del hombre y la mujer en la sociedad que sea, se ha convertido en una obsesión de fachas y cavernícolas. Ellas sólo se mueven –las feministas–, en territorios de aldea, y si en Arabia una mujer es considerada menos valiosa que una camella o una mula, aquí se callan para no molestar al siglo XI. Ni Bibiana Aído se ha manifestado al respecto desde Nueva York.
No descarto el hundimiento de la civilización judeocristiana, del mundo occidental, del hombre libre, ante el poder económico de los hijos de Alá. Aceptamos que nos cambien por petrodólares la figura y la dignidad de nuestras mujeres, y eso, qué quieren que les diga, no puede considerarse una buena noticia.
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