Los jóvenes.
William J. Bennet, un pensador nortemericano que fue Secretario de Educación con el Presidente Reagan, ha dicho que la crisis de nuestro tiempo es de orden espiritual y que más específicamente se debe a una dolencia del corazón cansado: la tristeza. Creo que no exagero cuando afirmo que muchos jóvenes de nuestra época son personas tristes aunque están en la flor de la edad. Una tristeza cuyo síntoma más visible en los jóvenes es la apatía, la desgana, el desinterés por las cosas reales, también por supuesto el desinterés por la sabiduría. Esta apatía melancólica, este cansancio del corazón, incluso puede degenerar en alcoholismo o drogadicción.
Esta tristeza de los jóvenes tiene, no se puede negar, causas objetivas.
Los jóvenes entre 20 y 35 años son los grandes perjudicados de la actual crisis económica que vive España. Toda una generación, la más preparada, busca su sitio. Su tasa de paro, del 40%, duplica la de los europeos de su edad. Sin trabajo, sin ingresos, sin casa propia y sin proyecto de vida independiente. Esa es la frustrante realidad que castiga a una gran parte de los jóvenes españoles. España se asoma al abismo de una generación desaprovechada y condenada a perder todos los trenes que otros, pertenecientes a la generación anterior, sí pudimos coger.
Conviven ahora dos realidades. “Los menores de 35 años, laboralmente tienen poco que ver con los de más de 40″, dicen los sociólogos: “hay una doble escala salarial. Y no es solo cuestión de cuánto se cobra. También tienen peores horarios, menos derechos…”.
Esta dramática situación ha llevado a algunos analistas a hablar de “una generación perdida”. En efecto, la crisis está castigando con especial saña a los jóvenes, a esa generación en la que la sociedad ha invertido más que nunca en términos de educación para ofrecerle después un empleo que requiere una menor cualificación o enviarlo directamente a la precariedad laboral o el paro.
Ahora bien, a pesar de todas estas circunstancias socio-económicas adversas, me atrevería a decir que el problema de la falta de alegría de la juventud tiene más que ver con la ausencia de esperanza. Y esta ausencia de esperanza y de confianza (repárese en que esperanza y fe siempre van unidas) lleva a que el idealismo tan característico de la juventud no fructifique en un compromiso y/o identificación con causas nobles, por equivocadas que éstas sean, como ha sido la norma hasta ahora, sino en un hipercriticismo estéril y el rechazo a todo compromiso o identidad que no sean las propias de las llamadas tribus urbanas o el grupo de amigos.
Tampoco ayuda en este sentido la percepción que el joven tiene del adulto como alguien de alguna forma acomplejado o acobardado ante su papel de guía. Nadie quiere ahora el papel de quejumbroso sermoneador de jóvenes o de fustigador de las incoherencia juveniles. Y es que la sociedad actual en su conjunto ha idolizado a los jóvenes, casi diríamos los ha divinizado, imponiendo modelos juveniles de vestir y comportarse al conjunto de la población, niños y ancianos incluidos. El grado de tolerancia con la estupidez juvenil no tiene límites, en especial en los altavoces mediáticos siempre cómplices de sus excesos. De hecho, se admite fácilmente que uno pueda criticar a los jóvenes, como en su día no se reconocía el derecho a dudar de los dioses. Y esto redunda en que no sea fácil corregirles o enseñarles, ya que se les ha legitimado e incluso animado para sospechar de toda autoridad procedente del adulto. La rebeldía juvenil ya no es una moda, es una institución social.
Los jóvenes y el Evangelio.
Casi la totalidad de los sociólogos coinciden: en principio, la religión institucionalizada en general y las Iglesias en concreto, no parecen ocupar un puesto relevante entre las preocupaciones de la mayor parte de los jóvenes, que han dado la espalda a la práctica religiosa. Los informes periódicos de la Fundación Santa María sobre este extremo son bien contundentes, constando como la confianza en la Iglesia de los 3.000 jóvenes encuestados ha ido descendiendo desde 1984, momento de la primera encuesta con un 36% de respuestas afirmativas, hasta el 25% de la última encuesta, es decir uno de cada cuatro. Además, el número de jóvenes que se declara practicante ha pasado del 28% en 2000 al 14% en 2012, es decir, la mitad, ello a pesar de que el 60% todavía se declara católico.
En este sentido, la impresión que nos brinda, por ejemplo, el catedrático de sociología de la Universidad de Deusto, Javier Elzo, quizá el mayor especialista español en la cuestión, es que hay un cierto foso entre la institución eclesiástica y las aspiraciones generacionales de los jóvenes de la post-modernidad.
Como ha señalado otro catedrático de sociología, Juan González Anleo, los jóvenes son ahora peligrosamente alérgicos a las instituciones, pues no es que no confíen en la Iglesia es que no confían en ninguna. En España este fenómeno se da además más que en ningún otro país europeo con la excepción de Grecia. El 73% de los jóvenes españoles confiesa no sentir interés alguno por la política. Siete de cada diez jóvenes españoles no pertenecen a ningún tipo de asociación y los que lo hacen pertenecen a asociaciones deportivas, culturales o cofradías, es decir, a las que no exigen un gran compromiso. Por el contrario, a pesar del mito que circula al respecto, las organizaciones políticas y sindicales, las ONGs y las asociaciones religiosas solo cuentan entre sus miembros con respectivamente un 8%, un 4`5% y un 3`5% de menores de 25 años. Nótese que el porcentaje de las asociaciones religiosas es el menor de todos. Desde luego, el porcentaje de jóvenes con inquietudes espirituales es mucho mayor, diez veces mayor como mínimo. Pero esas inquietudes no son canalizadas dentro de religiones institucionalizadas.
Ahora bien, el alejamiento de la Iglesia de mucho de ellos (si bien no todos, como pudimos comprobar en la JMJ) puede deberse también a otras causas. Una que no debemos ocultar es la creciente hostilidad de los medios de comunicación de masas hacia la Iglesia, una hostilidad inmerecida que ha hecho que ser católico esté simplemente mal visto en muchos ámbitos juveniles sometidos a un lavado de cerebro televisivo. Este lavado de cerebro la presenta como una “institución excesiva”, esto es, obstaculizadora de la felicidad en lugar de facilitadora de ella. Esto se traduce en su caricatura como institución oscurantista, aferrada al pasado, represora, que siempre tiene el NO en la boca, en definitiva, una fuente de prohibiciones sin sentido. Aunque ciertamente los escándalos económicos o de pederastia que de cuando en cuando protagonizan personas relacionadas con la Iglesia no hacen sino agudizar el problema, lo cierto es que no hay una correlación entre la nota que dan los jóvenes a la Iglesia y su realidad humana, que no ya la divina.
Otra causa la encontramos en la dispersión de la atención del joven debido al verdadero “bombardeo” de imágenes, sonidos y propuestas de la sociedad contemporánea. Ante la necesidad de priorizar un foco de atención muchos se dispersan u optan por vivencias alejadas de la fe recibida en su niñez.
Otra, quizá aún más importante, es la dificultad para el encuentro – no solo psicológico o afectivo, también físico – con personas atractivas que encarnen en su vida y palabra el Evangelio. La escasez de sacerdotes y la invisibilidad en general de muchos creyentes que podrían ser eficaces agentes de evangelización son decisivas. El catolicismo vergonzante en tanto ámbitos educativos ha hecho mucho daño. Con todo, tampoco son tantos los que sepan conectar con esa franja de edad, y el envejecimiento de las parroquias y la pastoral resulta a todas luces notoria en algunas diócesis, aunque no en todas.
Esto lleva a que aquellos jóvenes, ese porcentaje que todavía tiene una buena imagen de la Iglesia, por ejemplo, de su admirable labor con los más necesitados, no perciban en ella a una institución que les pueda ayudar a encontrar el sentido de su existencia. Resulta de la mayor importancia facilitar el encuentro del joven con el Evangelio vivido por una persona y actualizar así en su corazón y su mente lo que pudo haber aprendido sin comprenderlo bien en la catequesis recibida en la infancia.
En muchos casos la primera evangelización en el ámbito familiar o en el colegio no deja una huella lo suficientemente profunda como para sobrevivir a la adolescencia, con lo que la vivencia de la fe queda aparcada como algo “infantil”, propio de una época de la vida ya superada. Y esto resulta más evidente precisamente cuanto más aniñado e inmaduro es el adolescente en cuestión. El fracaso de la catequesis en tantos colegios religiosos y de tantos padres como evangelizadores supone un drama de proporciones colosales en este sentido.
Juan Pablo II escribió en uno de sus libros que “la característica esencial de la juventud, la tarea que le ha dado la Providencia, es buscar respuestas a los interrogantes fundamentales (…) Cada educador debe conocer bien esta característica, y debe saber reconocerla (…) Los jóvenes tienen necesidad de un guía y quieren tenerlo muy cerca. Si recurren a personas con autoridad, lo hacen porque las suponen ricas en calor humano y capaces de andar con ellos por los caminos que están siguiendo”[1].
Juan Pablo II ponía aquí el dedo en la llaga. La clave está en que ese guía esté cerca y que sea capaz de andar con el joven por los caminos que éste recorre, esto es, el maestro tiene que saber ser un acompañante. Y esto implica pasar tiempo, mucho tiempo, juntos.
Para que ello sea posible resulta preciso que el evangelizador tenga tiempo, ese bien tan escaso en nuestra sociedad, y también que disponga de un espacio adecuado para el encuentro con los jóvenes a evangelizar, esto es, que le sea posible crear una comunidad con ellos.
De hecho, algunos expertos han sugerido que la clave del problema está en la forma grupal de vivir de los jóvenes. El sociólogo Francisco Javier Orizo ha señalado que los jóvenes se orientan mucho más por la opinión de sus amigos que por cualquier instancia de autoridad: padres, profesores o instituciones.
Lo cierto es que somos religiosos o no en grupo y resulta muy difícil, por no decir imposible, vivir la fe en solitario y sometido además a la censura de tus amigos y compañeros. Luego por muchas esperanzas que algunos miembros de la Jerarquía de la Iglesia pongan en los medios audiovisuales, en la propiedad de colegios y centros educativos o las concentraciones masivas, la segunda evangelización de Occidente solo vendrá de una evangelización capilar, esto es, de persona a persona, de corazón a corazón. Cor ad cor loquitur decía el Cardenal Newman, solo el corazón habla al corazón. Pero para ello hacen falta dos cosas: comunidades vivas y maestros que sepan ser amigos.
Analicemos ahora si es esto posible y cómo en el ámbito universitario.
Los jóvenes y la Universidad.
Como ha señalado el profesor Bloom, todo sistema educativo tiene un objetivo moral sobre el que se sustentan sus planes de estudio. Quiere producir una cierta clase de ser humano. Porque el estudio es un medio no un fin. Podríamos tener un buen estudiante que sacara diez matrículas de honor. Pero no tener conciencia alguna de lo que en esta vida importa verdaderamente. Tenemos que saber enseñarles a discernir para qué estudian: ¿para ser ricos acaso? ¿famosos? ¿por miedo al fracaso o al paro? ¿para cumplir con nuestro deber quizá? ¿para no defraudar a nuestros padres? ¿por amor propio? Mejor pregunta aún, ¿por qué a mí es que resulta que me gusta estudiar?
En un congreso que se celebró sobre el Síndrome de Down en la Universidad Abat Oliba-CEU de Barcelona intervino el director de un centro de formación para personas con este problema y dijo que el gran éxito de este centro era que habían conseguido enseñarles a sentarse correctamente y a saludar y a despedirse con corrección. Recuerdo muy bien la reflexión que a continuación hizo el Rector de la Universidad. El Rector Alsina comentó que, dada la actual situación de nuestras aulas universitarias, no sería este un objetivo descabellado para el alumnado de algunas universidades.
Ciertamente, la falta de educación, urbanismo, disciplina o un mínimo sentido de la decencia y el decoro por parte de algunos estudiantes universitarios resulta un problema lacerante; una “causa desesperada” la ha llamado Alejandro Llano. Pero, con todo, creo que nos encontramos ante uno aún mayor.
En la constitución Ex Corde Ecclesiae sobre las universidades católicas, Juan Pablo II afirmaba que “por su vocación la Universidad se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber. Ella comparte con todas las demás universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, la alegría y el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento”.
Fíjense en que tres requisitos son necesarios para forjar una comunidad universitaria cristiana: libertad, amor a la Verdad y alegría para buscarla y comunicarla. Y este es el problema, porque como decíamos al principio, la tristeza y la apatía son quizá el principal problema que afecta a nuestros jóvenes y quizá también a muchos docentes. Y si no hallamos en los estudiantes y profesores el gaudium de veritate, no encontrarán la motivación en su interior para estudiar, esto es, para buscar la Verdad.
Como ha subrayado Alejandro Llano, “la Universidad actual se encuentra en el filo de la navaja”. Aparentemente “su posición es más notoria y brillante que nunca, porque estamos cruzando el dintel de la sociedad del conocimiento (…) Mas, de otra parte, las propias instituciones académicas están sufriendo un proceso de vaciamiento interno, ya que en ellas decaen los ideales que las vienen alentando desde hace ocho siglos (…) Lo que en el fondo siempre ha impulsado hacia el descubrimiento de lo inédito es el amor a la verdad, pasión central de los universitarios. Y resulta que, desde hace más de un siglo, la idea misma de Verdad se ha visto sometida a una implacable sospecha”[2].
A este problema fundamental de la ausencia del gaudium de veritate, un problema propio de la civilización occidental postmoderna en su conjunto, hay que añadir para el escenario educativo español un fenómeno que complica aún más las cosas y que Christopher Derrick denunció en los Estados Unidos y Gonzalo Fernández de la Mora en España.
En España también estamos sometiendo a nuestros jóvenes en los colegios y en las universidades a una dieta ideológica igualitarista que los compele a disfrazar sus virtudes, esconder su excelencia, disculparse por sus logros, ya que la filosofía pedagógica subyacente en el actual sistema académico consistiría básicamente en tres cosas: en emancipar al estudiante de toda tradición recibida (denostada como una sarta de prejuicios), en convencerles de que todo es relativo y la Verdad no existe y en nivelar por lo bajo, esto es en el igualitarismo. Esta pulsión igualitarista nace, resulta necesario aunque polémico decirlo, de la envidia, la envidia que sienten los mediocres hacia los mejores. Debido a ello, muchos de los mejores optan por una cobarde mediocridad que les pone a resguardo de esta envidia institucionalizada por los que el profesor Allan Bloom denominó buhoneros de la cultura.
En 1980 el profesor alemán Helmut Schoeck formuló esta idea en su magistral tratado sobre la Envidia como fundamento de la Teoría marxista y en general del igualitarismo. Pero fue Santo Tomás de Aquino quien primero sistematizó esta teoría de la envidia en la Cuestión 36 de la Summa Theologica, cuando nos enseñó que la envidia, uno de los siete pecados capitales, era hija de la tristeza. El objeto natural de la tristeza es el mal propio, siendo el objeto corrompido de la envidia el bien ajeno. Cuando uno se entristece por el encumbramiento y la gloria del prójimo es que es un envidioso y si es todo un sistema de pensamiento el que rechaza el encumbramiento de los mejores, ante lo que estamos es ante una estructura de pecado, una estructura que genera mediocridad y apatía.
Lo cierto es que la masificación universitaria de los centros de educación superior, presas del virus igualitarista, ha provocado una verdadera decadencia intelectual de la que no se libran ni siquiera las mejores universidades, que a duras penas consiguen colar algún representante entre las cincuenta primeras del mundo. Recordemos que la Universidad Autónoma de Madrid es la única española entre las doscientas primeras, en el honroso puesto 178. Precisamente, recientemente el Ministro de Educación ha denunciado esta plaga que afecta a estudiantes y profesores por igual y que hace que en nuestro país una meritocracia intelectual como las que sí se dan en Alemania, Francia o el Reino Unido sea algo especialmente difícilmente alcanzable. Si en estos países es la competitividad lo que a veces raya en lo enfermizo, en España tenemos el problema opuesto.
A primera vista puede parecer sorprendente que haya necesidad de discutir algo tan obvio como que un sistema educativo tiene que ser esencialmente meritocrático, premiando al buen estudiante y corrigiendo al poco aplicado. Pero no demos nada por supuesto en nuestros tiempos.
Sea como fuere, cabría preguntarse qué tiene que ver esto con la evangelización de la Universidad. Pues tiene que ver y mucho. Y no solo porque afecta seriamente a las posibilidades de desarrollo intelectual de generaciones enteras, lo cual debe ser causa de preocupación para una Iglesia que proclamó en el Concilio Vaticano II que “el destino futuro del mundo está en peligro si no se forman hombres más sabios”[3], sino porque el problema del virus igualitarista está engarzado con dos cuestiones que sí que tienen que ver directamente con el anuncio del Evangelio: la masificación de los campus y la ausencia de maestros.
La masificación de los campus está vinculada directamente a la idea de que el acceso a la Universidad es un derecho de todo ciudadano independientemente no solo de su talento o aptitudes sino también de si realmente le interesa adquirir conocimiento. Convertidas en factorías de expedición de títulos, las universidades del continente europeo se han deshumanizado hasta límites insospechados, convirtiéndose en lugares inhóspitos, muy inadecuados para crear comunidades humanas, precisamente las comunidades que se precisan para la evangelización de la juventud universitaria.
Por el contrario, en el mundo anglosajón se ha producido una defensa numantina de la antigua tradición educativa anglosajona, apoyada en el elitismo intelectual y el sistema de colleges (esto es, en los colegios mayores). Este sistema de colleges, similar al que España tuvo hasta hace doscientos años, permite unos campus con una vivencia más sana y humana de la jornada académica.
El resultado de esta firmeza en la defensa de una Tradición centenaria frente al progresismo de salón se ha podido ver recientemente en el prestigioso informe anual que publica la Universidad de Shangai sobre las quinientas mejores universidades del planeta. Entre las veinte primeras del ranking, ¡nada menos que diecinueve son anglosajonas! (quince estadounidenses, tres británicas y una canadiense). Difícilmente se encontrará un dato más elocuente sobre la validez de esta apuesta por las aristocracias del intelecto y el sistema educativo articulado en torno a los colegios mayores.
Resulta innegable, a mi juicio, que los enormes y caóticos campuses universitarios de mastodontes como la Complutense o la Autónoma, verdaderas fábricas de títulos, pueden llegar a crear un ambiente impersonal en el que es posible para muchos estudiantes enfermos de apatía intelectual disfrutar, amparados en el anonimato de las masas, de cuatro años bebiendo cerveza, haciendo deporte y jugando a los videojuegos, mientras que la convivencia estrecha propia de un Colegio Mayor o College permite en muchas ocasiones identificar a tiempo a este tipo de estudiantes para ayudarle a cambiar de rumbo o enseñarle la puerta de salida.
Un estudio de la Universidad de Harvard ha puesto el dedo en la llaga al señalar como la clave del éxito de las mejores universidades de los Estados Unidos en la creación de los llamados Honors colleges. En estos “colegios mayores de honor” las universidades norteamericanas sitúan a los mejores estudiantes y los separan del resto, de forma que se vean así inmersos en un ambiente de excelencia y sana competitividad. Y es que, como este estudio apunta, el ambiente de los colegios mayores tradicionales es la clave del éxito de sus egresados.
Cito un párrafo de este informe: “las cincuenta mejores universidades del país disfrutan de una clara ventaja sobre el resto. Las relaciones personales que se establecen en el seno de estos colleges entre los colegiales cuentan no solo a la hora de establecer una futura red de conexiones profesionales sino también a la hora de estimularse intelectualmente entre ellos… Probablemente no hay mucha diferencia entre el profesorado de Princeton y el cuerpo docente de Rutgers (una universidad del furgón de cola en los Estados Unidos). Pero sí existe una enorme diferencia en la composición de su alumnado y la educación recibida por alguien procede en gran parte de su interacción con otros estudiantes”.
No puedo más que compartir este diagnóstico. El ambiente de superación intelectual y sana competencia interiorizado por los estudiantes más brillantes del país, esto es, el ambiente propio de la Ivy League nortemericana y de Oxford y Cambridge, sí que puede llegar a ser insustituible. Y para ello resulta necesario un modo de vida colegial. Si uno pretende crear la atmósfera apropiada de disciplina, excelencia y espíritu de superación en el cuerpo estudiantil precisa disponer de un delicado instrumento disciplinario y habitacional. Los aularios son pobres herramientas en este sentido. El mejor que instrumento que existe para ello es, sin duda, un Colegio Mayor.
La Comunidad universitaria como lugar de encuentro.
Pero es que no se trata solo de excelencia académica. A los cristianos, a la Iglesia, nos interesa aún más el anuncio del Evangelio, un anuncio que solo resulta natural y no impostado en el marco de la vivencia compartida que un colegio mayor proporciona y no un aulario o alguno de esos campus mastodónticos a los que antes aludíamos.
La Universidad es ante todo una comunidad cultural, un espacio de encuentro intelectual entre personas que se preguntan por el sentido de las cosas, es decir, entre buscadores de la Verdad.
De la importancia de este lugar de encuentro entre profesores y alumnos habló Benedicto XVI en su célebre discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona:
“Mi pensamiento vuelve a aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto superior de Freising, inicié mi actividad de profesor académico en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando en la antigua universidad todavía no existían ni asistentes ni dactilógrafos, pero en compensación había un contacto muy directo con los alumnos y sobre todo entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de los profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de toda la universidad, haciendo así posible una experiencia de universitas; es decir, la experiencia de que nosotros, a pesar de todas las especializaciones, que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la responsabilidad común por el recto uso de la razón. Se trataba de una experiencia viva”.
La Universidad como ámbito de evangelización.
Dos preguntas que cabría hacerse, siguiendo a Alejandro Llano, serían ¿qué distingue a un funcionario de la docencia de un verdadero maestro? ¿qué es lo que convierte a un estudiante gregario en un inquieto buscador del saber?[4]
Estas cuestiones están directamente vinculadas al segundo de los problemas que antes denunciábamos: la ausencia de verdaderos maestros en la Universidad actual. Una ausencia que también afecta a la evangelización, ya que esta ausencia se ve reflejada en la falta de audacia de muchos profesores católicos para ser evangelizadores, dejando esa tarea casi en exclusiva a los capellanes.
Entiéndaseme bien, cuando hablo de maestros hablo de maestros en el pleno sentido de la palabra. No hablo de probos funcionarios docentes ni de eruditos investigadores. Hablo de personas con la capacidad y el entusiasmo para proponer a los estudiantes un amor a su rama del conocimiento, la rama que sea, detrás del que se encierra una opción de vida. Personas que no se limitan a transmitir información sino que comunican virtudes, valores, ideales. Josef Pieper llamó la atención en su día sobre el hecho de que toda actividad profesional vivida con rigor, vocación y entusiasmo encierra una dimensión filosófica, sin la cual pierde su capacidad creativa y se ve abocada a la mera rutina[5].
Como proclamara el Beato Juan Pablo II en su discurso a los profesores de la Universidad de Cracovia en 1997 “en el trabajo diario de un estudioso hace falta también una particular sensibilidad ética. Las actividades de la mente deben ser necesariamente insertadas en el clima espiritual de las indispensables virtudes morales, como la sinceridad, la valentía, la humildad, la honradez, así como una auténtica solicitud por el hombre. Gracias a esta sensibilidad moral se conserva un vínculo muy esencial para la ciencia entre la Verdad y el Bien”[6].
Esto sería lo que definiría al verdadero maestro. Un profesor que ama su rama del saber, alguien que experimenta en su vida y comunica el gaudium de veritate, alguien alejado de ese talante quejumbroso de tantos académicos enfadados con el mundo y la sociedad, alguien con tiempo y ganas de pasar tiempo con sus estudiantes fuera del aula para acompañarles en su proceso de búsqueda de respuestas.
[1] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, pp. 131-132.
[2] Alejandro LLANO, “Repensar la Universidad”, Humanitas, 33, 2004, p. 33.
[3] Constitución Gaudium et Spes, 15.
[4] A. LLANO, Repensar la Universidad, p. 35.
[5] Vid. Josef PIEPER, El ocio y la vida intelectual, Madrid, 1998.
[6] Discurso en el VI Centenario de la Facultad de Teología de la Universidad de Cracovia (8-6-1997).
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