DESDE MI CIERRO
PEDRO G. / TUERO / GONTU66@HOTMAIL.COM | ACTUALIZADO 27.10.2012 - 01:00
Retazos isleños
COMO retazos o recortes de una Isla pasada, retales no marchitos que aún quedan en nuestra mente, momentos inolvidables de un tiempo acabado pero no borrados de nuestra memoria; así, nuestro apreciado amigo Antonio de la Cruz, de fina guitarra y de porte lasaliano, nos ha ido enviando en estas últimas semanas, y pidiéndonos modestamente un minuto de nuestro tiempo, unos recuerdos de aquella Isla de los sesenta que, más que unas sentidas remembranzas literarias, son verdaderos retratos de aquella realidad finiquitada. La Isla de aquellos veranos o el primer día de clase de un colegio cualquiera, conforman las dos primeras entregas de nuestro amigo Nono.
Aquellos veranos de jornada playera en nuestra humilde Casería, porque Camposoto era una playa clausurada. La madre de familia cobijada con su vestido veraniego bajo la sábana que una bicicleta con las ruedas hacia arriba y dos palos la sustentaban. El fango que aparecía con la marea baja y que servía de juego a los niños y como nevera al melón y la sandía enterrados. Esa inolvidable imagen de la cámara grande de camión que servía como flotador una vez las aguas vueltas a su plenitud. A la hora de comer no faltaban las papas aliñás o la piriñaca, la tortilla, y la Casera o De Celis para beber los niños, mientras el padre guardaba fresquita aún su tercio cervecero del Gavilán. Y a la vuelta vespertina de la playa, y domingo que era, aún la paga del dieciocho de julio les permitía ir como regalo paterno al cine Madariaga, no sin antes hacer una parada en La Ibense de la calle Colón y saborear el rico corte americano. Ya una vez en el cine, nuestro amigo Antonio describe a la perfección aquel ambiente: aquella larga cola vigilada y custodiada por el ínclito Bermejo, el guardia municipal por excelencia. Las rebecas repartidas por la madre ante el poniente que ya se hacía notar. Pipas saladas para todos y su cantimplora correspondiente de agua. Acabada la película, camino de casa, divisaban a varios vecinos sentados a la entrada, tomando ese deseado fresquito de la noche veraniega, momento adecuado y apetecible para una cortita tertulia vecinal, y hasta que mañana fuese otro día.
O la descripción de aquel primer día de clase, con nombres y adjetivos tan de siempre: la regla de cuadradillo, tintero, pluma de corona, papel secante y la cajita de lápices "Alpino". El plumier, la enciclopedia "Álvarez" y el cuaderno de caligrafía que era un instrumento tan necesario entonces y que hoy muchos ni conocen. Y, sin olvidar ese inoportuno y desgraciado por castigado chapón.
En fin, mi alicaído lector, no sé si nostalgias, melancolías, la vejez o chocheras. O, como simplemente nos dice Antonio: eran otros tiempos. Mejor así, digo yo.
Aquellos veranos de jornada playera en nuestra humilde Casería, porque Camposoto era una playa clausurada. La madre de familia cobijada con su vestido veraniego bajo la sábana que una bicicleta con las ruedas hacia arriba y dos palos la sustentaban. El fango que aparecía con la marea baja y que servía de juego a los niños y como nevera al melón y la sandía enterrados. Esa inolvidable imagen de la cámara grande de camión que servía como flotador una vez las aguas vueltas a su plenitud. A la hora de comer no faltaban las papas aliñás o la piriñaca, la tortilla, y la Casera o De Celis para beber los niños, mientras el padre guardaba fresquita aún su tercio cervecero del Gavilán. Y a la vuelta vespertina de la playa, y domingo que era, aún la paga del dieciocho de julio les permitía ir como regalo paterno al cine Madariaga, no sin antes hacer una parada en La Ibense de la calle Colón y saborear el rico corte americano. Ya una vez en el cine, nuestro amigo Antonio describe a la perfección aquel ambiente: aquella larga cola vigilada y custodiada por el ínclito Bermejo, el guardia municipal por excelencia. Las rebecas repartidas por la madre ante el poniente que ya se hacía notar. Pipas saladas para todos y su cantimplora correspondiente de agua. Acabada la película, camino de casa, divisaban a varios vecinos sentados a la entrada, tomando ese deseado fresquito de la noche veraniega, momento adecuado y apetecible para una cortita tertulia vecinal, y hasta que mañana fuese otro día.
O la descripción de aquel primer día de clase, con nombres y adjetivos tan de siempre: la regla de cuadradillo, tintero, pluma de corona, papel secante y la cajita de lápices "Alpino". El plumier, la enciclopedia "Álvarez" y el cuaderno de caligrafía que era un instrumento tan necesario entonces y que hoy muchos ni conocen. Y, sin olvidar ese inoportuno y desgraciado por castigado chapón.
En fin, mi alicaído lector, no sé si nostalgias, melancolías, la vejez o chocheras. O, como simplemente nos dice Antonio: eran otros tiempos. Mejor así, digo yo.
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