lunes, 29 de octubre de 2012

UN DÍA CUALQUIERA; POR CÉSAR VIDAL.


La razón


EL FARO


 
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Un día cualquiera; por César Vidal
Diccionario Inteligente
28 Octubre 12 - - César Vidal
Me levanto a las seis de la mañana. No puede ser más tarde porque he de escribir y enviar a España la crónica electoral que publica a diario este periódico. Mientras la escribo, me entero de que la noche anterior, en el curso de una entrevista, el presidente Obama ha puesto a España como ejemplo de lo que no se debe hacer. El monopolio de colocarnos en la picota ya no lo ostentan Romney y Merkel.  Redacto la crónica, dejo en suerte el editorial de las 20 horas de España, desayuno, me ducho. A las ocho viene a recogerme una persona para que la acompañe al cardiólogo. No está lejos. Es un sujeto alto, corpulento, campechano que me saluda con el lema de una universidad del sur nada más verme en su consulta. Al principio me sorprende, pero capto enseguida que tan sólo ha visto el logotipo de la universidad de mi hija que llevo en una camiseta que ella me regaló hace un mes. Apenas ha intercambiado unas frases con nosotros cuando dispara: «¡Oiga, y qué mal que se ha puesto la cosa con los vascos!».  La persona que me acompaña, vasca por más señas, indica que los resultados son semejantes a los de inicios de los años ochenta.  «Pues entonces», dice el médico, «han perdido ustedes más de treinta años…».  Luego se vuelve hacia mí y me espeta: «¿Y usted cree que esos cabrones se acabarán quedando con Navarra?». No pregunta porque sí.  Tiene un piso en la calle Estafeta y hasta hace muy pocos años corrió los sanfermines. Nos despedimos de él y para quitarnos el mal sabor de boca paramos en una cafetería.  Estoy pagando, cuando escucho una voz que dice: «Hombre, don César, ¿cómo usted por aquí?».  No lo conozco, pero resulta obvio que él a mí sí.  Me cuenta que es un catalán afincado en estas tierras.  Me llora la situación de Cataluña como si yo acabara de venir huyendo de Reus. «Se les dejó hacer todo en la época de Pujol», me dice con la mirada inundada de pesar, «y han adoctrinado a la gente para que odiara a España. Sólo dicen gilipolleces, pero los de a pie no lo ven». Se despide de mí con los ojos acuosos. No hace tanto que he salido de casa y ya he tenido tres ocasiones de comprobar a lo que hemos llegado tras años de graves equivocaciones. Somos un ejemplo de lo que no debe hacerse para los dos candidatos a las elecciones norteamericanas, hay gente que piensa en deshacerse de sus propiedades en España por lo que pueda acontecer y, por enésima vez, nos hemos convertido en una nación de emigrantes por culpa de fenómenos indeseables como el nacionalismo catalán. Salgo a la calle y miro el reloj. Aún no son las once de la mañana. De un día como tantos aquí en el sur de Estados Unidos.  De un día cualquiera.  
 

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