lunes, 29 de octubre de 2012

EL PRESUPUESTO DE LA REVELACIÓN DIVINA: EL SER HUMANO, CAPAZ DE DIOS; POR MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO.


Foro Universitario El Escorial


Estamos tan acostumbrados a conformarnos con respuestas superficiales ante el hecho religioso que –muchas veces- ni siquiera nos permitimos el lujo (lujo necesario) de profundizar. Así, buena parte de la crítica al hecho religioso, parte de la posición de Ludwig Feuerbach que en La esencia del cristianismo, critica todo hecho religioso como sublimación de las condiciones humanas. Feuerbach -como él mismo reconoce- aprovecha la crítica de Lucrecio a los dioses griegos para aplicarla al cristianismo: el ser humano ha cogido sus mejores cualidades y las ha sublimado poniéndolas en la divinidad. Dios no es más que la Humanidad.
La primera pregunta que uno se hace al escuchar este argumento es si realmente no ha pasado nada entre los dioses griegos y la fe cristiana. Aquí reside el problema y la validez de esta crítica.
La respuesta es que –entre otras muchas cosas- el cristianismo es una religión revelada en la que –lo principal- es la invitación a vivir junto a Él por toda la eternidad.
El modelo homérico es el modelo nobiliario de los grandes aqueos que consideraban sus derechos y sus posesiones como lo primero. La visión homérica del drama de Troya puede ser verdadera o no, pero era comprensible para los helenos que los reyes llevasen al enfrentamiento y a la muerte a los pueblos para solventar un problema tan privado como con quien debía estar Helena.
Lo que propone la fe cristiana es algo inimaginable desde el contexto griego. No es extraño que San Pablo la calificara como “necedad”. Dios se revela, no sólo sus mandatos. Se revela a sí mismo mostrando su intimidad. Eso implica que toma al ser humano como interlocutor, en cierto modo como un igual. La expresión “imagen de Dios” que, desde el Génesis, se pone como esencia del ser humano, indica su singular dignidad. Es alguien a quien se invita a compartir la propia vida. Por eso, el contexto de la revelación no es –como el griego- un contexto de moria (en el que el destino dirige la vida de hombres y dioses). Es un contexto de libertad. Tan radical es esta libertad que todo el problema del mal gira –desde entonces- en la permisividad divina ante los elementos negativos de la libertad.
Pero esta necedad va mucho más allá. El ofrecimiento reiterado de esa alianza se encuentra siempre con el mismo obstáculo: nuestra poquedad. El único modo de permitir que haya una alianza verdadera –sin quitar de enmedio al ser humano- es asumir su condición. El dios griego se disfraza de hombre para alcanzar sus propósitos (muchas veces deshonestos); Jesucristo se hace hombre. Abraza la condición humana con toda su debilidad y toda su grandeza. Sarx egeneto. La expresión –en San Juan, el más místico de los evangelistas- es fuerte. Se hace carne. Se abaja hasta el extremo de que su divinidad queda oculta, acepta el hambre, el crecimiento, la fatiga, y luego, el temor y la muerte. Esto es el extremo como lo recuerda el pregón pascual: “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!”.
¿A qué ser humano se le ocurriría esto? ¿Qué modelo de plenitud puede haber en el despojo y el don? Eso, como lo demás, es cosa divina.

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