Han concluido los días de la Asamblea del XIII Sínodo ordinario de los Obispos sobre «la transmisión de la fe», sobre «la nueva evangelización». Los trabajos sinodales continúan, de otra manera, y los veremos culminados, si Dios quiere, con la Exhortación Apostólica que, en su día, nos ofrezca el Santo Padre, y que, sin duda, ya esperamos con expectación y firme propósito de secundarla enteramente.
Sin duda, el Sínodo ha sido una honda y hermosa experiencia de Iglesia que deja poso y que necesitamos sedimentarla para que tome carne y produzca su fruto. No obstante, me atrevo a ofrecer, o mejor, compartir, una primera reflexión que me ha ido rondando todos estos días. ¿Qué hacer, qué puede y debe hacer la Iglesia, qué debemos hacer cada uno de los cristianos?
No encontraba otra respuesta, ni veía en el conjunto de las intervenciones ninguna otra, que el dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro Creador y Salvador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico, y nos colma de dicha: mirar a Dios que se nos ha revelado en el rostro de su Hijo, humanado y crucificado, el amor eterno que se ha hecho carne. ¿Qué puede salvarnos, qué puede salvar a la humanidad entera, la de hoy, el mundo nuestro, sino el amor?
Lo vivido, lo oído, lo experimentado, estos días, buscando juntos y en comunión eclesial, qué hacer para llevar el Evangelio al hombre de hoy, como la vez primera, en último término, ¿qué ha sido sino un permanente apelar, aunque no se dijese clara y explícitamente, al testimonio de Dios, que es Amor, a centrar la vida en Dios, a advertir sobre lo que le adviene al hombre, a la humanidad, cuando se aleja de Dios o se hace que Él no cuente? Porque, en efecto, cuando el hombre, la sociedad, se aleja de Dios, la verdad se ofusca y confunde, la razón humana se empequeñece y se torna incluso contraria al hombre, la libertad se degrada en esclavitud, el hombre se quiebra incluso y hasta se «desnaturaliza».
Una y otra vez, al escuchar a los participantes en el Sínodo, resonaban en mi cabeza aquellas palabras con las que Jesús inició su ministerio público: «El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio»; o revivían en mí hechos y palabras de Jesús, su persona entera, que apremian a buscar hoy por encima de todo a Dios, el Reino de Dios, porque, no se puede dejar en el olvido, que Él, Jesús, antes que nada, «nos trajo a Dios», en palabras del Papa Benedicto comentando el Evangelio de las Tentaciones de Jesús, en su primer libro «Jesús de Nazaret».
Todos los que hemos participado en el Sínodo, cierto, nos vemos y nos sentimos muy urgidos por una nueva evangelización; esto ha quedado patente en estos días sinodales; vamos buscando, a veces parece que caminamos como a tientas, pero con esperanza, otras se muestran sendas desbrozadas ya y llenas de luz. Pero una cosa me quedaba muy clara en las largas sesiones sinodales: Es necesario un teocentrismo total siempre, pero particularmente en nuestros días. El teocentrismo, por lo demás, es fundamental en el mensaje de Jesús –Evangelio vivo y primer Evangelizador– y también, hoy, debe ser el corazón de la nueva evangelización.
Lo único necesario para el hombre es Dios; sólo Él sacia el corazón del hombre. «Que no se contenta con menos que Dios», «sólo Dios basta», como dice Santa Teresa. Todo cambia si hay Dios o no hay Dios. Por eso, al menos para mí, ha sido una constante, fuerte y vigorosa luz, percibida e intensificada en el Sínodo, que la nueva y siempre necesaria evangelización tiene que poner en el centro de todo a Dios, dejar a Dios ser Dios y que actúe, hablar de Dios y dar testimonio, en todo, del único Dios vivo y verdadero, que por puro e incondicionado amor nos ha salido, sale, al encuentro, y se nos ha revelado y dado por completo e irrevocablemente en Jesucristo, su Hijo hecho hombre para nuestra salvación plena y definitiva. La gran renovación, transformación y cambio del mundo y de la misma Iglesia es Dios, como recordó el Papa a los jóvenes en Colonia.
Junto a beneficios innegables ligados a transformaciones sociales de nuestro tiempo, no se puede ignorar que se ha producido un alejamiento de la fe por el que Dios desaparece del horizonte de los hombres, y con el apagarse de la luz que viene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos de lo humano se ponen cada vez más de manifiesto en todas las latitudes del mundo. El mundo de hoy, por todas partes, se ve aquejado por muchas y graves necesidades; si la Iglesia, en su caridad que le urge y apremia, se ve llamada a ser servidora de los hombres, y así inclinarse como el Buen Samaritano ante las heridas y exclusiones del hombre, y no atiende a esta carencia fundamental de Dios no habrá atendido a la carencia e indigencia fundamental y primera.
El Sínodo me ha hecho sentir con mayor fuerza que el momento es apremiante y demanda una nueva y urgente evangelización que será, ante todo, anuncio y testimonio de Dios y de su reinado, entrega de Dios, prioridad de Dios, reconocer la iniciativa y la obra de Dios, dejar que actúe Dios, mostrar que Dios es, que existe Dios, y es Amor, revelado, presente, entregado en el rostro humano de Jesucristo –presente en la Iglesia–, para que los hombres vuelvan a Dios, se conviertan a Él, se encuentren con Él, crean y entren en comunión viva con Él. Que Dios, en su infinito amor y misericordia, nos conceda que el Sínodo nos lleve a esto. No lo dudo; así será, porque todo él ha sido un acontecimiento de gracia.
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