“La diferencia sexual es esencial y penetra hasta los tuétanos. La personalidad es, por lo tanto, nada, sin diferencia de sexo” (Feuerbach)
Cumplidos más de 60 años desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, los derechos inalienables e imperecederos de la persona se ven amenazados por la propia organización que los consagró, que, convertida en autora de una “nueva ética mundial”, está comenzando a poner en tela de juicio las verdades antropológicas esenciales sobre el ser humano, como la alteridad sexual, asumiendo como correcta y universalmente válida la ideología de género, una ideología desestruturante de la sociedad y de la persona.
Ciertos grupos de presión con una poderosa influencia sobre esta organización pretenden incluso la modificación de la declaración inicial por una “nueva declaración de los derechos emergentes del siglo XXI”, entre los que se incluiría el derecho a la libre opción de género y de identidad sexual. Estos nuevos valores globales podrían llevar a una regresión en el concepto de ser humano si olvidamos las palabras pronunciadas por Benedicto XVI, dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la conmemoración del 60° Aniversario de la Declaración Universal:“Los derechos humanos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos”. La Declaración Universal de 1948 reconoce en su art. 1 que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”.
En este sentido, no podemos perder de vista que la alteridad sexual es parte esencial del ser humano, y que la personalidad, en consecuencia, siempre será una personalidad femenina o masculina, en la medida en que el sexo es constitutivo de la persona, y no un mero atributo externo o diferencia fisiológica sin repercusión en el correcto y pleno desarrollo del ser humano. La sexualidad es una dimensión esencial de la persona. La feminidad o masculinidad se extiende a todos los ámbitos de su ser y se manifiesta en todas sus dimensiones: fisiológica, psicológica y espiritual.
El debate acerca del sexo como elemento constitutivo de la persona y sobre si la distinción entre varón y mujer determina su propia identidad ha pertenecido tradicionalmente al ámbito de la filosofía, la ética y la antropología. En el siglo XIX, la sexualidad humana recibió un intenso tratamiento desde el punto de vista antropológico. Destacan en este sentido las investigaciones realizadas por Ludwig Feuerbach y por Freud sobre la condición sexuada del ser humano y sus consecuencias.
Como señala Castilla de Cortázar, el reto que presenta el conocimiento de lo que en profundidad es lo masculino y lo femenino y cuál es su enclave ontológico se inscribe en una vieja inquietud humana que ya constaba en el oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
Como punto de partida, es indiscutible que hombre y mujer somos iguales en dignidad y humanidad. La sexualidad habla a la vez de identidad y alteridad. Varón y mujer tienen la misma naturaleza humana, pero la tienen de modos distintos, recíprocos.
La igual dignidad de varón y mujer hunde sus raíces en la tradición judeocristiana. Según el Génesis (Gn 1,27), Dios creó al hombre y la mujer a su imagen y semejanza; “hombre y mujer los creó”. Y a ambos conjuntamente les planteó la tarea de generar descendencia, someter y dominar la tierra, imponiéndoles así una igualdad de cargas y responsabilidades (Gn 1,28).
La humanidad se articula, pues, desde su origen, sobre lo femenino y lo masculino. Humanidad sexuada creada a “imagen y semejanza de Dios”. Más adelante Dios, al considerar que el hombre no debe estar solo, crea a la mujer. No como subordinada, sino como complemento indispensable, sin el cual el hombre no sería tal. Por lo tanto, no existe una subordinación hombre-mujer en el proceso de creación, sino simultaneidad y complementariedad. En este sentido, la Iglesia católica parte del reconocimiento de la diferencia misma, y sobre tal base habla de la “colaboración activa” entre el hombre y la mujer.
Esa unidad fundamental es la que enseñaba más tarde San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Nos est Iudaeus, neque Graecus: non es servus, neque liber: non est masculus, neque femina (Gal 3, 26-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer. La masculinidad y feminidad son las dos formas, los dos modos fundamentales en los que se realiza la humanidad de la persona. La persona humana, antes de ser “griego o bárbaro, esclavo o libre, judío o gentil” es hombre o mujer. La humanitas es bi-forme.
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