Evangelio: Mateo 23, 23-26.
En aquel tiempo, habló Jesús diciendo:-«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el décimo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la sinceridad!
Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello.
¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por fuera.»
II. Compartimos la Palabra
Cambiando vidas, nombres y circunstancias, todos, de alguna forma, podemos decir lo que San Agustín dijo de su madre: “Mi vida no hubiera sido la misma sin ella”. Una persona que apuesta por ti, que cree en ti, que llora por ti, antes o después, influye decisivamente en tu vida.
Santa Mónica gozó con sus dos hijos menores y sufrió mucho por su hijo mayor, Agustín. Pero, fueron sufrimientos de madre, y, por madre, por cristiana, por santa, creyó en todos sus hijos, en Agustín también, o algo más en él al verle en mayores necesidades. Un obispo con el que contactó Mónica para aconsejarse sobre Agustín, le dijo aquellas famosas palabras que ella nunca olvidaría: “Estate tranquila. Es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Cuando Agustín, acabada su carrera, decidió ir a Roma a dar clase, su madre se las apañó como pudo para ir también con él. Fue allí donde San Ambrosio, se encontró con ambos, madre e hijo, para consuelo de ella y provecho de Agustín. Luego, todo evoluciona de la forma más favorable: se convierte, se ordena de sacerdote, acepta el obispado y pasa a la historia como uno de los teólogos que más y mejor escribieron de Dios, sin perder nunca su humanidad y su inmenso amor a su madre.
Este cariño y reconocimiento filiales quedaron patentes en aquellas palabras de las Confesiones donde Agustín tiene las mejores páginas sobre su madre. Sobre todo, cuando en Ostia, asomados a una ventana, esperando embarcar para África, Agustín y Mónica conversan sobre Dios y la vida eterna en un auténtico éxtasis común, contagiados madre e hijo de felicidad, ella por la proximidad de su muerte y haber conseguido de su hijo lo que deseaba, y él por encontrarse con su madre y presentir un próximo desenlace.
Una palabra también sobre el Evangelio en el que Mónica y Agustín cimentaron su vida y aseguraron su santidad.
Una palabra también sobre el Evangelio en el que Mónica y Agustín cimentaron su vida y aseguraron su santidad.
Misericordia, Fidelidad, Justicia
“Coláis los mosquitos y os tragáis los camellos”. “¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley, la Justicia, la Misericordia, la Lealtad!” No todo es igualmente importante en la vida, en la Ley, en el Reino. No hay que despreciar los detalles, pero tampoco se puede caer en lo que habían caído los fariseos del tiempo de Jesús y de todos los tiempos: confundir las actitudes y valores, irrenunciables, del Reino, con detalles de la Ley, que están bien, pero no son fundamentales.
Esta confusión interior les llevó a ser cumplidores minuciosos y exigentes en las bagatelas y descuidados en lo importante. Y Jesús se lo echa en cara. Sólo obran para ser vistos y alabados por la gente, no para ser rectos ante Dios que ve en lo escondido y busca y se recrea en lo auténtico, aunque sólo se dé cuenta él.
Jesús los llama hipócritas y tiene para ellos las palabras y frases más duras. Nuestro modelo es Jesús y las actitudes y valores que nos dejó como herencia en el Evangelio. Actitudes y valores que vivieron los santos y, por eso, son para nosotros como el Evangelio hecho vida y conducta. Así lo vivió Santa Mónica y, su hijo, San Agustín. A ellos nos encomendamos para que todos puedan ver en nosotros algo de lo que brilló en ellos: fidelidad, justicia, compasión y misericordia.
Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
La Virgen del Camino
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