A diferencia de otras organizaciones educativas que no realizan actos solemnes para celebrar el comienzo de curso, las universidades acostumbran a concentrar en la inauguración toda la pompa, boato y solemnidad que su correspondiente tradición histórica les permite. Son liturgias llenas de significados que la propia comunidad universitaria desconoce, rituales cargados de un sentido que se mantiene artificialmente por razones puramente estéticas o políticas. Es una pena porque la comunidad universitaria pierde una oportunidad privilegiada para recordar que debe su nombre (que procede del latín “universitas”) a la altura de miras, a la generosidad en la visión de los problemas y a la superación de la tiranía que impone la especialización de cada facultad, área, departamento o agrupación particular de intereses.
Esta tensión entre una visión universal del conocimiento y un enfoque especializado de los problemas es propia de todas las universidades. Esta tensión desaparece cuando estas organizaciones olvidan la relación entre conocimiento y valores, conocimiento e intereses, o incluso entre el conocimiento y el bien común de las sociedades a las que se deben. Para que no desaparezca, algunas universidades han puesto en marcha iniciativas que eviten la fragmentación científica, la estabulación departamental, la endogamia endémica y canibalización de las áreas de conocimiento.
Entre las iniciativas que se han puesto en marcha, el rector de la UIMP pidió al equipo de gobierno que organizara unas sesiones de trabajo para analizar la relación entre conocimiento y valores. En la última, que se celebró la semana pasada, el rector invitó al secretario General de Cáritas para que la comunidad universitaria se planteara no sólo el incremento de la pobreza, sino las causas del progresivo empobrecimiento de la sociedad española.
El ponente analizó la “egebeización” de la vida universitaria, reivindicó la urgencia de la Ética y recordó que nuestro problema no está en el número de pobres o la comprobación de que vivimos en una sociedad pobre, sino en la disminución acelerada del capital social o confianza mutua entre ciudadanos e instituciones. Lo alarmante es que hemos pasado de una sociedad pobre a una pobre sociedad, es decir, que nos resignamos al individualismo y al asistencialismo. Otras veces hemos sido más pobres que ahora pero nuestra sociedad no era tan pobre como ahora. Para enriquecer la sociedad no solo necesitamos universidades inclusivas sino estudiantes movilizados por la experiencia fenomenológica de la pobreza.
Agustín DOMINGO MORATALLA
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