Padre Carlos Padilla
Es una verdad sabida que el sentido de nuestra vida consiste en amar y ser amados. En entregar todo el cariño que nace en nuestro corazón y recibir todo ese cariño que necesitamos. Porque somos mendigos de amor. Nacemos con una herida de amor y, al mismo tiempo, tenemos mucho amor para dar. Entonces, ¿por qué se nos complican las cosas y no lo conseguimos? ¿Por qué herimos con tanta facilidad y luego rápidamente nos sentimos heridos? ¿Por qué nunca nos satisface del todo ese amor recibido?
Decía Nadine Tokar, quien ha dedicado más de 40 años de su vida a trabajar en la comunidad del Arca con personas que tienen una discapacidad intelectual: «Dejarse amar es un riesgo. Es volverse vulnerable, dependiente. Es decir al otro: tú eres mi alegría. Es difícil dejarse amar porque tenemos una imagen negativa de nosotros mismos y por eso nos escondemos».
Tal vez por eso nos cuesta dejarnos amar, porque no queremos ser vulnerables, nos cuesta dejar que alguien nos diga que nos necesita y que nos quiere, que no le importan tanto nuestros fallos y ama lo que somos. Todo ello supone dar un paso y dejar que alguien penetre en nuestra vida y se acomode en nuestra intimidad. Y siempre existe el riesgo del rechazo, de no responder a las expectativas creadas. Dejarnos amar exige aceptar que alguien pueda querernos tal como somos. Nos hace abrir la puerta del alma para dejar entrar, sin miedo, sin recelo. Nos habla de compromiso y responsabilidad con aquel que nos ama, a quien amamos. Nos habla de empezar un nuevo camino.
Añadía Nadine Tokar en referencia a las personas discapacitadas: «Tienen un corazón sensible que busca ante todo la relación, el amar y ser amado. Y es en esa relación donde descubrimos nuestras propias limitaciones y podemos revelar al otro sus dones y su belleza, donde la persona herida puede recobrar su dignidad y aceptar que su vida tiene valor: no soy capaz de creer en mí, pero sí en la esperanza que tienen en mí».
Cuando nos sabemos amados de forma incondicional, empezamos a creer en nosotros mismos porque alguien cree; nos sentimos mejores, porque alguien nos ve mejores; descubrimos que nuestras miserias no son tan terribles, porque alguien no las encuentra tan feas; descubrimos una belleza en nuestro propio corazón que antes no veíamos. Porque comenzamos a vernos con los ojos de quien nos ama como somos. El amor nos hace dar saltos de confianza. Arriesgamos, soñamos, logramos vencer barreras infranqueables. El amor recibido nos catapulta hacia el cielo, porque nos recuerda que sólo Dios ama de esa manera. Y el amor que recibimos es solo un pálido reflejo de ese amor de Dios que nos sostiene.
Pero sabemos que no es tan sencillo amar al otro y ser amados en nuestra propia herida, en nuestra discapacidad. Porque todos tenemos algo de discapacitados. Tenemos una necesidad que nos hace vulnerables frente al mundo. Quisiéramos aprender a integrar nuestros miedos y frustraciones, nuestras expectativas y deseos, en el corazón de Dios. Es ésa una tarea para toda nuestra vida. El riesgo es siempre evidente. Nos refugiamos en el mundo espiritual cuando nos desborda el mundo de los sentimientos tan humanos. Entonces separamos lo divino de lo humano y nos quedamos tranquilos. Nos refugiamos en la oración y alejamos lo humano de Dios, porque no sabemos cómo hacerlo compaginable. Vemos que es indigno el sufrimiento, el pecado, la carencia, la debilidad, la violencia, la miseria, la ofensa, el miedo. Y lo enterramos todo, para que Dios no lo contemple, para aparecer ante Él como inmaculados. Para Él guardamos sólo nuestra belleza, nuestros talentos, la alegría de nuestra vida, los éxitos, la luz, los anhelos de santidad.
Nos refugiamos sólo en Dios. Allí nos sentimos bien, seguros y protegidos. Allí toda la miseria de la humanidad desaparece y no hay oscuridad. Pero no basta para llevar una vida plena. De vez en cuando caemos en nuestra humanidad, descubrimos nuestro pecado, nos asustamos ante nuestra herida y huimos de Dios. Nos escondemos. ¿Cómo se integra todo nuestro mundo en Dios? ¿Cómo mostrarnos frágiles y heridos ante ese Dios que es puro y perfecto, sin mancha ni pecado? ¿Cómo aceptar que no todos nuestros sentimientos son santos y limpios, que nos atamos y nos mostramos vulnerables?
Volvemos siempre a lo más importante. A lo central en este camino hacia el Señor, junto al Señor. Se trata de educar el corazón para que siempre pueda descansar en Él y descansar en los hombres. No se trata de evitar que sienta lo que siente, casi nunca lo podremos lograr. Se trata de aprender a no sorprendernos con todo lo que vive en nuestro interior. No queremos acabar reprimiendo por temor y compensando para poder vivir.
El camino es otro. Se trata de no asustarnos al mirar el propio corazón, para que así no nos alejemos ni de los hombres ni de Dios. El corazón importa, y mucho. Una persona rezaba: «El anhelo de ser valorada. Es increíble cómo depende mi ánimo de eso, cómo puede alegrarme o inquietarme. Y me siento segura y confiada, o insegura y triste. ¡Qué humana soy! ¡Qué frágil soy! Me sigue impresionando cómo un comentario de alguien que me importa me afecta tanto».
No podemos pretender tenerlo todo bajo control, bajo la luz de la razón. Nos gustaría decidirlo todo con cierta objetividad y distancia. Y lograr que la vida, los gestos de amor o desprecio, no nos importaran tanto. Pero la vida es más fuerte y pesa. Parece entonces que nuestras teorías con frecuencia no encuentran asidero en la vida. Son teorías alejadas de la realidad. Entonces, ¿cómo hacemos para compaginar la vida y los principios que queremos mantener? Deseamos algo en la vida, tenemos claro hacia dónde tenemos que caminar, buscamos bases sólidas sobre las que construir, y el corazón, súbitamente, nos desconcierta.
Jesús nos enseña con sus acciones y sus palabras a educar el corazón. En su corazón puede descansar el nuestro. Dios, y el mundo de Dios, no pueden ser sólo pensamientos, ideas, sueños, bonitas elaboraciones y discursos. Tienen que hacerse realidad en nuestro corazón, tienen que abarcar toda nuestra vida. Nuestra relación con Dios es experiencia, es vida.
Decía el Padre José Kentenich: «Pascal dijo que el corazón tiene su propia lógica y la razón, la suya. Así es, si amamos a Dios, para la razón será fácil decir “sí” a todo lo que Él quiera»[1]. En Dios buscamos encontrar ese equilibrio que anhelamos. El amor a Dios y el amor de Dios, el amor a María y el amor de María. Su amor nos sana, nos educa, nos transforma, nos libera. Buscamos, en definitiva, esa paz tan necesaria para poder dar paz. Buscamos amar a Dios con toda el alma, para poder amar en Él al hombre y su mundo, a nosotros mismos y nuestro mundo.
Queremos aprender a ver lo que Dios ve, a mirar con su mirada. Impresiona en el Evangelio de este domingo que el rico Epulón parecía no ver al pobre Lázaro en su vida terrena. Vivía feliz en su propio mundo de satisfacciones y no veía nada más. Sólo logró verlo cuando dejó esta vida y empezó él a sufrir penas y a padecer la necesidad. Entonces, en su dolor, contempló a aquel mendigo que antes no había visto: «Estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno». En su vida cómoda, llena de lujos, no apreciaba la necesidad de Lázaro, no lo veía: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas».
Es cierto que lo conocía, pero nunca había pensado que ese hombre pobre pudiera tener algo que ver con su vida acomodada. No le hacía falta Lázaro para ser feliz, no lo necesitaba. No lo veían sus ojos aunque estaba sentado a su puerta.
El hombre rico era como nosotros. Tantas veces nos sentimos cómodos, protegidos, satisfechos. Nos refugiamos en nuestro mundo y dejamos de ver a los otros, nos volvemos ciegos. Sólo vemos lo que nos interesa, lo que nos hace felices, lo que está programado en nuestra agenda, lo que nos da una felicidad aunque sea pasajera. Vemos a las personas a las que no podemos dejar de ver, a los que queremos, a los que necesitamos. Sin embargo, aquellos que pueden ser un problema, los que nos intranquilizan con su presencia, lo que no nos dan felicidad y nos exigen, todos ellos desaparecen rápidamente, como si no existieran. Nos volvemos como el rico Epulón que dejó de ver a Lázaro.
¿Cuántos Lázaros hay en nuestra vida? Lázaros necesitados, heridos, menesterosos. Lázaros que mendigan cariño y buscan las migajas que puedan caer de nuestra mesa. Lázaros que, no por dejar de verlos, dejan de existir. Por eso es necesario cambiar la mirada. Eso significa detener nuestros pasos ante esos hombres con nombre que parecen no contar para nosotros.
Una persona rezaba: «Quiero mirar otros rostros y olvidarme del mío. Quiero pensar en otros motivos y olvidarme de los míos. Quiero sentir otros sufrimientos y olvidarme de los míos. Quiero escuchar otros deseos, tocar otros corazones heridos, sentir otras almas sedientas, vivir en otras vidas y olvidarme de la mía».
Es un cambio de mirada, un cambio de vida que nos saca de nuestra comodidad, de nuestro puesto protegido, de nuestras exigencias y deseos. Pero, al mismo tiempo, es un cambio interior que nos sana y nos salva, nos libera y nos da paz.
El otro día leía: «Podemos elegir entre dos formas de ver. La primera es ver como Dios ve, y vivir en la luz del amor. La segunda es ver como Dios no ve, y vivir en la sombra del miedo. La primera es como abrir los ojos y sentir lo que siempre ha estado ante nosotros. El amor se percibe de forma directa, no es imaginado ni queda en la oscuridad. La segunda forma es como vivir con los ojos cerrados, no percibirías la realidad, sino la sombra de la realidad que te aterra y te obliga a hundirte más en el miedo»[2].
Es la misma doble mirada ante la vida. Con paz y libertad, o con miedo. Podemos ver el amor y creer en él. Podemos ver la vida y sentirla, olerla, tocarla. O podemos tener miedo del mundo, de los hombres, del amor, y no ver. El ver nos capacita para ver el dolor y las heridas. La ceguera nos impide amar y salir de nuestra comodidad. Es como una cadena pesada e invisible que no nos deja avanzar.
No obstante, no es suficiente con llegar a ver al que necesita, al que suplica amor, al que está sentado esperando nuestra respuesta. Es cierto que es el primer paso, tal vez el más importante, pero no el único. Después de la mirada viene siempre la acción.
Hoy escuchamos: «Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos». 1 Timoteo 6, 11-16.
Si comenzamos a ver al que sufre sólo nos queda acercarnos. ¡Qué importante son los gestos en los que se muestra nuestro amor! El amor se hace concreto, se hace acción.
Siempre me impresiona la actitud de Santa Teresita en su relación con aquella hermana de comunidad que le resultaba tan difícil: «Existe en la comunidad, una hermana que tiene la habilidad de desagradarme en todo. Y, sin embargo, ella es una religiosa santa que debe complacer mucho a Dios. Deseando no sucumbir a la antipatía natural que sentía, me dije que la caridad no debe consistir en sentimientos sino en obras; resolví hacer por esta hermana lo que haría por la persona que amaba más que nadie. No me contenté simplemente con orar mucho por esta hermana, traté de prestarle todo el servicio posible, y si tenía la tentación de contestarle mal, me contentaba con darle la más amable sonrisa y con cambiar la conversación. Con frecuencia, cuando tenía que trabajar con esta hermana, salía corriendo como desertora cuando mi lucha se hacía demasiado violenta, ella nunca sospechó los motivos de mi conducta, y siempre estuvo convencida que su carácter era muy agradable para mí».
El amor siempre es concreto. Es ese amor que se manifiesta en dulzura, en caricias, en acogida. Siempre habrá personas que nos resulten incómodas, como ese Lázaro a la puerta del rico Epulón. ¿Cómo actuamos? ¿Cómo las tratamos? Las vemos, tal vez eso sí, pero luego seguimos nuestra vida y pasamos de largo. Nos inquietan y molestan, nos perturban. Es necesario cambiar la mirada. Pero es también muy importante cambiar el corazón. ¿Cómo amar a quien nos resulta tan difícil amar? Para el hombre es imposible, no para Dios. Él puede hacerlo posible. Puede cambiar la actitud del corazón.
Una persona lo explicaba así: «Tenemos siempre que mirar con la misma mirada con la que queremos que nos miren y ser para otros la misericordia que necesitamos para nosotros mismos». Dios lo hace posible y nos santifica cuando transforma nuestra vida. Logra así que su amor sea superior a nuestras fuerzas. Lo hace cada vez que vence nuestras reservas, nuestros egoísmos, nuestros miedos.
La verdad es que no sabemos las consecuencias de nuestros actos. Una mirada, una sonrisa, un gesto, un abrazo, tienen consecuencias en el alma del que los recibe. Un menosprecio, un silencio, un rechazo, una ausencia de cariño, una palabra fuera de lugar, todo importa.
A veces no le tomamos el peso a esos gestos que hacemos de forma rutinaria. O por las prisas no nos detenemos ante la mirada del que busca algo de consuelo, algo de misericordia. O estamos tan centrados en nuestras preocupaciones que olvidamos las de los demás. Acercarnos al que se nos presenta menesteroso en el camino exige respeto y prudencia.
Decía el Padre Alberto Hurtado: « ¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada, pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da. Se realiza en un instante y su memoria perdura para siempre. Nadie es tan rico que pueda prescindir de ella, ni tan pobre que no pueda darla. Nadie necesita tanto una sonrisa, como los que no tienen una para dar a los demás».
Una sonrisa, una mirada, pueden cambiar la vida de una persona. El alma del prójimo es tierra sagrada. Deberíamos descalzarnos y entrar en ella con pudor, de rodillas, cuando sentimos que nos piden acercarnos. A veces entramos como un elefante en una cristalería. Sin darle valor a nuestros gestos y palabras. Herimos, hacemos daño y casi no nos damos cuenta de nuestra torpeza; o nos excusamos pensando que nuestra misión así lo exige. ¡Qué fácilmente justificamos las ofensas!
Decía J. L. Martín Descalzo: «Si Dios habla al interior de mi hermano, su corazón es un lugar sagrado. Descubrí cómo entro en el interior de cada uno sin descalzarme, simplemente entro. Sentí que el Señor me invitaba a descalzarme y luego a caminar. Cuanto más difícil sea el terreno del interior de mi hermano, más suavidad y más cuidado debo tener para entrar. Sin prejuicios, atento a la necesidad de mi hermano, sin esperar una respuesta determinada; es entrar sin interés, despojado de mi alma».
Es el respeto y el cuidado ante lo que no nos pertenece, ante ese mundo interior que es sagrado. A veces pasamos por encima de las personas, entramos sin considerar sus necesidades, exigimos intimidad y confianza y pretendemos hacerles ver nuestro punto de vista como si fuera el único verdadero. Pisamos calzados. Sin cuidado, sin poner el alma en lo que hacemos, sin amor. Sin besar su historia como tierra santa, sin amar su pobreza como don de Dios.
Nuestra forma de amar en los demás tiene repercusiones. Afecta al que se encuentra con nosotros. ¡Cuántas vidas han cambiado a partir de un encuentro, de una mirada, de una palabra amable! ¡Cuántas veces una sonrisa es más milagrosa que mil discursos bien escritos! El poder de los gestos, de los abrazos, de los pies descalzos, es un poder que salva y santifica.
La vida siempre da muchas vueltas y a veces recibimos lo que un día entregamos. Todo lo que hacemos tiene una repercusión en la eternidad y también la tiene en la vida de este mundo. Conocemos ese refrán: «El que siembra vientos cosecha tempestades». Nuestra vida, todo lo que hacemos, tiene repercusión, en primer lugar, aquí en la tierra. Un gesto de amor puede volver a nosotros cuando menos lo esperamos.
Hace poco vi un corto que expresaba precisamente esto. Un gesto de caridad de un hombre hacia un niño, al que habían pillado robando, cambió la vida de este niño para siempre. Y más tarde, cuando ese hombre bueno, ya mayor, precisó ayuda, aquel niño, convertido en un joven médico, pudo devolvérsela.
Muchas veces la vida es así. Recibimos lo que hemos sembrado. Si nuestros gestos no son de amor y paz seguramente encontraremos lo mismo y nos sorprenderemos. Nos parecerá que el mundo está contra nosotros, que es injusto, que nadie nos trata bien.
Cuando recibimos mal de los hombres tenemos siempre que preguntarnos: ¿Qué damos nosotros? ¿Cuáles son nuestros gestos más habituales? El mundo suele ser un espejo que refleja nuestra figura. Si damos amor es normal que recibamos amor como respuesta. Cuando sonreímos nos sonríen, cuando somos violentos recibimos violencia, cuando tenemos paz, damos paz y nos pacifican. Suelen repetirse nuestros mismos gestos.
Es verdad que en ciertas ocasiones, aún actuando bien, podemos recibir violencia, desprecio, soledad, como respuesta. Eso también es posible. Jesús pasó haciendo el bien y murió en la cruz, como un malhechor. Nunca hizo mal a nadie y fue tratado injustamente. También nos puede ocurrir.
En todo caso, lo cierto es que nuestras vidas están entrelazadas. Las vidas de Lázaro y del rico Epulón estaban unidas. Quizás Lázaro tenía la misión de abrir el corazón del hombre rico y el rico la de ser misericordioso y cuidar a Lázaro. Pero ahí sí hubo un abismo entre ellos. El rico no miró a Lázaro y no supo descubrir en su vida la llamada de Dios a salir de sí mismo, a mirar más allá.
Le pedimos a Dios que nos regale la mirada para ver el corazón de los demás, y saber ver más allá de la diferencia de creencias, de condición social, de estilo de vida. Ver a la persona y saber tocar el tesoro del otro, lo que va más allá de la apariencia. Quizás, también, tenemos una misión con otros que los muros que nos protegen nos impiden ver. Nuestras vidas están unidas. El mismo rico Epulón llama a Abrahán en el infierno para pedirle que se acerque Lázaro. Sus vidas tenían que haber estado unidas para la eternidad. Pero sus decisiones en vida no lo hicieron posible.
Nuestros actos nos unen a otros o nos alejan. Somos solidarios. El Padre Kentenich hablaba de la solidaridad de destinos de todos los que han sellado una alianza de amor con María en el Santuario. Allí estamos entrelazados los unos con los otros. En el corazón inmaculado de María nos encontramos en un mismo destino. ¿Cómo vivimos esa solidaridad?
El rico Epulón vivía cómodamente, porque era rico. Pero no es condenado por ser rico, sino por no ser misericordioso. Describe su situación en vida el mismo profeta Amós: «Os acostáis en lechos de marfil; arrellenados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José». Amós 6, 1a. 4-7.
La comodidad y el espíritu burgués, pueden acabar nublando la vista, haciéndonos insensibles. La riqueza puede alejarnos de Dios, puede impedirnos buscarlo en nuestro interior. La riqueza nos hace llevar una vida satisfecha, demasiado cómoda.
El Papa Francisco hablaba así contra la cultura del bienestar: «No, no más de un hijo, porque no podemos tomar vacaciones, no podemos ir a tal sitio, no podemos comprar la casa. Es bueno seguir al Señor, pero hasta cierto punto. Esto es lo que hace el bienestar: nos lleva hacia abajo, nos quita el coraje, aquel coraje fuerte para caminar cerca de Jesús».
Lo que puede hacer la riqueza es quitarnos la fuerza para luchar, para aspirar a algo más, para subirnos a la barca en la que Jesús tiene el timón en sus manos. Nos acomodamos en seguida y dejamos de soñar con una vida mejor si no es aquí en la tierra. Dejamos de pensar en la eternidad porque nos parece demasiado lejana, demasiado grande e inabarcable. Nos empieza a gustar mucho el presente y ya no creemos en un Dios que pueda saciar nuestras necesidades más profundas. Satisfechos en lo superficial pensamos que con eso basta.
Es cierto que el Evangelio no ataca a los ricos por el hecho de ser ricos. Se refiere al valor de nuestros actos, que tienen repercusión en la eternidad. La riqueza puede impedirnos ver las necesidades que hay a nuestro alrededor, cuando nuestros ojos se atan y encadenan a esos bienes pasajeros. Jesús ataca la dureza de corazón de aquel que sabe que el pobre esta ahí, pero lo ignora.
Decía San Vicente de Paúl: «Dios ama a los pobres y, por lo mismo, ama también a los que aman a los pobres ya que, cuando alguien tiene un afecto especial a una persona, extiende este afecto a los que dan a aquella persona muestras de amistad o de servicio. Por esto, nosotros tenemos la esperanza de que Dios nos ame, en atención a los pobres». La riqueza puede hacernos insensibles, egoístas, egocéntricos. Nos puede volver ciegos para el dolor del hombre.
El amor al prójimo es expresión del amor a Dios. Decía el Padre Hurtado: «Yo sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo es Cristo en persona, que carga su cruz. Y como a Cristo debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo como a hermano, como a ser humano, como somos nosotros».
El amor solidario es el que nos haces capaces de Dios y lo que pacifica el corazón. Precisamente decía el Papa Francisco: «Ningún esfuerzo de «pacificación» será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma».
Cuando marginamos, cuando somos ciegos ante el dolor humano, cuando pasamos de largo ante el hombre herido, cuando no escuchamos las súplicas del que nos llama, estamos olvidando a Dios, estamos dejando de ser fieles a nuestra vocación de amor.
Decía el Papa Francisco: «El egoísmo y la cultura del descarte han conducido a desechar a las personas más débiles y necesitadas». Es imposible amar a Dios a quien no vemos, si despreciamos al hombre al que vemos. El amor a Dios, la coherencia de nuestra vida cristiana, queda reflejada en nuestra forma de amar y tratar a los hombres, especialmente a los más débiles.
En la medida en la que amemos con su amor, estaremos haciendo visible el cielo aquí en la tierra. El cielo es el lugar en el que no hay abismos, en el que las distancias se acortan y el amor se expresa en un sí continuado y sostenido en plenitud. Un amor en el que no hay sombras, ni ausencia, sino presencia continua.
El infierno del rico Epulón es soledad e incomunicación. El cielo de Lázaro es protección en el seno de Dios. Son los dos extremos. El amor y el odio, la comunión y la soledad más dolorosa.
Nuestros gestos tienen repercusión en la eternidad. Dejamos huellas que se graban para siempre en el cielo.Cuando acogemos sin marginar, cuando abrazamos sin rechazar, cuando escuchamos sin juzgar, cuando amamos sin retener, cuando queremos desde el respeto y la humildad, estamos dejando nuestras huellas indelebles en el cielo y traemos el cielo a la tierra.
En muchas ocasiones buscamos signos, señales extraordinarias, para cambiar de vida. Hoy escuchamos: «El rico insistió: - Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento. Abraham le dice: - Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen. El rico contestó: - No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abraham le dijo: - Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». Lucas 16, 19-31.
Un resucitado no va a cambiar nuestra vida, porque Cristo resucitó y no cambió la vida de todos los que fueron sus testigos. El cambio tiene lugar cuando volvemos a la pureza del Evangelio, a lo más esencial. Se trata de humillarnos para lamer las llagas del hombre herido. Se trata de arrodillarnos para ver y mirar el alma del que sufre.
Jesús cruzó el abismo que separa el cielo y el infierno e hizo posible lo imposible. Rompió las barreras del odio y la desunión. El amor es más fuerte. Cruzó el abismo que separa a los hombres. Es imposible imaginarnos la misericordia de Dios, porque no somos así. Nos cuesta entender que sea justo pagar lo mismo al trabajador del último momento, dar nuevas oportunidades al que ha caído, buscar al que se ha perdido dejando a los que obedecen.
Dios no es un Dios espectador que mira cómo nos portamos desde lejos y nos da el cielo o nos lo quita. Dios camina a nuestro lado, viene cada día a nuestro lugar, nos habla al corazón, nos quiere como somos y hace una fiesta cada vez que volvemos arrepentidos.
Jesús se dejó el corazón y la vida para que no haya abismos entre nosotros, para que no haya abismos entre nosotros y Dios. Su cruz es el puente por el que llegamos al corazón de Dios. Su herida en el costado es la puerta por la que Dios llega a nosotros y, al mismo tiempo, por la que llegamos a Dios. No hay distancias para Dios si nos abrimos a Él. Llama a nuestra puerta y espera fuera deseando que abramos para estar con nosotros. Dios se encarnó y el cielo llegó a la tierra. No podemos cruzar el abismo, por eso lo cruzó Dios y lo cruza cada día por cada uno.
Es un misterio cómo será el cielo y siempre vienen las preguntas, la incertidumbre, los miedos. Eso nos hace vulnerables, porque no lo tenemos todo controlado; no sabemos nada de nuestra muerte ni de qué pasará en el Más Allá. Jesús nos pide que no temamos.
Allí todo será pleno, pero esa semilla de plenitud ya podemos sembrarla y vivirla torpemente aquí en la tierra. Nos pide que nos amemos, porque ni un solo gesto de amor en este mundo es en vano. Todo queda grabado en el cielo para siempre.
Podemos vivir con Dios en nuestro día a día. Pero siempre tendremos sed de más, de plenitud, de descanso del todo, de llenarnos, de conocer el amor que es para siempre. Dios va a nuestro lado, en este camino, y nos espera para abrazarnos en lo ordinario, sin grandes señales. No necesitamos que nadie venga del cielo para decirnos cómo es. Eso no nos dejaría tranquilos.
Nos basta la fe y los testigos a los que seguimos. Nos basta con creer en el amor que damos y recibimos y en ese Dios cuyas caricias son soledades y sus silencios susurros dichos con amor en el oído. Nos basta con abrazarnos a María y aprender a vivir a su lado.
[1] J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 279
[2] James F. Twiman, “La plegaria de San Francisco”, 110
Decía Nadine Tokar, quien ha dedicado más de 40 años de su vida a trabajar en la comunidad del Arca con personas que tienen una discapacidad intelectual: «Dejarse amar es un riesgo. Es volverse vulnerable, dependiente. Es decir al otro: tú eres mi alegría. Es difícil dejarse amar porque tenemos una imagen negativa de nosotros mismos y por eso nos escondemos».
Tal vez por eso nos cuesta dejarnos amar, porque no queremos ser vulnerables, nos cuesta dejar que alguien nos diga que nos necesita y que nos quiere, que no le importan tanto nuestros fallos y ama lo que somos. Todo ello supone dar un paso y dejar que alguien penetre en nuestra vida y se acomode en nuestra intimidad. Y siempre existe el riesgo del rechazo, de no responder a las expectativas creadas. Dejarnos amar exige aceptar que alguien pueda querernos tal como somos. Nos hace abrir la puerta del alma para dejar entrar, sin miedo, sin recelo. Nos habla de compromiso y responsabilidad con aquel que nos ama, a quien amamos. Nos habla de empezar un nuevo camino.
Añadía Nadine Tokar en referencia a las personas discapacitadas: «Tienen un corazón sensible que busca ante todo la relación, el amar y ser amado. Y es en esa relación donde descubrimos nuestras propias limitaciones y podemos revelar al otro sus dones y su belleza, donde la persona herida puede recobrar su dignidad y aceptar que su vida tiene valor: no soy capaz de creer en mí, pero sí en la esperanza que tienen en mí».
Cuando nos sabemos amados de forma incondicional, empezamos a creer en nosotros mismos porque alguien cree; nos sentimos mejores, porque alguien nos ve mejores; descubrimos que nuestras miserias no son tan terribles, porque alguien no las encuentra tan feas; descubrimos una belleza en nuestro propio corazón que antes no veíamos. Porque comenzamos a vernos con los ojos de quien nos ama como somos. El amor nos hace dar saltos de confianza. Arriesgamos, soñamos, logramos vencer barreras infranqueables. El amor recibido nos catapulta hacia el cielo, porque nos recuerda que sólo Dios ama de esa manera. Y el amor que recibimos es solo un pálido reflejo de ese amor de Dios que nos sostiene.
Pero sabemos que no es tan sencillo amar al otro y ser amados en nuestra propia herida, en nuestra discapacidad. Porque todos tenemos algo de discapacitados. Tenemos una necesidad que nos hace vulnerables frente al mundo. Quisiéramos aprender a integrar nuestros miedos y frustraciones, nuestras expectativas y deseos, en el corazón de Dios. Es ésa una tarea para toda nuestra vida. El riesgo es siempre evidente. Nos refugiamos en el mundo espiritual cuando nos desborda el mundo de los sentimientos tan humanos. Entonces separamos lo divino de lo humano y nos quedamos tranquilos. Nos refugiamos en la oración y alejamos lo humano de Dios, porque no sabemos cómo hacerlo compaginable. Vemos que es indigno el sufrimiento, el pecado, la carencia, la debilidad, la violencia, la miseria, la ofensa, el miedo. Y lo enterramos todo, para que Dios no lo contemple, para aparecer ante Él como inmaculados. Para Él guardamos sólo nuestra belleza, nuestros talentos, la alegría de nuestra vida, los éxitos, la luz, los anhelos de santidad.
Nos refugiamos sólo en Dios. Allí nos sentimos bien, seguros y protegidos. Allí toda la miseria de la humanidad desaparece y no hay oscuridad. Pero no basta para llevar una vida plena. De vez en cuando caemos en nuestra humanidad, descubrimos nuestro pecado, nos asustamos ante nuestra herida y huimos de Dios. Nos escondemos. ¿Cómo se integra todo nuestro mundo en Dios? ¿Cómo mostrarnos frágiles y heridos ante ese Dios que es puro y perfecto, sin mancha ni pecado? ¿Cómo aceptar que no todos nuestros sentimientos son santos y limpios, que nos atamos y nos mostramos vulnerables?
Volvemos siempre a lo más importante. A lo central en este camino hacia el Señor, junto al Señor. Se trata de educar el corazón para que siempre pueda descansar en Él y descansar en los hombres. No se trata de evitar que sienta lo que siente, casi nunca lo podremos lograr. Se trata de aprender a no sorprendernos con todo lo que vive en nuestro interior. No queremos acabar reprimiendo por temor y compensando para poder vivir.
El camino es otro. Se trata de no asustarnos al mirar el propio corazón, para que así no nos alejemos ni de los hombres ni de Dios. El corazón importa, y mucho. Una persona rezaba: «El anhelo de ser valorada. Es increíble cómo depende mi ánimo de eso, cómo puede alegrarme o inquietarme. Y me siento segura y confiada, o insegura y triste. ¡Qué humana soy! ¡Qué frágil soy! Me sigue impresionando cómo un comentario de alguien que me importa me afecta tanto».
No podemos pretender tenerlo todo bajo control, bajo la luz de la razón. Nos gustaría decidirlo todo con cierta objetividad y distancia. Y lograr que la vida, los gestos de amor o desprecio, no nos importaran tanto. Pero la vida es más fuerte y pesa. Parece entonces que nuestras teorías con frecuencia no encuentran asidero en la vida. Son teorías alejadas de la realidad. Entonces, ¿cómo hacemos para compaginar la vida y los principios que queremos mantener? Deseamos algo en la vida, tenemos claro hacia dónde tenemos que caminar, buscamos bases sólidas sobre las que construir, y el corazón, súbitamente, nos desconcierta.
Jesús nos enseña con sus acciones y sus palabras a educar el corazón. En su corazón puede descansar el nuestro. Dios, y el mundo de Dios, no pueden ser sólo pensamientos, ideas, sueños, bonitas elaboraciones y discursos. Tienen que hacerse realidad en nuestro corazón, tienen que abarcar toda nuestra vida. Nuestra relación con Dios es experiencia, es vida.
Decía el Padre José Kentenich: «Pascal dijo que el corazón tiene su propia lógica y la razón, la suya. Así es, si amamos a Dios, para la razón será fácil decir “sí” a todo lo que Él quiera»[1]. En Dios buscamos encontrar ese equilibrio que anhelamos. El amor a Dios y el amor de Dios, el amor a María y el amor de María. Su amor nos sana, nos educa, nos transforma, nos libera. Buscamos, en definitiva, esa paz tan necesaria para poder dar paz. Buscamos amar a Dios con toda el alma, para poder amar en Él al hombre y su mundo, a nosotros mismos y nuestro mundo.
Queremos aprender a ver lo que Dios ve, a mirar con su mirada. Impresiona en el Evangelio de este domingo que el rico Epulón parecía no ver al pobre Lázaro en su vida terrena. Vivía feliz en su propio mundo de satisfacciones y no veía nada más. Sólo logró verlo cuando dejó esta vida y empezó él a sufrir penas y a padecer la necesidad. Entonces, en su dolor, contempló a aquel mendigo que antes no había visto: «Estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno». En su vida cómoda, llena de lujos, no apreciaba la necesidad de Lázaro, no lo veía: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas».
Es cierto que lo conocía, pero nunca había pensado que ese hombre pobre pudiera tener algo que ver con su vida acomodada. No le hacía falta Lázaro para ser feliz, no lo necesitaba. No lo veían sus ojos aunque estaba sentado a su puerta.
El hombre rico era como nosotros. Tantas veces nos sentimos cómodos, protegidos, satisfechos. Nos refugiamos en nuestro mundo y dejamos de ver a los otros, nos volvemos ciegos. Sólo vemos lo que nos interesa, lo que nos hace felices, lo que está programado en nuestra agenda, lo que nos da una felicidad aunque sea pasajera. Vemos a las personas a las que no podemos dejar de ver, a los que queremos, a los que necesitamos. Sin embargo, aquellos que pueden ser un problema, los que nos intranquilizan con su presencia, lo que no nos dan felicidad y nos exigen, todos ellos desaparecen rápidamente, como si no existieran. Nos volvemos como el rico Epulón que dejó de ver a Lázaro.
¿Cuántos Lázaros hay en nuestra vida? Lázaros necesitados, heridos, menesterosos. Lázaros que mendigan cariño y buscan las migajas que puedan caer de nuestra mesa. Lázaros que, no por dejar de verlos, dejan de existir. Por eso es necesario cambiar la mirada. Eso significa detener nuestros pasos ante esos hombres con nombre que parecen no contar para nosotros.
Una persona rezaba: «Quiero mirar otros rostros y olvidarme del mío. Quiero pensar en otros motivos y olvidarme de los míos. Quiero sentir otros sufrimientos y olvidarme de los míos. Quiero escuchar otros deseos, tocar otros corazones heridos, sentir otras almas sedientas, vivir en otras vidas y olvidarme de la mía».
Es un cambio de mirada, un cambio de vida que nos saca de nuestra comodidad, de nuestro puesto protegido, de nuestras exigencias y deseos. Pero, al mismo tiempo, es un cambio interior que nos sana y nos salva, nos libera y nos da paz.
El otro día leía: «Podemos elegir entre dos formas de ver. La primera es ver como Dios ve, y vivir en la luz del amor. La segunda es ver como Dios no ve, y vivir en la sombra del miedo. La primera es como abrir los ojos y sentir lo que siempre ha estado ante nosotros. El amor se percibe de forma directa, no es imaginado ni queda en la oscuridad. La segunda forma es como vivir con los ojos cerrados, no percibirías la realidad, sino la sombra de la realidad que te aterra y te obliga a hundirte más en el miedo»[2].
Es la misma doble mirada ante la vida. Con paz y libertad, o con miedo. Podemos ver el amor y creer en él. Podemos ver la vida y sentirla, olerla, tocarla. O podemos tener miedo del mundo, de los hombres, del amor, y no ver. El ver nos capacita para ver el dolor y las heridas. La ceguera nos impide amar y salir de nuestra comodidad. Es como una cadena pesada e invisible que no nos deja avanzar.
No obstante, no es suficiente con llegar a ver al que necesita, al que suplica amor, al que está sentado esperando nuestra respuesta. Es cierto que es el primer paso, tal vez el más importante, pero no el único. Después de la mirada viene siempre la acción.
Hoy escuchamos: «Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos». 1 Timoteo 6, 11-16.
Si comenzamos a ver al que sufre sólo nos queda acercarnos. ¡Qué importante son los gestos en los que se muestra nuestro amor! El amor se hace concreto, se hace acción.
Siempre me impresiona la actitud de Santa Teresita en su relación con aquella hermana de comunidad que le resultaba tan difícil: «Existe en la comunidad, una hermana que tiene la habilidad de desagradarme en todo. Y, sin embargo, ella es una religiosa santa que debe complacer mucho a Dios. Deseando no sucumbir a la antipatía natural que sentía, me dije que la caridad no debe consistir en sentimientos sino en obras; resolví hacer por esta hermana lo que haría por la persona que amaba más que nadie. No me contenté simplemente con orar mucho por esta hermana, traté de prestarle todo el servicio posible, y si tenía la tentación de contestarle mal, me contentaba con darle la más amable sonrisa y con cambiar la conversación. Con frecuencia, cuando tenía que trabajar con esta hermana, salía corriendo como desertora cuando mi lucha se hacía demasiado violenta, ella nunca sospechó los motivos de mi conducta, y siempre estuvo convencida que su carácter era muy agradable para mí».
El amor siempre es concreto. Es ese amor que se manifiesta en dulzura, en caricias, en acogida. Siempre habrá personas que nos resulten incómodas, como ese Lázaro a la puerta del rico Epulón. ¿Cómo actuamos? ¿Cómo las tratamos? Las vemos, tal vez eso sí, pero luego seguimos nuestra vida y pasamos de largo. Nos inquietan y molestan, nos perturban. Es necesario cambiar la mirada. Pero es también muy importante cambiar el corazón. ¿Cómo amar a quien nos resulta tan difícil amar? Para el hombre es imposible, no para Dios. Él puede hacerlo posible. Puede cambiar la actitud del corazón.
Una persona lo explicaba así: «Tenemos siempre que mirar con la misma mirada con la que queremos que nos miren y ser para otros la misericordia que necesitamos para nosotros mismos». Dios lo hace posible y nos santifica cuando transforma nuestra vida. Logra así que su amor sea superior a nuestras fuerzas. Lo hace cada vez que vence nuestras reservas, nuestros egoísmos, nuestros miedos.
La verdad es que no sabemos las consecuencias de nuestros actos. Una mirada, una sonrisa, un gesto, un abrazo, tienen consecuencias en el alma del que los recibe. Un menosprecio, un silencio, un rechazo, una ausencia de cariño, una palabra fuera de lugar, todo importa.
A veces no le tomamos el peso a esos gestos que hacemos de forma rutinaria. O por las prisas no nos detenemos ante la mirada del que busca algo de consuelo, algo de misericordia. O estamos tan centrados en nuestras preocupaciones que olvidamos las de los demás. Acercarnos al que se nos presenta menesteroso en el camino exige respeto y prudencia.
Decía el Padre Alberto Hurtado: « ¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada, pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da. Se realiza en un instante y su memoria perdura para siempre. Nadie es tan rico que pueda prescindir de ella, ni tan pobre que no pueda darla. Nadie necesita tanto una sonrisa, como los que no tienen una para dar a los demás».
Una sonrisa, una mirada, pueden cambiar la vida de una persona. El alma del prójimo es tierra sagrada. Deberíamos descalzarnos y entrar en ella con pudor, de rodillas, cuando sentimos que nos piden acercarnos. A veces entramos como un elefante en una cristalería. Sin darle valor a nuestros gestos y palabras. Herimos, hacemos daño y casi no nos damos cuenta de nuestra torpeza; o nos excusamos pensando que nuestra misión así lo exige. ¡Qué fácilmente justificamos las ofensas!
Decía J. L. Martín Descalzo: «Si Dios habla al interior de mi hermano, su corazón es un lugar sagrado. Descubrí cómo entro en el interior de cada uno sin descalzarme, simplemente entro. Sentí que el Señor me invitaba a descalzarme y luego a caminar. Cuanto más difícil sea el terreno del interior de mi hermano, más suavidad y más cuidado debo tener para entrar. Sin prejuicios, atento a la necesidad de mi hermano, sin esperar una respuesta determinada; es entrar sin interés, despojado de mi alma».
Es el respeto y el cuidado ante lo que no nos pertenece, ante ese mundo interior que es sagrado. A veces pasamos por encima de las personas, entramos sin considerar sus necesidades, exigimos intimidad y confianza y pretendemos hacerles ver nuestro punto de vista como si fuera el único verdadero. Pisamos calzados. Sin cuidado, sin poner el alma en lo que hacemos, sin amor. Sin besar su historia como tierra santa, sin amar su pobreza como don de Dios.
Nuestra forma de amar en los demás tiene repercusiones. Afecta al que se encuentra con nosotros. ¡Cuántas vidas han cambiado a partir de un encuentro, de una mirada, de una palabra amable! ¡Cuántas veces una sonrisa es más milagrosa que mil discursos bien escritos! El poder de los gestos, de los abrazos, de los pies descalzos, es un poder que salva y santifica.
La vida siempre da muchas vueltas y a veces recibimos lo que un día entregamos. Todo lo que hacemos tiene una repercusión en la eternidad y también la tiene en la vida de este mundo. Conocemos ese refrán: «El que siembra vientos cosecha tempestades». Nuestra vida, todo lo que hacemos, tiene repercusión, en primer lugar, aquí en la tierra. Un gesto de amor puede volver a nosotros cuando menos lo esperamos.
Hace poco vi un corto que expresaba precisamente esto. Un gesto de caridad de un hombre hacia un niño, al que habían pillado robando, cambió la vida de este niño para siempre. Y más tarde, cuando ese hombre bueno, ya mayor, precisó ayuda, aquel niño, convertido en un joven médico, pudo devolvérsela.
Muchas veces la vida es así. Recibimos lo que hemos sembrado. Si nuestros gestos no son de amor y paz seguramente encontraremos lo mismo y nos sorprenderemos. Nos parecerá que el mundo está contra nosotros, que es injusto, que nadie nos trata bien.
Cuando recibimos mal de los hombres tenemos siempre que preguntarnos: ¿Qué damos nosotros? ¿Cuáles son nuestros gestos más habituales? El mundo suele ser un espejo que refleja nuestra figura. Si damos amor es normal que recibamos amor como respuesta. Cuando sonreímos nos sonríen, cuando somos violentos recibimos violencia, cuando tenemos paz, damos paz y nos pacifican. Suelen repetirse nuestros mismos gestos.
Es verdad que en ciertas ocasiones, aún actuando bien, podemos recibir violencia, desprecio, soledad, como respuesta. Eso también es posible. Jesús pasó haciendo el bien y murió en la cruz, como un malhechor. Nunca hizo mal a nadie y fue tratado injustamente. También nos puede ocurrir.
En todo caso, lo cierto es que nuestras vidas están entrelazadas. Las vidas de Lázaro y del rico Epulón estaban unidas. Quizás Lázaro tenía la misión de abrir el corazón del hombre rico y el rico la de ser misericordioso y cuidar a Lázaro. Pero ahí sí hubo un abismo entre ellos. El rico no miró a Lázaro y no supo descubrir en su vida la llamada de Dios a salir de sí mismo, a mirar más allá.
Le pedimos a Dios que nos regale la mirada para ver el corazón de los demás, y saber ver más allá de la diferencia de creencias, de condición social, de estilo de vida. Ver a la persona y saber tocar el tesoro del otro, lo que va más allá de la apariencia. Quizás, también, tenemos una misión con otros que los muros que nos protegen nos impiden ver. Nuestras vidas están unidas. El mismo rico Epulón llama a Abrahán en el infierno para pedirle que se acerque Lázaro. Sus vidas tenían que haber estado unidas para la eternidad. Pero sus decisiones en vida no lo hicieron posible.
Nuestros actos nos unen a otros o nos alejan. Somos solidarios. El Padre Kentenich hablaba de la solidaridad de destinos de todos los que han sellado una alianza de amor con María en el Santuario. Allí estamos entrelazados los unos con los otros. En el corazón inmaculado de María nos encontramos en un mismo destino. ¿Cómo vivimos esa solidaridad?
El rico Epulón vivía cómodamente, porque era rico. Pero no es condenado por ser rico, sino por no ser misericordioso. Describe su situación en vida el mismo profeta Amós: «Os acostáis en lechos de marfil; arrellenados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José». Amós 6, 1a. 4-7.
La comodidad y el espíritu burgués, pueden acabar nublando la vista, haciéndonos insensibles. La riqueza puede alejarnos de Dios, puede impedirnos buscarlo en nuestro interior. La riqueza nos hace llevar una vida satisfecha, demasiado cómoda.
El Papa Francisco hablaba así contra la cultura del bienestar: «No, no más de un hijo, porque no podemos tomar vacaciones, no podemos ir a tal sitio, no podemos comprar la casa. Es bueno seguir al Señor, pero hasta cierto punto. Esto es lo que hace el bienestar: nos lleva hacia abajo, nos quita el coraje, aquel coraje fuerte para caminar cerca de Jesús».
Lo que puede hacer la riqueza es quitarnos la fuerza para luchar, para aspirar a algo más, para subirnos a la barca en la que Jesús tiene el timón en sus manos. Nos acomodamos en seguida y dejamos de soñar con una vida mejor si no es aquí en la tierra. Dejamos de pensar en la eternidad porque nos parece demasiado lejana, demasiado grande e inabarcable. Nos empieza a gustar mucho el presente y ya no creemos en un Dios que pueda saciar nuestras necesidades más profundas. Satisfechos en lo superficial pensamos que con eso basta.
Es cierto que el Evangelio no ataca a los ricos por el hecho de ser ricos. Se refiere al valor de nuestros actos, que tienen repercusión en la eternidad. La riqueza puede impedirnos ver las necesidades que hay a nuestro alrededor, cuando nuestros ojos se atan y encadenan a esos bienes pasajeros. Jesús ataca la dureza de corazón de aquel que sabe que el pobre esta ahí, pero lo ignora.
Decía San Vicente de Paúl: «Dios ama a los pobres y, por lo mismo, ama también a los que aman a los pobres ya que, cuando alguien tiene un afecto especial a una persona, extiende este afecto a los que dan a aquella persona muestras de amistad o de servicio. Por esto, nosotros tenemos la esperanza de que Dios nos ame, en atención a los pobres». La riqueza puede hacernos insensibles, egoístas, egocéntricos. Nos puede volver ciegos para el dolor del hombre.
El amor al prójimo es expresión del amor a Dios. Decía el Padre Hurtado: «Yo sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo es Cristo en persona, que carga su cruz. Y como a Cristo debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo como a hermano, como a ser humano, como somos nosotros».
El amor solidario es el que nos haces capaces de Dios y lo que pacifica el corazón. Precisamente decía el Papa Francisco: «Ningún esfuerzo de «pacificación» será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma».
Cuando marginamos, cuando somos ciegos ante el dolor humano, cuando pasamos de largo ante el hombre herido, cuando no escuchamos las súplicas del que nos llama, estamos olvidando a Dios, estamos dejando de ser fieles a nuestra vocación de amor.
Decía el Papa Francisco: «El egoísmo y la cultura del descarte han conducido a desechar a las personas más débiles y necesitadas». Es imposible amar a Dios a quien no vemos, si despreciamos al hombre al que vemos. El amor a Dios, la coherencia de nuestra vida cristiana, queda reflejada en nuestra forma de amar y tratar a los hombres, especialmente a los más débiles.
En la medida en la que amemos con su amor, estaremos haciendo visible el cielo aquí en la tierra. El cielo es el lugar en el que no hay abismos, en el que las distancias se acortan y el amor se expresa en un sí continuado y sostenido en plenitud. Un amor en el que no hay sombras, ni ausencia, sino presencia continua.
El infierno del rico Epulón es soledad e incomunicación. El cielo de Lázaro es protección en el seno de Dios. Son los dos extremos. El amor y el odio, la comunión y la soledad más dolorosa.
Nuestros gestos tienen repercusión en la eternidad. Dejamos huellas que se graban para siempre en el cielo.Cuando acogemos sin marginar, cuando abrazamos sin rechazar, cuando escuchamos sin juzgar, cuando amamos sin retener, cuando queremos desde el respeto y la humildad, estamos dejando nuestras huellas indelebles en el cielo y traemos el cielo a la tierra.
En muchas ocasiones buscamos signos, señales extraordinarias, para cambiar de vida. Hoy escuchamos: «El rico insistió: - Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento. Abraham le dice: - Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen. El rico contestó: - No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abraham le dijo: - Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». Lucas 16, 19-31.
Un resucitado no va a cambiar nuestra vida, porque Cristo resucitó y no cambió la vida de todos los que fueron sus testigos. El cambio tiene lugar cuando volvemos a la pureza del Evangelio, a lo más esencial. Se trata de humillarnos para lamer las llagas del hombre herido. Se trata de arrodillarnos para ver y mirar el alma del que sufre.
Jesús cruzó el abismo que separa el cielo y el infierno e hizo posible lo imposible. Rompió las barreras del odio y la desunión. El amor es más fuerte. Cruzó el abismo que separa a los hombres. Es imposible imaginarnos la misericordia de Dios, porque no somos así. Nos cuesta entender que sea justo pagar lo mismo al trabajador del último momento, dar nuevas oportunidades al que ha caído, buscar al que se ha perdido dejando a los que obedecen.
Dios no es un Dios espectador que mira cómo nos portamos desde lejos y nos da el cielo o nos lo quita. Dios camina a nuestro lado, viene cada día a nuestro lugar, nos habla al corazón, nos quiere como somos y hace una fiesta cada vez que volvemos arrepentidos.
Jesús se dejó el corazón y la vida para que no haya abismos entre nosotros, para que no haya abismos entre nosotros y Dios. Su cruz es el puente por el que llegamos al corazón de Dios. Su herida en el costado es la puerta por la que Dios llega a nosotros y, al mismo tiempo, por la que llegamos a Dios. No hay distancias para Dios si nos abrimos a Él. Llama a nuestra puerta y espera fuera deseando que abramos para estar con nosotros. Dios se encarnó y el cielo llegó a la tierra. No podemos cruzar el abismo, por eso lo cruzó Dios y lo cruza cada día por cada uno.
Es un misterio cómo será el cielo y siempre vienen las preguntas, la incertidumbre, los miedos. Eso nos hace vulnerables, porque no lo tenemos todo controlado; no sabemos nada de nuestra muerte ni de qué pasará en el Más Allá. Jesús nos pide que no temamos.
Allí todo será pleno, pero esa semilla de plenitud ya podemos sembrarla y vivirla torpemente aquí en la tierra. Nos pide que nos amemos, porque ni un solo gesto de amor en este mundo es en vano. Todo queda grabado en el cielo para siempre.
Podemos vivir con Dios en nuestro día a día. Pero siempre tendremos sed de más, de plenitud, de descanso del todo, de llenarnos, de conocer el amor que es para siempre. Dios va a nuestro lado, en este camino, y nos espera para abrazarnos en lo ordinario, sin grandes señales. No necesitamos que nadie venga del cielo para decirnos cómo es. Eso no nos dejaría tranquilos.
Nos basta la fe y los testigos a los que seguimos. Nos basta con creer en el amor que damos y recibimos y en ese Dios cuyas caricias son soledades y sus silencios susurros dichos con amor en el oído. Nos basta con abrazarnos a María y aprender a vivir a su lado.
[1] J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 279
[2] James F. Twiman, “La plegaria de San Francisco”, 110
Más sobre el autor en http://www.padrecarlospadilla.com
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