Queridos catecúmenos:
Este momento conclusivo del Año de la Fe os ve aquí reunidos, con vuestros catequistas y familiares, en representación también de tantos otros hombres y mujeres que están realizando, en varias partes del mundo, vuestro mismo itinerario de fe. Espiritualmente estamos todos relacionados en este momento.
Venís de muchos países distintos, de tradiciones culturales y experiencias diferentes. Y sin embargo, esta tarde sentimos que tenemos entre nosotros muchas cosas en común. Sobre todo, tenemos una: el deseo de Dios. Este deseo es evocado por las palabras del Salmista: “Como la cierva anhela corrientes de agua, así mi alma te anhela a ti, oh Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo veré su rostro?” (Sal 42,2-3).
¡Qué importante es mantener vivo este deseo, ente anhelo de encontrar al Señor y hacer experiencia de Él, hacer experiencia de su amor, hacer experiencia de su misericordia! Si faltara la sed del Dios vivo, la fe corre el riesgo de convertirse en una costumbre, corre el riesgo de apagarse, como un fuego que no es reavivado; corre el riesgo de convertirse en rancia, sin sentido.
El relato del Evangelio (cf. Jn 1,35-42) nos muestra a Juan Bautista que indica a Jesús a sus discípulos como el Cordero de Dios. Dos de ellos siguen al Maestro, y después, a su vez, se convierten en "mediadores" que permiten a otros encontrar al Señor y seguirle.
Hay tres momentos en este relato que recuerdan la experiencia del catecumenado. En primer lugar, está la escucha. Los dos discípulos han escuchado el testimonio del Bautista. También vosotros, queridos catecúmenos, habéis escuchado a aquellos que os han hablado de Jesús y os han propuesto seguirle, convirtiéndoos en sus discípulos por medio del Bautismo. En el tumulto de tantas voces que resuenan alrededor nuestro y dentro de nosotros, vosotros habéis escuchado y acogido la voz que os señalaba a Jesús como el único que puede dar pleno sentido a vuestra vida.
El segundo momento es el encuentro. Los dos discípulos encuentran al Maestro y se quedan con Él. Tras haberlo encontrado, advierten en seguida algo nuevo en su corazón: la exigencia de transmitir su alegría también a los demás, para que también ellos puedan encontrarle. Andrés, de hecho, encuentra a su hermano Simón y le lleva a Jesús. ¡Cuánto bien nos hace contemplar esta escena! Nos recuerda que Dios no nos creado para estar solos, encerrados en nosotros mismos, sino para poder encontrarlo a Él y para abrirnos al encuentro con los demás.
Dios primero viene hacia cada uno de nosotros en primer lugar; ¡y esto es maravilloso! ¡Él viene a nuestro encuentro! En la Biblia Dios aparece siempre como el que toma la iniciativa del encuentro con el hombre: es Él el que busca al hombre, y normalmente lo busca mientras el hombre hace experiencia amarga y trágica de traicionar a Dios y de huir de Él. Dios no espera a que lo busque: lo busca rápidamente. ¡Es un buscador paciente nuestro Padre! Él nos precede y nos espera siempre. No para de esperarnos, no se aleja de nosotros, sino que tiene la paciencia de esperar el momento favorable del encuentro con cada uno de nosotros.
Y cuando se da el encuentro, no es nunca un encuentro apresurado, porque Dios desea permanecer de forma duradera con nosotros para apoyarnos, para consolarnos, para darnos su alegría. Dios se apresura para encontrarnos, pero nunca se apresura para dejarnos: permanece con nosotros.
Como nosotros lo anhelamos a Él y lo deseamos, así también Él tiene el deseo de estar con nosotros, porque nosotros pertenecemos a Él, somos “cosa” suya, somos sus criaturas. También Él, podemos decir, tiene sed de nosotros, de encontrarnos. Nuestro Dios está sediento de nosotros; este es el corazón de Dios. Es bonito escuchar esto.
El último fragmento del relato es caminar. Los dos discípulos caminan hacia Jesús y después caminan un tramo junto a Él. Es una enseñanza importante para todos nosotros. La fe es un camino con Jesús. Recordad siempre esto. La fe es caminar con Jesús. Es un camino que dura toda la vida. El final existe. Cierto, en algunos momentos de este camino nos sentimos cansados y confusos. La fe, sin embargo, nos da la certeza de la presencia constante de Jesús en toda situación, también en la más dolorosa o difícil de entender.
Estamos llamados a caminar para entrar cada vez más dentro del misterio del amor de Dios, que nos sobrepasa y nos permite vivir con serenidad y esperanza.
Queridos catecúmenos, hoy vosotros iniciáis el camino del catecumenado. Espero que lo recorráis con alegría, seguros del apoyo de toda la Iglesia, que os mira con mucha confianza.
María, la discípula perfecta, os acompaña: ¡es bello sentirla como nuestra Madre en la fe! Os invito a custodiar el entusiasmo del primer momento que os ha hecho abrir los ojos a la luz de la fe; a recordar, como el discípulo amado, el día, la hora en la que por primera vez os quedasteis con Jesús, habéis sentido su mirada sobre vosotros. No olvidéis nunca esta mirada de Jesús, sobre ti. No olvidéis nunca esta mirada, es una mirada de amor. Y así estaréis seguros del amor fiel del Señor. Él es fiel, estad seguros. Él no os traicionará nunca.
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