Manuel Bru
Toda la Iglesia y gran parte de la sociedad han recibido con enorme interés, y con enorme expectación, la exhortación apostólica post-sinodal del Papa Francisco, que recoge el trabajo de la Asamblea General del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, convocado por su antecesor y confidente, Benedicto XVI.
Confieso que me inquietó oír recientemente una conferencia sobre este tema en la que en un cierto momento, tras hablar de la Nueva Evangelización en Juan Pablo II y Benedicto XVI, se decía que el Papa Francisco aún no había hablado de ella.
Y pensé: Ya hablará, pero en todo caso, la esta realizando a marchas forzadas desde el primer día. Pues bien, ya tenemos la propuesta que el Papa nos hace sobre la Nueva Evangelización. De todos modos, el Papa, espejo sin igual de humildad, no pretende decir la última palabra. Lo dice claramente: “Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable descentralización” (nº 16).
La clave principal de esta exhortación, y por tanto de la Nueva Evangelización, nos la da el título: la alegría del Evangelio, que no es otra que la alegría del evangelizador, la alegría de la Iglesia, y la alegría de su testimonio.
Dice el Papa que “hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua”. Pero a su vez pone a prueba esta alegría en el contraste con el sufrimiento. Se refiere, en primer lugar, a su contraste con el sufrimiento de todos, porque, como explica, “la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo” (nº 6). Pero también se refiere al sufrimiento de los empobrecidos, con un testimonio personal irrefutable y estremecedor: “Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse” (nº 7).
Son los pobres los que, entonces, evangelizan a los evangelizadores. Y es que, si “un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral”, es porque esta llamado a recobrar y acrecentar el fervor de evangelizar, o como la llamaba Pablo VI, “la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas”.
De tal suerte que, como también decía el Papa Montini, “el mundo actual -que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (nº 10).
Pero no crean ustedes que la exhortación Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio) se resume en una voluntariosa invitación a evangelizar con alegría. Más bien la alegría es el primer síntoma de una urgente renovación de la Iglesia, la que nos está trayendo el Papa Francisco desde el primer día de su pontificado, y que supone –basta ver el índice de la misma- que es reforma misionera desde la conversión, desde la participación de todos, desde la opción preferencial por los pobres, y desde el diálogo con el mundo. No se la pierdan.
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