Cuando Jaime –Jimmy– Mora padeció un desajuste indiscriminado en su salud, fue internado de urgencia en la UVI. A pesar de su delicada situación, intentaba ligar con las enfermeras más guapas y se hizo con la simpatía y la confianza de todas ellas. Una tarde, una de las enfermeras le hizo una confesión: «Está a punto de morir un hombre importantísimo. Sus familiares han traído un uniforme precioso para su entierro». Le pudo la curiosidad, y desconectando los chismes que le ataban a la cama de la UVI, Jimmy se levantó para intentar identificar al importante que agonizaba. Descubrió el uniforme dispuesto como mortaja. Era el suyo. «Pues ahora no me muero y que se fastidien». Y vivió diez años más. Uno de sus deseos últimos no se cumplió. «Quiero que mi esquela se publique exclusivamente en un periódico de Cuenca, donde conozco a muy poca gente. Así, nadie sabrá de mi muerte, y no le doy la lata a mis amigos».
Algo parecido ha tenido que suceder con un importantísimo periodista. Vivimos tiempos de olvidos y desenfrenos. Y no reparamos en la insistente presencia de la muerte. Como la del periodista fundamental y ejemplar que, según la página «web» de la Presidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid, ha fallecido en las últimas semanas. Entiendan el estupor y la sorpresa que me invaden. El mundo del periodismo es muy ruidoso, pero no inabarcable. Al cabo del tiempo, los que nos dedicamos a escribir en los periódicos sabemos más o menos quién es cada cual en este batiburrillo. Si fallece un matemático fundamental o un famoso domador de orcas, es muy probable, casi seguro, que sus muertes vuelen por encima de mi interés y conocimiento. Pero si el que muere es un periodista que merece tan extenso, cariñoso y apabullante comentario de quien lleva con mano firme el timón del periodismo madrileño, el dilema es sencillo. O la presidenta de la APM, doña Carmen del Riego, ha exagerado la valía del periodista fallecido, o el que firma no se entera de nada de lo que sucede en el mundillo que le rodea. Puede ser lo segundo perfectamente por mi propensión al despiste. Ignoro si comparten conmigo esta recalcitrante distracción. La de acudir al cuarto de baño impulsado por una urgencia de desagüe fisiológico, alcanzar el recinto, lavarse los dientes, y abandonarlo posteriormente sin haber procedido al desahogo del canario. En mi caso, es un despropósito habitual.
Leyendo la nota de doña Carmen, presumo que el fallecimiento de tan ilustre periodista me ha pasado totalmente desapercibido. Se me ha infiltrado en las entretelas del despiste, y a estas alturas de la cosa no he terminado de dar con la correcta interpretación de los hechos. La nota de doña Carmen dice así: «Ha sido un honor tener como asociado a un periodista que trascendió esta profesión y dedicó toda su vida a luchar por la libertad y la democracia, de las cuales la existencia de una prensa libre, un periodismo serio y una libertad de expresión e información son elementos esenciales. Hoy, los periodistas, como todos los españoles, nos sentimos un poco más huérfanos por la pérdida de un compañero, un buen político y una gran persona».
Ante condolencia tan honda y profunda, he intentado averiguar la identidad del periodista muerto que nos ha dejado huérfanos a todos los españoles. Y al final, lo he sabido. El periodista se llamaba Santiago Carrillo. Y yo, sin enterarme.
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