DE TODO UN POCO
ENRIQUE / GARCÍA-MÁIQUEZ | ACTUALIZADO 19.08.2013 - 01:00
Los veranos
ENTRE las muchas razones para viajar a lugares exóticos que los partidarios me exponen a menudo, por si me convencen, se ignora quizá la esencial. El turista huye de la nostalgia. Al veraneante, en cambio, no le queda otro remedio que mirarla a los ojos. Los inviernos no se nos amontonan tanto sobre el corazón como los veranos, incapaces de ir solos, de ser estancos. Se nos vienen encima uno tras otro de la mano, como andaban entonces las adolescentes.
Quien veranea en el mismo sitio de siempre no llevará de vuelta al otoño montones de fotografías que lucir ante sus compañeros de trabajo, quieran o no. Durante sus vacaciones, él va recibiendo viejas postales sin solución de continuidad: no halla donde poner los ojos que no sea recuerdo de otros años. En mi último libro de poemas, colé uno, leve, apenas una acuarela, sobre la playa de mi infancia, la de mi adolescencia, la de mi juventud, la de mi madurez -no tengo otra- con el único propósito de poder estampar esta cita feliz de Luis Cernuda: "Mas ¿qué importan a mi vida las playas del mundo?/ Es ésta solamente quien clava mi memoria". (Por cierto, que la playa del Buzo, que es la mía, está vergonzosamente degradada este año. Espero que no sea un símbolo biográfico o un correlato objetivo, sino sólo un síntoma más de la dejadez política.)
Cada saludo a un conocido, tan consuetudinario como parece, levanta por dentro una marea de recuerdos, casi todos buenos. Y todos te producen el mismo pinzamiento anímico que cuando uno ve una foto suya olvidada, y se encuentra inexplicablemente joven y antiguo a la vez. Es, de golpe, el tiempo; que pasó.
"Fueron largos y ardientes los veranos", comienza un poema elegíaco de Francisco Brines, donde los funde en el plural de una misma música, que culmina en este inevitable andante: "Qué extraña y breve fue la juventud". Son sensaciones y sentimientos que el veraneante, conozca o no el poema concreto de Brines, comparte.
En estas cuestiones de las olas de la melancolía, ni el turista hace mal por escabullirse ni el veraneante por zambullirse. Es cuestión de gustos. El problema de la nostalgia es que amarga, y su secreto, que es una esperanza disfrazada de época. Requiere paladares que aprecien lo agridulce. Como yo soy de ésos, dejaré que otros nos cuenten sus trepidantes experiencias insólitas, que les dan tanto mundo; a mí me colman las redivivas, que nos profundizan el alma.
Quien veranea en el mismo sitio de siempre no llevará de vuelta al otoño montones de fotografías que lucir ante sus compañeros de trabajo, quieran o no. Durante sus vacaciones, él va recibiendo viejas postales sin solución de continuidad: no halla donde poner los ojos que no sea recuerdo de otros años. En mi último libro de poemas, colé uno, leve, apenas una acuarela, sobre la playa de mi infancia, la de mi adolescencia, la de mi juventud, la de mi madurez -no tengo otra- con el único propósito de poder estampar esta cita feliz de Luis Cernuda: "Mas ¿qué importan a mi vida las playas del mundo?/ Es ésta solamente quien clava mi memoria". (Por cierto, que la playa del Buzo, que es la mía, está vergonzosamente degradada este año. Espero que no sea un símbolo biográfico o un correlato objetivo, sino sólo un síntoma más de la dejadez política.)
Cada saludo a un conocido, tan consuetudinario como parece, levanta por dentro una marea de recuerdos, casi todos buenos. Y todos te producen el mismo pinzamiento anímico que cuando uno ve una foto suya olvidada, y se encuentra inexplicablemente joven y antiguo a la vez. Es, de golpe, el tiempo; que pasó.
"Fueron largos y ardientes los veranos", comienza un poema elegíaco de Francisco Brines, donde los funde en el plural de una misma música, que culmina en este inevitable andante: "Qué extraña y breve fue la juventud". Son sensaciones y sentimientos que el veraneante, conozca o no el poema concreto de Brines, comparte.
En estas cuestiones de las olas de la melancolía, ni el turista hace mal por escabullirse ni el veraneante por zambullirse. Es cuestión de gustos. El problema de la nostalgia es que amarga, y su secreto, que es una esperanza disfrazada de época. Requiere paladares que aprecien lo agridulce. Como yo soy de ésos, dejaré que otros nos cuenten sus trepidantes experiencias insólitas, que les dan tanto mundo; a mí me colman las redivivas, que nos profundizan el alma.
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