El criterio fundamental sobre este tema lo encontramos en el nº 2289 del Catecismo de la Iglesia Católica. Dice así: La moral exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo.
A partir de este criterio, las situaciones concretas se deben valorar en cada caso. Para eso está la prudencia, la sensatez, que permite juzgar cuándo estamos ante una cosa o la otra, ante lo razonable o ante lo que no lo es.
Aplicándolo a las dietas, nos encontramos con una gran variedad de casos posibles. Hay dietas que pone el médico, y ésas en general deben ser seguidas, pues claramente obedecen al necesario cuidado de la salud. En otros casos se trata sencillamente de dietas para no engordar y conservar un buen aspecto corporal.
Se supone que esta cuestión trata sobre estas últimas. Pero también aquí encontramos muchas variantes, tanto por parte de las personas como de las dietas. Hay personas que están verdaderamente gordas, y una dieta les viene bien; en otros casos no parecen tan necesarias. También hay dietas y dietas, más drásticas y más moderadas. Y no se puede dar una regla con precisión matemática.
Sin embargo, sí que se pueden señalar algunos límites, cuyo traspaso significaría que no tenemos situada esta cuestión en su justo lugar.
El primero es que un régimen deja de ser razonable cuando nos debilita en nuestro normal funcionamiento, de forma que se note ese debilitamiento. Supondría sacrificar más de lo razonable a la estética, y quizás podría suponer un riesgo para la salud sin motivo que lo justifique.
El segundo lo encontramos cuando no se acepta la propia corporalidad. No se trata, evidentemente, de que no se quiera mejorar en el futuro; más bien consiste en que se rechace el presente.
Esta actitud es el origen de muchas obsesiones e incluso de algún trastorno serio –piénsese, por ejemplo, en la anorexia-, de una baja autoestima que siempre perjudica a quien la padece, y en más de un caso lleva consigo el rechazo de la misma condición humana en este mundo, donde el tiempo pasa dejando sus huellas, y la fe misma pide asumir la verdad de que estamos de paso en este mundo en espera de la vida definitiva, donde ya no existirán este tipo de problemas.
Una mentalidad así con facilidad se desliza a idolatrar el aspecto físico y, como señala el Catecismo, a sacrificar todo a él. Eso, claro está, no significa que, en las sociedad de nuestros días, que en general come mucho y se mueve poco, un moderado régimen de comida venga bien a muchas personas.
A partir de este criterio, las situaciones concretas se deben valorar en cada caso. Para eso está la prudencia, la sensatez, que permite juzgar cuándo estamos ante una cosa o la otra, ante lo razonable o ante lo que no lo es.
Aplicándolo a las dietas, nos encontramos con una gran variedad de casos posibles. Hay dietas que pone el médico, y ésas en general deben ser seguidas, pues claramente obedecen al necesario cuidado de la salud. En otros casos se trata sencillamente de dietas para no engordar y conservar un buen aspecto corporal.
Se supone que esta cuestión trata sobre estas últimas. Pero también aquí encontramos muchas variantes, tanto por parte de las personas como de las dietas. Hay personas que están verdaderamente gordas, y una dieta les viene bien; en otros casos no parecen tan necesarias. También hay dietas y dietas, más drásticas y más moderadas. Y no se puede dar una regla con precisión matemática.
Sin embargo, sí que se pueden señalar algunos límites, cuyo traspaso significaría que no tenemos situada esta cuestión en su justo lugar.
El primero es que un régimen deja de ser razonable cuando nos debilita en nuestro normal funcionamiento, de forma que se note ese debilitamiento. Supondría sacrificar más de lo razonable a la estética, y quizás podría suponer un riesgo para la salud sin motivo que lo justifique.
El segundo lo encontramos cuando no se acepta la propia corporalidad. No se trata, evidentemente, de que no se quiera mejorar en el futuro; más bien consiste en que se rechace el presente.
Esta actitud es el origen de muchas obsesiones e incluso de algún trastorno serio –piénsese, por ejemplo, en la anorexia-, de una baja autoestima que siempre perjudica a quien la padece, y en más de un caso lleva consigo el rechazo de la misma condición humana en este mundo, donde el tiempo pasa dejando sus huellas, y la fe misma pide asumir la verdad de que estamos de paso en este mundo en espera de la vida definitiva, donde ya no existirán este tipo de problemas.
Una mentalidad así con facilidad se desliza a idolatrar el aspecto físico y, como señala el Catecismo, a sacrificar todo a él. Eso, claro está, no significa que, en las sociedad de nuestros días, que en general come mucho y se mueve poco, un moderado régimen de comida venga bien a muchas personas.
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