Hay dos personas en España cuyas miradas me producen, más que inquietud o desasosiego, temor. Temor mondo, lirondo y redondo. Las miradas de Bretón y de Montoro. No pretendo establecer comparaciones ni similitudes entre el muy probable asesino de sus hijos y el ministro de Hacienda. Deseo que quede claro y diáfano que si se me concediera la opción de elegir, me quedaría siempre con Montoro. Ya me ocuparía yo de esquivar su mirada y de reducir al máximo nuestras charlas. Montoro, mientras no se demuestre lo contrario, y no se ha demostrado todavía, es un ciudadano honorable, por mucha desconfianza que inspire. La mirada de Bretón es propia de un ser despiadado, al que todavía no se le ha probado la autoría del más terrible de los crímenes, pero a cuya mirada renuncio de antemano, sea culpable o inocente. Un tipo que mira así no entra en el cupo de los que se invitan a tomar una copa o un café. Con Montoro sí me tomaría la copa y el café, siempre que la copa fuera un chupito y el café igual de expreso que los «Carruagens Camas e os Grandes Expressos Europeos» de mi juventud. Es decir, un café para dormir bien y amanecer en San Sebastián.
Montoro es el jefe supremo del ministerio que trata peor a la ciudadanía. Ese ministerio que no admite ni un error y justifica todos los que cometen sus funcionarios. El caso de la Infanta Cristina es abrumador. Ha sido señalada por vender una serie de inmuebles que no ha podido vender, entre otras razones, porque jamás han sido de su propiedad. Falsedad kafkiana. Sucede que algunos ilustres firmantes de artículos están al acecho para rematar el honor de la Infanta, y convierten en argumento de acusación cualquier barbaridad no comprobada. Y existen las redes sociales, con millones de jueces aficionados, que dictan sentencia condenatoria y se desentienden del asunto y de la condenada si posteriormente todo queda en putas aguas de borrajas. Así, que la Infanta Cristina ha sido condenada por vender sin haber vendido unas propiedades que eran propiedad de otros y de las que ella no tenía conocimiento alguno. Y un fallo de esta índole conlleva inmediatamente la obligatoriedad de la dimisión. Exigencia de responsabilidades a quienes han actuado, de buena o mala fe, con tanta frivolidad, ligereza o perversidad, y posteriormente, la dimisión sincera del responsable máximo, que es el señor ministro. Porque el daño se ha hecho, y no hay medios para repararlo. La Infanta Cristina puede ser una mujer confiada en extremo en su casa, pero no es una choriza para nada, y menos aún, una delincuente que se dedica a vender lo que no le pertenece por mucho que se lo atribuya la Agencia Tributaria. Ese error, en contra de cualquier contribuyente, es de inmensa gravedad. Si afecta a una persona singular, inmersa en una desagradable situación que pone en duda constantemente su dignidad y decencia, la equivocación es aún más grave, y la gravedad de un patinazo hay que asumirla con humildad y prontitud.
Pero Montoro sonríe y explica lo inexplicable con argumentos que no se aceptarían ni en los guiones de la «Guerra de las Galaxias» ni en las películas de Torrente. Sale al paso de la falacia sin salir y sin dar el paso, que puede considerarse hábil y circense, pero no políticamente aceptable. Y cuando sonríe, mira. Pero mira mal. Nos advierte. Cuidadito con lo que decís que tengo en mis manos todos los resortes para dejaros aún más en pelotas de lo que ahora estáis. Y eso es lo que me inquieta de este ministro. Que no dimite y que nos mira con una intensidad que nada tiene de grata y convicente.
Porque el fallo ha sido como para miccionar y no echar gota.
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