sábado, 29 de junio de 2013

LAS REALES ACADEMIAS; POR LUIS SUÁREZ.

La Razón



El paso dado por Felipe V fue tan importante que, en el siglo XIX, cuando el moderantismo liberal trataba de superar los daños venidos de los dos extremismos, surgieron, en Madrid, con carácter nacional, y en las provincias, nuevas Academias que se extendían a todos los sectores del saber. Numerosas, y también eficaces, en 1940 fueron reordenadas para cubrir la cultura como una gran unidad, el Instituto de España, cuyo primer presidente fue el famoso músico Manuel de Falla. Recorrer la lista de presidentes del Instituto, reordenado en 2010, es un buen ejercicio de la inteligencia. Y las academias, aun prescindiendo del nombre, siguen siendo el ejemplo de lo que verdaderamente significa la nobleza en la conducta y el comportamiento. Las Academias entienden bien que su tarea fundamental esté en recibir el patrimonio cultural que se ha venido creando, estimular su crecimiento y, de una manera especial, darlo a conocer. Además de los académicos de número están los correspondientes. La diferencia en los calificativos tiene escasa importancia; se trata en todo caso, de académicos, es decir, nobles intelectuales que se han distinguido no sólo por sus investigaciones directas sino también por su conducta. De este modo, los «académicos» forman un verdadero ejército del saber que tiene en la palabra y en la conducta sus recursos para tratar de servir a la sociedad. Entiéndase bien: servirla y no servirse de ella. Desde el primer momento, la Academia Española comprendió que necesitaba elaborar un Diccionario de la Lengua que permitiera el examen y enriquecimiento de las palabras que venían a incluirse en el español. Es un error llamar castellano a esta lengua, pues precisamente es el castellano el que ha desaparecido para servir de base, como ya viera Nebrija, al español. La Academia de la Historia pronto tuvo también la noción de que era necesario un Diccionario que acogiese las biografías de todos los personajes sobresalientes de la Historia de España, presentándolos como fueron en realidad y no con elogios o censuras que parten en realidad del individualismo ajeno. Campomanes señaló como prioritaria esta tarea. Pero las circunstancias impidieron que tal cosa pudiera llevarse a cabo. Un diccionario no es un ladrillo inconmovible. Tiene que ser mantenido con Vida porque constantemente aparecen personas y noticias que deben ser debidamente incorporadas. Así estaban las cosas hasta que Gonzalo Anes, a quien se ha dado por esta causa título de marqués, tomó las riendas de la Academia. Me molesta tener que hacer elogios, máxime cuando por esa dirección de la Academia han pasado personas de relieve incomensurable. Pero no tengo más remedio que hacerlo porque al celebrar el trescientos aniversario es imprescindible destacar que uno de los objetivos esenciales fijados por aquella primera Ilustración ha sido alcanzado. El número de colaboradores en la inmensa tarea haría imposible incluir la lista. Pero ahí se encuentra algo que no debe ser olvidado: el patrimonio histórico esté al alcance de todos. Sólo Inglaterra dispone de una obra de tamaño comparable y, en algunos puntos, también superior. De ambos tenemos mucho que aprender. Porque allí no se hacen juicios de valor sino que, como nos recomendara Leopoldo Von Ranke, los hechos aparecen explicados «wie es eigentlich gewessen»; como fueron en realidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario