domingo, 3 de noviembre de 2013

MILAGROS; POR ALFONSO USSÍA.

La Razón



Los milagros no tienen lógica ni explicación. Son prodigios inalcanzables para ser analizados por los humanos. Se exagera mucho con ellos, y simples hechos perfectamente asumibles por la normalidad son considerados milagrosos. Recuerdo el velatorio de una bondadosísima mujer que no hizo otra cosa que el bien a quienes se toparon con ella en la vida. En su velatorio no cabía un alma, y nadie estaba ahí por compromiso. Una monjita anunció el milagro. «Su cadáver huele a flores». Me interesé por ello. No se trataba de un milagro sino de un desenlace natural de la madre naturaleza. Junto a su ataúd y en su entorno, centenares de coronas y ramos de flores hacían guardia a la fallecida. Olía a flores porque había flores por todos los rincones de la casa. También olía a flores el salón donde reposaban los restos del padre jesuita Ramón Ceñal, en la calle de Maldonado de Madrid. El sabio místico, el sacerdote sencillo, yacía sobre el suelo de madera. Era como un álamo deshojado y tendido en la máxima expresión de la pobreza y la humildad. Y no había flores, ni en ramos ni en coronas. La anormalidad no asumía una obviedad, y abandoné su muerte con una sensación de perplejidad afligida.
Se acercaba la gran noche de una fiesta veraniega con más de dos mil invitados. No existían todavía los satélites meteorológicos, y la responsabilidad de predecir el tiempo caía exclusivamente sobre las espaldas de Mariano Medina, el primer «Hombre del Tiempo» de Televisión Española, al que Tip le bajó los pantalones mientras se emitía el Telediario en los principios de nuestra televisión. Don Mariano punteaba con una batuta un pequeño mapa, y aventuró una noche de tormentas y aguaceros que preocupó lógicamente a la principal familia que organizaba la fiesta en honor de su hija, que por su tamaño, más que ponerse de largo se iba a poner de ancho. Entonces, para contrarrestar a Mariano Medina, el padre de la festejada ofreció doce docenas de huevos a Santa Teresa, de la que dicen que desvía las nubes, detiene los rayos y elimina las aguas de la lluvia. A los diez minutos de iniciarse la fiesta, con Doña Carmen Polo de Franco entre los invitados, se abrió el cielo y cayó la de San Quintín, dejando en muy mal lugar a Santa Teresa y en un podio de sabiduría a Mariano Medina. La niña de la casa, como es natural, lloró con amargura hasta más allá de las fronteras del hipo. Los huevos no obraron el milagro y venció con holgura la borrasca que había desplazado del pequeño mapa al anticiclón de las Azores.
Pero de improviso, repentinamente, se produce un milagro de verdad. En una pared del Metro de Caracas, unos obreros que arreglaban las vías descubrieron una mirada que los dejó paralizados de emoción y espanto. Se trataba de los ojos del comandante Chávez , de su honda y amable mirada. Y con un móvil hicieron una fotografía a la pared del prodigio y abandonando los instrumentos y enseres de trabajo, hallaron el camino hacia la luz, y ya en ella, corrieron hacia el palacio de Miraflores para hacer partícipe del gran milagro al presidente Maduro, que vestía un precioso chándal. El «socialismo mágico» repetía hecho milagroso. Durante la campaña electoral, un maravilloso pajarillo, un ruiseñor del Orinoco, se posó sobre la cabeza de Nicolás Maduro y éste no dudó en interpretar la expresión canora del pájaro con la voz y los deseos del fallecido comandante bolivariano. Ahora, en un alarde de modestia, el comandante se ha aparecido en una pared del metro de Caracas, y Nicolás Maduro ha mostrado al mundo la prueba del prodigio, una fotografía en la que no se aprecia absolutamente nada ajeno a una pared. Maduro es un ser humano elegido por la espiritualidad, no en vano se reconoce fiel seguidor del santón hindú Sathya Sai Barba, de gran parecido físico con mi tatarabuela Begoña, detalle que me ha emocionado, y que en prueba de gratitud y cariño, me anima a escribir de este nuevo santo, Nicolás Maduro, al que se le aparece Chávez un día sí y el otro también adoptando los más opuestos disfraces y escenarios.
No obstante, haría bien el compañero bolivariano Maduro en abrazarse a la discreción y la cautela, porque los milagros son una cosa muy seria que no se reconocen con tanta facilidad. En estos asuntos, toda prudencia es poca. Para iniciar un proceso de beatificación se precisa, al menos, un par de milagros más. Que la familia de Chávez, por ejemplo, devuelva todo lo que ha robado, y que en Venezuela se establezca un régimen moderno que ampare sin tapujos los derechos humanos y la libertad. Demasiados y muy improbables milagros.

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