miércoles, 6 de noviembre de 2013

LA DIFÍCIL TAREA DE CRECER.

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Juan Ávila Estrada
Es más fácil juzgarlos que guiarlos, censurarlos que iluminarlos, prohibirles que educarles: Siempre hablamos de ellos como una generación cada vez más decadente, hijos de un mundo superficial y  que cambia de modo acelerado; afectos a la tecnología y al sexo, al ocio y al hastío; pero es que no es fácil ser adolescente.

Nos son cada vez más extraños, más lejanos, con una brecha generacional casi que insalvable y con un vocabulario que no nos es fácil entender.

Pero es que a veces ni ellos mismos se entienden pues no es sencillo crecer: no lo es porque todo crecimiento comporta sufrimiento, una metamorfosis, y ningún cambio se produce tranquilamente pues todos traen consigo una especie de dolor.

La adolescencia como tal implica un padecimiento (adolescente viene del latín “adolescere”: padecer). Esa época transitoria en la que concurren grandes cambios físicos, emocionales, espirituales y psicológicos es la época en la que se es extraño a sí mismo y al mundo, en la que te tratan como adulto los niños y como un niño los adultos; es la edad del desconocimiento de sí mismo pues se experimentan cosa nuevas, sentirse extraño en un cuerpo que parece actuar como un alienígena.

En ese crecimiento es donde empiezan las más fuertes pulsiones sexuales como un fuego que devora hasta abrasar la carne, es allí donde se cree que todo lo que se experimenta afectiva o emocionalmente se le puede llamar amor: la necesidad del otro, el enamoramiento, las ganas de estar con, el extrañar, etc.  No es sencillo ser adolescente.

Son los años de la ilusión, de la lucha por alcanzar una libertad que aún no entienden ni saben qué hacer con ella para no terminar malogrando la vida con sus decisiones; de pelear con Dios para entronizar la razón, de desechar la fe por encontrarla conflictiva con la lógica del pensamiento nuevo que bulle en el propio interior que quiere crecer y ser adulto. 

No es fácil sentir cosas “de grandes” para las que no se está preparado, tantas ganas de sexo y solidaridad, de altruismo efímero y de amor por la naturaleza.

Es la edad de la fuerza física y la debilidad emocional, de los deseos de cambiar el mundo dejando intacto el propio corazón. Es que no es fácil ser adolescente.

Son extraños, sí; extraños sobre todo para sí mismos y no necesitan reprobación sino comprensión, censura sino guía, y es ahí donde los adultos podemos tenderles la mano para hacerles menos dolorosa la batalla en el  crecer.

No necesitan que llenemos sus bolsillos o carteras de condones, la cabeza de regaños, el corazón de más dudas y el ego de burlas.

Necesitan padres pacientes que no hayan olvidado cuando ellos mismos tuvieron que crecer, que sepan responder oportuna y adecuadamente sus interrogantes respetando sus espacios de intimidad, saber quitarse el calzado para poder entrar en la intimidad de sus conciencias, pero tener la firmeza de un corazón que educa con amor y guía con la serena certeza de ir a buen puerto en medio de la tormenta. No asustarse por las alas que crecen, no sacar las tijeras para mutilar sus ganas de volar, necesitan aprender a volar.

Necesitan amigos de su edad para advertir que no son únicos en su “rareza”, pero también educadores que sepan atajar la violencia del matoneo cuando los cambios en algunos sean más bruscos que en otros. Maestros espirituales, hombres y mujeres de Dios que les muestren un Señor que no viene a obstaculizar sus ganas de libertad sino que, por el contario, en Él pueden encarnar mejor lo que es desplegar las alas hacia el horizonte futuro.

Pero también necesitan ser pacientes, saber que todo ese dolor pasará, que llegará el momento en que la oruga salga convertida en mariposa si deja madurar su propio capullo, que la prisa no trae sino cansancio y desolación, que aprendan a hacer  cosas de adolescentes (ese maravilloso intermedio entre niños que juegan sin cansancio y adultos con responsabilidades que nunca les abandonarán) que cultiven la amistad, amplíen su círculo afectivo pues es allí donde se cuecen las más grandes y nobles  relaciones del futuro fraterno. En fin, que nunca olviden que no se es niño para siempre, ni adolescentes para siempre, ni adulto para siempre, ni joven para siempre, ni muerto para siempre.

No es fácil ser adolescente, pero normalmente su tránsito no acarrea muerte.

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