«Para ser rico, es imprescindible levantarse cada mañana con la única intención de ganar dinero». Creo que fue Juan March el que acuñó tan interesante sentencia. No se me había ocurrido con anterioridad. He intentado seguir sus consejos y puedo adelantar, que hasta el momento, el fracaso no se ha separado de mí. Para colmo he leído que cada español nace con una deuda de veinte mil euros, por aquello de las obligaciones contraídas por el Estado. Son tantas las definiciones del dinero, que compiten con las del amor y el humor. «El dinero sólo sirve para arruinarse» es quizá, la que más me ha complacido. Es como una definición de mi familia, de mis antepasados, y todo lo familiar suaviza las aristas. Antaño, hubo españoles que ganaron mucho dinero honradamente. Ahora es imposible, por cuanto el dinero honrado sólo sirve para que Hacienda lo recupere. El becerro de oro es un sueño, una quimera, en tanto que el oro del becerro es una realidad incontestable. Pero se ubica en la meseta superior de la boina, y son muy pocos los que deambulan por ahí. Los que viven, se mueven, manejan y deciden encima de la boina, contraen un riesgo. En el caso, poco probable, de que sean sorprendidos contando billetes sustraídos al prójimo, pueden experimentar la eventual incomodidad de la cárcel. Pero no por mucho tiempo. El dinero procura los mejores abogados y siempre hay un juez que se deja intimidar.
Los más ricos de España son aquellos que nadie conoce, y que viven holgadamente sin llamar la atención. Lo decía el gran actor Arturo Fernández, que acaba de recibir la Medalla de Oro al Mérito del Trabajo. Del trabajo limpio y honrado durante decenios sin rozar un euro ajeno. «Para mí, la riqueza consiste en poder invitar a mis amigos a cenar y pagar puntualmente las facturas del sastre». Estos que quieren ganar muchísimo más de lo muchísimo que ya tienen, terminan por conseguir una situación poco apetecible. «El dinero no proporciona amigos, sino enemigos de mayor calidad». Y éstos son los que terminan denunciando, y se rompe el cántaro, y por necios de la avaricia conocen de primera mano el sinsabor del desprecio. En fin, que he decidido no hacer caso de la máxima de Juan March.
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