La iglesia es comunidad orante; más aún, es una comunidad que no puede vivir sin una oración continua, y por tanto es siempre orante (const. apost. Laudis canticum 8; OGLH 9- 10). La oración pública, que parecería prerrogativa de la asamblea limitada únicamente al acto de la celebración, es, por el contrario, nota identificadora estable de toda la iglesia.
Ésta no es una idea abstracta, sino real y concreta; no sólo porque comprende todas las iglesias locales y todas las asambleas de culto, aunque sin ser el simple resultado de su suma, sino sobre todo porque es una entidad presente y orante en cada comunidad eclesial y en cada reunión litúrgica por una especie de ubicuidad y omnipresencia, al menos por lo que concierne a su ámbito (cf CD 11; SC 41; OGLH 20; 21 -27).
No es tanto la asamblea celebrante la que totaliza, por su virtud y naturaleza, a toda la comunidad planetaria cuanto la iglesia universal la que, en Cristo y en el Espíritu Santo, se hace viva y operante en todas las entidades eclesiales, aun pequeñas, y también en las personas, sirviéndose de ellas como de instrumentos para su ser y su obrar. Sin embargo, si bien cada oración, hecha por cualquier cristiano individual o cualquier grupo, es asumida en cierto modo como propia por la iglesia, sólo la LH expresa plenamente a toda la iglesia orante como tal y su permanencia constante en la oración, y sólo ella tiene la fuerza de realizarla en la forma más connatural y congenial en las personas y en los lugares.
Si la eucaristía es el ejercicio más eminente de la dignidad sacerdotal de la iglesia, si los sacramentos son la actuación principal del aspecto sacramental de la iglesia, la LH es el ejercicio y la actuación más alta de la misión de orante perenne encomendada por Cristo a su iglesia (cf SC 83; OGLH 10; 13). Es verdad que toda la liturgia es oración, y en primerísimo lugar la eucaristía, y luego los sacramentos; y oración son asimismo todos los ejercicios piadosos y toda devoción popular, y por tanto la iglesia es orante en toda esta esfera de piedad religiosa. Pero si se dirige la atención a la oración en cuanto horaria y destinada por institución y propósito a consagrar todo el tiempo, entonces sólo la LH ha de considerarse la expresión más típica y característica de la comunidad, en cuanto alabadora perenne de Dios. Y es esta oración la que la iglesia considera suya por título especial, es decir, en cuanto cuerpo místico total de Cristo (cf SC 26). A este respecto hay que recordar de nuevo la tradición milenaria, la universalidad y la continuidad, que han de considerarse en su conjunto.
Ninguna oración horaria es más tradicional en la iglesia que el oficio divino. Ninguna oración horaria se practica en mayor medida, aunque sea en estructuras diversas, por costumbre o por ley, entre el clero, entre los religiosos y entre muchos laicos en todos los ritos de Occidente y de Oriente y también entre las confesiones protestantes. Además, en el panorama planetario, considerando los diversos husos horarios, se realiza efectivamente una cierta rotación y continuidad entre las asambleas y las personas que en los diferentes puntos de la tierra celebran el oficio divino.
Estos hechos, de suyo extrínsecos, dan mayor relieve a la naturaleza de la iglesia, que es la de ser no sólo comunidad orante, sino establemente orante y orante por doquier (SC 83; OGLH 7; 10; 13; 15), que precisamente en virtud de la LH se hace viva como tal en cada asamblea o persona que la celebra.
La laus perennis de la iglesia, establecida con la LH, se convierte en anticipación de la alabanza eterna más allá de la parusía. Así la LH, con su carácter horario, pone de manifiesto también otro aspecto específico de la iglesia, el escatológico. La liturgia, en su materialidad sacramental y en su eficacia regeneradora, cesará en el paraíso, pero la alabanza perenne de Dios será la eterna tarea gozosa de la asamblea celeste. La LH corre por este riel de glorificación continua que, sublimada y transfigurada, no cesará nunca. Por eso la LH actúa a la iglesia en su alabanza perenne y universal sobre la tierra y anticipa la iglesia estable y eternamente alabante del cielo, manteniéndose ya ahora unida a la alabanza divina de los bienaventurados (cf LG 50; OGLH 15-16).
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