Misioneros franciscanos al servicio
de la Tierra Santa
Lc 3, 15: «Como el pueblo estaba expectante, todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías». La espera del Mesías, que abarca la Anunciación, la Navidad, el Bautismo, las bodas de Caná, desarrolla la esperanza eterna del corazón del hombre. Nuestra vida de fe es una vida de espera: sabemos en nuestro corazón que el Mesías nacido en Belén es la respuesta de Dios a nuestra esperanza. Sin embargo, sentimos también que, a pesar del esfuerzo y los ideales, nuestra fe sigue siendo débil y estamos como encerrados en una jaula a causa del pecado. ¿Quién podrá apagar la sed de amor, de atención, de sonrisas, justicia, dignidad y verdad que nuestro corazón anhela para sí y que espera del prójimo? La fe nos enseña a vivir en la esperanza: el tiempo llega para quien sabe esperar.
Debemos dejarnos convertir por el tiempo de la espera, dándole al mismo los sueños y fatigas, el valor y la serenidad en la vida cotidiana. Como sabemos que Cristo que nace en Belén es la respuesta de Dios, solo Él puede apagar nuestra sed, nuestra necesidad de sentido. Nuestro ser incompleto, nuestra esperanza, solo pueden colmarse con su irrupción. No tenemos necesidad de grandes cosas para sorprendernos ante esta increíble realidad, no debemos buscar esta respuesta lejos de nosotros. «No está en el cielo, para poder decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?”. Ni está más allá del mar, para poder decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?”. El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas» (Dt 30,12-14). La conciencia de esto nos sorprende siempre de nuevo.
Con esta certeza debemos alimentar nuestras dudas, sobrellevar nuestro cansancio. El tiempo de la espera de los cielos y tierra nuevos es el tiempo de nuestra fe, incluso cuando estamos llamados a esperar contra toda esperanza, porque a la sed de nuestro corazón sabemos que responde la fidelidad de Dios. Sabemos que Dios-con-nosotros, a su vez, nos espera. Espera ser encontrado; no lejos y fuera de nosotros, sino en nuestro corazón y en el corazón de todos los hombres.
También Cristo se deja encontrar en nuestro Oriente Medio, sediento de justicia y de dignidad, de verdad y de amor.
No nos fijemos en la esperanza y búsqueda equivocadas de los Herodes de hoy, sino en aquella de la que los Magos se enriquecían. No nos fijemos en el escrutinio engañoso de los signos por los sabios de la Jerusalén de todos los tiempos, sino en el estupor que empuja y anima a acoger a los pastores de Belén. No escuchemos los miedos del mundo, sino el canto de los ángeles que anuncian la salvación: «Hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). ¿Somos todavía capaces de sorprendernos así?¿Estamos preparados para hacer un discernimiento humilde, dócil y vigilante?
¡Es cierto! Seamos realistas, no cambiaremos la suerte del mundo. No resolveremos los problemas de nuestros pueblos heridos y divididos. Pero nadie nos podrá impedir amarles, hacer justicia en nuestro pequeño contexto. Nadie podrá robarnos la dignidad que se nos ha dado, ni quitarnos el amor y la esperanza derramados en nuestros corazones y que nunca nos defraudan (Cfr. Rom 5,5).
El tiempo de la Navidad nos invita, en la gozosa fidelidad de la acogida del donde Dios, a dejar nuestro corazón abierto, de par en par, a la esperanza, a la justicia y al amor. Esto es lo que nos dice la Navidad. Cada año. También este año, en la vorágine de los dramas que nos rodean, dejémonos sorprender. Dejémonos reencontrar por el Dios-con-nosotros, que nos espera en el umbral de nuestro corazón.
Feliz Navidad.
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