Todo el mundo se manifiesta de acuerdo: Europa está viviendo una crisis; las divergencias en cuanto al uso de esta palabra comienzan cuando se pone el acento en la economía. No cabe duda de que en este punto concreto nos hallamos mejor dispuestos que las generaciones que han tenido que enfrentarse a una depresión de ciclo largo. Nuestros economistas poseen una ejemplar dimensión en su conocimiento. El riesgo comienza cuando prescindimos de las otras dimensiones, ética o humanista, por ejemplo. A los historiadores cumple la tarea de remontarse en el tiempo en busca de raíces. Comencemos recordando que el término Europa fue empleado por primera vez por San Beda, «el Venerable» y otros coetáneos suyos, en el siglo VIII, para designar aquel conjunto de naciones que habían sido rescatadas por el cristianismo de las ruinas en que se sumieron con el Imperio Romano. Roma no sucumbió a causa de las invasiones bárbaras, como en muchos libros de texto se sigue diciendo: los germanos pudieron instalarse en ella y repartir su territorio cuando las estructuras políticas, intelectuales y morales se habían derrumbado. Y los signos que los historiadores señalan aparecen de nuevo ante nosotros. Primero hubo una capitulación de los valores religiosos; desde el interior mismo de la Iglesia los diversos modelos de modernismo reclaman una especie de sometimiento de la relación del hombre con Dios a los progresos técnicos. Entonces, como ahora, llega a confundirse ciencia con técnica, como si el saber no fuese el medio de comprender la naturaleza para administrarla «sabiamente», sino el vehículo que permite producir más y, en definitiva, «tener» más. Pero ese tener naturalmente se distribuye desigualmente y es cada vez mayor el espacio en donde la pobreza arraiga.
El materialismo, en sus dos dimensiones, positiva y dialéctica, se ha hecho dueño de las conciencias. En ese libro que deberíamos leer con atención suma, «Rebelión de las masas», Ortega y Gasset lo supo explicar con mucha precisión. La ciencia se encuentra al servicio del hombre para hacerle crecer, «llegar a ser», que es en lo que consiste el progreso. Si reducimos el bien a la materia, corremos el riesgo de incrementar las diferencias en tres sectores distintos de la sociedad. O curamos la injusticia con el amor, como desde San Juan se enseñara, o corremos el riesgo de que se repita la pérdida de Roma. También ésta devaluó la generación de seres humanos y fue creando un vacío interior en su propia gente que se llenaba con aquellos extraños que acabarían adueñándose del ecúmene.
Se esfuman, entre nosotros, los valores del patriotismo y el Ejército deja de ser el gran elemento educativo que transmite valores tan innegables como el servicio, la obediencia o el respeto al adversario. Personalmente, conservo agradecimiento muy profundo al servicio militar que hube de cumplir en circunstancias difíciles: aprendí valores que no se refieren a unas simples Fuerzas Armadas. Por ejemplo, que la lealtad es superior a la fidelidad. Lo dijeron ya unas Cortes de las postrimerías del siglo XIV: fiel es aquel que sirve a su señor sin preocuparse por la justicia de su causa; leal, en cambio es quien evita que el señor cometa equivocaciones o daños. Pero hoy los partidos políticos en toda Europa reclaman de sus miembros una obediente fidelidad, no otra cosa.
De América nos ha venido la revolución sexual: los historiadores no aplicamos este nombre a una equiparación entre personas de distinto sexo, sino a esa norma de conducta que reclama independencia en la utilización de los derechos o condiciones sexuales. El sexo es uno de los regalos más importantes que Dios ha instalado en la naturaleza humana, ya que no consiste únicamente en transmitir la vida material, sino también todo aquello que viene del espíritu por las escaleras del amor. Durante siglos esto permitió a Europa no sólo sobrevivir, sino llevar a otros mundos esta condición. Los ancianos de hoy sabemos muy bien cuáles fueron las terribles consecuencias de una victoria del racismo que convierte a los seres humanos en simples especímenes de una «sangre y un suelo», como los nazis decían.
Y damos absoluto valor a las masas. Parece que lo importante es conseguir que millones de personas se lancen a la calle portando sus enseñas y reclamaciones. Ésta es la consecuencia del menosprecio a las élites y de esa afirmación axiológica de que «la mayoría tiene razón». Nada hay tan falso como esto. Solo las minorías han conseguido el impulso hacia delante que permita a la sociedad crecer. Los «justos» –y tengamos en cuenta el valor judío de esta palabra– son, por esencia, minoritarios. De modo que rechazar su tarea y sus méritos significa hundirse en aquel abismo que Polibio ya presentaba como final inexorable en la evolución de los regímenes: la «oclocracia», es decir, el gobierno de los peores. Algo que actualmente nadie parece atreverse a sostener.
Sin embargo, es preciso no dejarse arrastrar por el pesimismo. Los crecimientos en calidad, y me refiero principalmente a los sectores cristianos, son en nuestros días indudables. Estamos ante el vértice mismo de una disyuntiva entre dos caminos: el de la búsqueda de un nuevo humanismo que sitúe en primera línea las condiciones que hacen superior a la persona humana, o el del abandono en esa especie de consumismo al que los jóvenes se refieren con tonos muy diversos. Europa ha conseguido una plataforma de unidad como nunca tuviera desde la época de Carlomagno. Las nuevas generaciones deben utilizarla para levantar sobre ella el gran edificio del nuevo ecúmene. Es muy importante que no olviden lo que Cicerón o Séneca ya advertían: ese edificio es un hábitat para la persona humana. A ella y no a la suma de individuos corresponde recibir la atención.
LUIS SUÁREZ
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