Como lo cuento
Hay que reírse, aunque sea de llorar.
La chimenea ahumaba el cuarto y, si yo me empeñaba, pastoril, en encenderla, tenía una bronca con Leonor, urbanita. Por suerte, los escayolistas que vinieron a hacerme una librería, se entretuvieron, con ese interés centrífugo de no ocuparte de tu trabajo, en verle uno a uno los fallos, y todo era un desastre. El tubo no llegaba hasta afuera, estaba cogido con mezcla, que se había ido, y el tiro no era estanco, además de no tener respiraderos para el calor. El humo salía hasta por las tomas de luz y las cajetillas eléctricas. Ellos consultaban continuamente a un su amigo, experto en chimeneas, que ha montado miles, y éste por teléfono les iba gritando, indignado: "Pero qué chapuza le han colocado a vuestro cliente, qué gente hay, no tienen ni puta idea, ni puta idea". Hoy, para rematar la faena, he coordinado al que me montó la chimenea y a los escayolistas, y cuando ha aparecido el primero, ¡era el amigo!
El bochorno de uno y las risas de los otros han sido de aúpa. (La culpa fue, naturalmente, de los operarios de la obra, que no siguieron sus detalladas instrucciones, nos ha explicado a todos varias veces.)
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