Los cielos de Madrid han sido invadidos por la cotorra argentina. No voy a caer en el fácil juego de las comparaciones estableciendo similitudes entre la cotorra argentina y la Presidenta Fernández. Sería, por mi parte, una falta de respeto y un abuso de confianza de complicada amnistía. La cotorra verde argentina es dura y resistente, se adapta con facilidad, se reproduce con generosidad pasmosa y construye unos enormes nidos que impiden a los madrileños y visitantes el sosiego en los paseos. Un nido de cotorra argentina desprendido de sus anclajes arbóreos puede abrirle la cabeza a cualquiera que pase por ahí.
Escribía días pasados de los gatos, los ciprinos y los lóridos. Esta invasión proviene del hastío de muchos madrileños que compraron en su día cotorras argentinas en una pajarería, y hartos del constante ruido que son capaces de producir, abrieron las jaulas concediéndoles la libertad. Donde antaño anidaban gorriones, reyezuelos, verderones, herrerillos y petirrojos, hogaño lo hacen cotorras, que nada tienen que ver con la acuarela natural de nuestro paisaje. He leído que la Comunidad de Madrid, en lugares cerrados y seguros, permite el uso de armas de fuego para rebajar su censo, que es elevadísimo de acuerdo al estudio y seguimiento de la Sociedad Española de Ornitología. No soy nadie para recomendar acciones contra las cotorras, pero mucho más eficaz que combatirlas una por una sería derribar sus enormes nidos, que son inconfundibles. En primavera, su plumaje se abrillanta y excede de tonalidades educadas, y entonces se quiebra la Poesía. Don Gustavo Adolfo humillado. «Volverán las cotorras argentinas/de tu balcón, los nidos a colgar»… Un desconcierto. La voluntad es débil. Estaba dispuesto a llevar a cabo hasta el final el esfuerzo de no caer en las comparaciones. España se está jugando su futuro y aquí me tienen escribiendo de cotorras argentinas. También han invadido Las Ramblas barcelonesas, y ahí con mejor criterio. El Mediterráneo, las palmeras y los mares cobaltos. Allí, en la prodigiosa Cataluña que nos quieren arrebatar al resto de los españoles, las cotorras no sólo han anidado y crecido en número alarmante, sino que han contagiado su manera de ser. Llevamos meses de guirigay permanente, continuo y creciente. Nos han invadido de verdad. Y con la falta de educación que caracteriza a tan impertinente especie, llevan semanas insultando a todos los que no compartan su manera de pensar. La cotorra es hábil. Está en su árbol. Pasa un transeúnte distraído, y la cotorra se estercola sobre su cabeza. Entonces el transeúnte o viandante, protesta mesuradamente y la cotorra se pone a llorar. «Todos los paseantes son anticotorras, y nos odian a las cotorras. Los paseantes ‘‘ens’’ roban». Entonces decenas de miles de cotorras, ya no se sabe si argentinas, autóctonas, emigrantes, puras o charnegas, se escudan en el falso e inventado anticotorrismo y se convencen a sí mismas que estercolarse en las cabezas de los que pasean bajo sus árboles es un ejercicio democrático de libertad y de independencia, cuando en realidad no es más que una supina grosería. Es cuando se inventan que los viandantes «ens roban», y montan el espectáculo.
Como español, como viandante enamorado de Barcelona y sus calles, de Cataluña y sus paisajes, acepto la descortesía y la ordinariez del excremento cotorril dirigido a mi cabeza. Pero no tolero que me digan que soy anticotorra ni anticatalán. Compartimos el mismo problema, pero no el veneno de los nidos, las casas, que es donde crecen los odios. Por ellas y por su bien aceptaríamos hasta la agresión, siempre que después de picotearnos no sollozaran en plan de agredidas. Me he hecho un lío con las cotorras, lo reconozco.
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