domingo, 13 de abril de 2014

LA MEMORIA DE LAS COFRADÍAS; POR FERNANDO MÓSIG PÉREZ.

Diario de Cádiz



La memoria de las cofradías

El historiador Fernando Mósig repasa la historia de nuestras hermandades
Fernando Mósig Pérez | Actualizado 13.04.2014 - 01:00
LAS hermandades y cofradías isleñas, asociaciones religiosas con tanta presencia en la vida local a lo largo del tiempo, carecen aún de un estudio histórico de conjunto. Un estudio que tanta luz arrojaría no sólo sobre la evolución temporal de estas instituciones sino también sobre el devenir de la propia ciudad de San Fernando, de su sociedad, de su patrimonio artístico, de su mentalidad y creencias. 

El trabajo que hoy comenzamos a publicar aquí no puede aspirar, ni siquiera remotamente, a suplir esa carencia, que es más lamentable por cuanto en los archivos correspondientes hay material sobrado para abordar con garantías el intento. 

Por ahora, nos limitaremos en estas entregas a trazar las líneas generales de su evolución histórica y a señalar las características principales de estas corporaciones locales a lo largo del tiempo, características que son comunes, en buena parte, a las demás hermandades del resto de nuestro entorno geográfico y cultural, aunque no exentas de personalidad propia. 



La historia de las hermandades y cofradías isleñas es tardía con respecto a las demás asociaciones de esta naturaleza de nuestro entorno geográfico y cultural, como tardío fue el nacimiento de la propia villa de la Real Isla de León. Sus inicios, hasta donde sabemos, no van más allá de finales del siglo XVII, teniendo por escenarios la primitiva parroquia establecida en el castillo medieval de los Ponce de León, duques de Arcos, y el Convento del Carmen fundado en 1680, además de algunas capillas y ermitas dispersas por el territorio isleño. 

Estas primeras hermandades respondieron a los principios doctrinales y a las necesidades pastorales de la Iglesia Católica tras la renovación que supuso el Concilio de Trento a mediados del siglo XVI. Como en otras partes del orbe católico, las primeras hermandades isleñas también se revelaron como instrumentos útiles para difundir y asentar la fe tridentina entre los fieles de la localidad: el culto al Santísimo Sacramento; la comprensión de los misterios de la Pasión y Resurrección del Redentor; la devoción a la Virgen María como Madre de Dios y poderosa intercesora celestial; la veneración a los santos como modelos a imitar, como protectores de determinadas profesiones y actividades, como abogados ante males y calamidades… 

De este modo, a impulsos de la propagación de la fe católica tridentina, se fundaron en la Isla de León, a caballo de los siglos XVII y XVIII, hermandades de vocación sacramental y escatológica, como la Esclavitud del Santísimo Sacramento y Archicofradía de las Ánimas Benditas, en la parroquia del Castillo; hermandades de vocación pasionista, como la Cofradía del Santo Cristo que existió también en la parroquia de la fortaleza. Así como hermandades de devoción mariana, como la Hermandad de Nuestra Señora del Rosario, también en el Castillo; la Congregación de la Virgen del Pópulo, en su propia capilla que quedó inacabada; y la de Nuestra Señora del Carmen, en la iglesia de su convento, llamada a tener una fructífera y brillantísima historia. Y hermandades de culto a santos, como, por ejemplo, la Congregación de San Antonio Abad, en la capilla que existía en los astilleros navales del Puente de Suazo. 

Estas primeras hermandades tuvieron la importante función de transmitir y enseñar la fe católica a los isleños, de catequizar al pueblo, a través sobre todo de sus barrocos cultos y teatrales procesiones, hijas también de la reforma eclesiástica. 

Pero, frente a la revolución protestante, la Iglesia Católica había proclamado en Trento que la fe por sí sola no basta para la salvación, sino que es necesario acompañarla de las obras. Por eso, la fe que propagaban estas primeras hermandades isleñas a través de su catequesis de culto y procesión se vio complementada necesariamente por la práctica de buenas obras. Concretamente por una actividad misericordiosa concreta -a falta de una tradición hospitalaria que sí tenían las asociaciones de fieles de otras localidades-: la de costear las exequias de los hermanos que fallecían y proporcionarles una última morada a las plantas de la imagen titular. 

En una época precapitalista, las hermandades isleñas -como las de otras partes de España- desempeñaron así la función de mutualidades de previsión social y seguro de deceso. Este rasgo solidario para con sus cofrades formará parte de su esencia y les caracterizará durante mucho tiempo, hasta bien entrado el siglo XX. 



Pero, en realidad, la trayectoria histórica de estas asociaciones religiosas isleñas no despegó verdaderamente hasta mediados del XVIII, merced al impulso dado por la Casa de Borbón a la bahía gaditana debido a su situación estratégica, y, sobre todo, a la armada española en ella establecida. Ello favoreció un espectacular aumento demográfico en la Real Isla de León y un notable impulso socioeconómico, requisitos imprescindibles para que pudieran florecer las hermandades y cofradías a lo largo de la segunda mitad del Setecientos. 

Paradójicamente, este "tardoisleñismo" tan característico y significativo hizo que nuestras asociaciones de fieles brotaran y prosperaran cuando en otras ciudades de nuestro entorno, como Cádiz, Jerez o Sevilla, ya decaían. 

La Real Isla de León, con todo, no consiguió hasta 1766 la segregación municipal e independencia jurisdiccional de Cádiz. Sin embargo, la influencia de esta ciudad -por entonces tan próspera- sobre las hermandades y cofradías isleñas fue decisiva e insoslayable durante los primeros tiempos de nuestra historia como municipio independiente. 

La flamante corporación municipal trató por ello de corregir esta poderosa influencia dotando de personalidad religiosa propia al nuevo municipio, buscando una identidad distinta de la gaditana. Por ello, nombró en 1766 patrón de la reciente villa a San José, un acuerdo ratificado en 1800 tanto por el poder civil como por el eclesiástico -con motivo de una calamitosa epidemia padecida por la localidad-, y aprobado por el papa Pío VII dos años después. Además del culto oficial que le sería tributado en adelante por las autoridades civiles y eclesiásticas isleñas, el santo patriarca llegó a contar también en la parroquia diocesana con una hermandad de vida efímera. Pero su culto, mediatizado por su carácter oficial, no tuvo de momento el calado popular que se anhelaba. 

Por entonces, casi en paralelo a la independencia municipal, había sido consagrada la nueva Iglesia Mayor Parroquial en 1764, abandonándose la inhóspita y provisional sede castellana. La construcción de la nueva parroquia diocesana está sin duda en la raíz espiritual de la fundación de nuevas hermandades y cofradías en la villa, como la Orden Tercera de Nuestra Señora de los Dolores en 1759, hija de la devoción mariana difundida por la orden de los servitas; o como la Cofradía de Jesús Nazareno en 1768, del gremio de los montañeses, es decir de los burgaleses, cántabros y asturianos dueños de tiendas de comestibles y tabernas, un ejemplo interesantísimo de hermandad cerrada y una forma concreta de aglutinar y evangelizar a un determinado grupo social con intereses concretos. 

E igualmente el nuevo templo parroquial acogió a algunas de las hermandades preexistentes en el Castillo y en otras sedes, que ratificaron así su personalidad jurídica a los ojos de la Iglesia, como la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad fundada en 1747, antigua devoción isleña promovida por los corregidores y alcaydes del Castillo; y la Congregación del Corazón de Jesús, creada en 1753 con entronques filipenses y jesuítas. O como las dos que se habían establecido en la capilla del Puente de Suazo algunos años antes: la Hermandad de la Virgen de la Esperanza, propia del personal de la factoría naval allí radicada, y la referida Congregación de San Antonio Abad. 

La incontenible expansión urbana del joven y próspero municipio hizo que la Iglesia gaditana no se conformara con la nueva parroquia diocesana, sino que suscitara la construcción de más templos de menor categoría, tanto en el centro urbano como en las zonas de florecimiento demográfico, aumentando así el que hoy es patrimonio histórico y artístico isleño. Y animó el consiguiente establecimiento en esos nuevos templos de más hermandades, con la finalidad de evangelizar y llevar el pasto espiritual a los habitantes de esos barrios crecientes. 

Surgieron así las capillas del Santo Cristo, de la Divina Pastora, de San Antonio, de Nuestra Señora de la Salud y otras de historia breve. Y en ellas, entre otras de vida desigual, las hermandades y cofradías de la Divina Pastora fundada en 1782, del Cristo de la Vera Cruz en 1784, de la Virgen de las Mercedes en 1794 -esta también con resabios gremiales-, del Santo Entierro aprobada en 1795, de la Virgen del Pilar en 1798 y de la Virgen de la Salud creada ya en 1802. 

Todas ellas con la misión de propagar, aumentar y custodiar la fe de los habitantes de esas zonas periféricas de ensanche urbano. Y en la última de las capillas citadas, siguiendo los paradigmas de Sevilla y Cádiz, se fundó también la Hermandad de la Santa Caridad, de fugaz biografía y ejemplo máximo de asociación de fieles isleños que trató de vivir su fe a través de las obras de misericordia.


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