sábado, 19 de abril de 2014

AQUELLA VIGILIA PASCUAL.

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Manuel Bru
Te cuento una experiencia personal de hace veintiséis años. Tarde de Sábado Santo. Yo aún era diácono. En Aranjuez conocí a Miguel, un adolescente en riesgo social extremo. Lo primero que pensé cuando vino Miguel aquella tarde no fue en él, sino en mí, en el poco tiempo que tenía para ultimar todas las cosas de la Vigilia Pascual, y ni siquiera me extrañó al principio que estuviese tan callado. En ese momento, sin venir a cuento, empezó a llorar. 

Dejé todo mangas por hombro, y me lo llevé a la calle, su terreno, donde sabía que estaría más a gusto, y no hizo falta mediar palabra para que Miguel, entre sollozos, comenzase a hablar. Su padre había llegado por fin de la cárcel. 

Para Miguel su padre lo era todo, porque no tenía nada, ni una ilusión por su futuro, ni la estabilidad de una familia mínimamente asentada, ni un proyecto, ni disciplina, sólo algún que otro amigo, con problemas similares a los suyos. 

Pero su padre había vuelto y Miguel se empezaba a despertar del sueño. La vida en casa había cambiado, porque su padre no había cambiado. Era tan grande su confusión, su desesperación, que daba la impresión de que ya no sonreiría jamás. Lo que me contaba era terrible. Pero más terrible aún era su mirada, que se clavaba en mis ojos. Era como si el mundo entero me estuviese mirando y hablando a través de Miguel. 

Por eso gracias a Dios yo sólo fui capaz de parar, callar y escuchar. Yo aquella noche aprendí a escuchar. Hasta pudo desahogarse descargando sobre mi sus puños electrizados por la rabia. Poco a poco se fue serenando. Al menos alguien le escuchaba, le quería, le entendía, y recibía, en silencio, los hachazos de su alma. 

Yo no estaba en el templo orando a la luz de una vela y a la escucha de las lecturas que recorren la historia de la salvación, pero estaba allí, a la luz de las farolas de la calle, ante aquel crucificado vivo, que me contaba la corta historia de sus trece años, una historia que debía tener mucho que ver con la historia de la salvación, que debía ser también una compleja y misteriosa historia de salvación, que debía contar también, tal vez a través de aquellos sollozos de Miguel, con el llanto, con el grito, con la llamada del Padre Eterno, que sufre con el sufrimiento de sus hijos, y que en el misterio de ese dolor, abre la puerta de la esperanza de todos sus hijos, de todos sus amados y pequeños y pobres hijos como Miguel. 

Verdaderamente aquella fue mi pascua más auténtica; aquella mirada, mi encuentro más real con un Cristo que pasa de la muerte a la vida.

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